jueves, 1 de febrero de 2018

Día 27: Llegó la harina, por @yedzenia



Yedzenia Gainza 31 de enero de 2018

Si los vecinos están organizados y tienen la suerte de contar con un pequeño supermercado que compre a una de las empresas privadas más importantes del país, es posible conseguir algunos alimentos. La experiencia todos la describían como denigrante, espantosa, amarga… Uno se hace cargo de las impresiones de quienes la viven a diario, pero nada es tan potente como la bofetada en carne propia. La cosa funciona así: hay que apuntarse el domingo en una lista controlada por un grupo de personas que forman parte de la Junta Comunal y otros que “pasaban por ahí”, hay que esperar a ver si llega el camión el lunes, descargue la mercancía y que quienes reciben la lista, controlan el acceso y se juegan la vida en la puerta del comercio comiencen a llamar en grupos de ocho a diez vecinos para que entren, compren lo que les está permitido y salgan dando paso a otro grupo hasta que se acabe lo que sea que haya.

La lista se supone que es para evitar la humillación de la cola, pero eso no quita lo degradante de no poder comprar libremente lo que uno quiera o pueda, ni mejora la sensación del bululú de personas alrededor del comercio apoyadas en banquitos que se llevan de sus casas para hacer menos dura la espera bajo el sol que, en este caso, no es espléndido sino inclemente. El lunes corrió rápido la voz entre todos: “no viene el camión”. Por lo que tocó retirarse con el banquito bajo el brazo y esperar a otro día. Este martes la suerte acompañaba a muchos, especialmente a los agentes de la Guardia Nacional Bolivariana que, como de costumbre y sin respeto a ningún sistema de organización hicieron su agosto, se llevaron gran parte de lo que trajo el camión, por supuesto sin límite y, en algunos casos, hasta sin pagar. De manera que para los vecinos quedaron los restos de harina de maíz o mantequilla, de pasta no había más que algunos paquetes desperdigados con los que pudieron hacerse los primeros de la lista.

Cuando llegué ya había gente haciendo cola y peleando desde hacía horas, algunos niños merendaban alguna galleta sentados en el suelo mientras los más pequeños jugaban ajenos a la tragedia que atravesaban sus padres. Una mujer embarazada esperaba en una silla que una persona le cedió por un rato, una anciana dio un traspié y cayó entre la multitud que accedió a hacerla pasar de inmediato a pesar de la queja de algunos preocupados por quedarse sin los tres paquetes de harina que les correspondían. Todo era surrealista, escuchaba los comentarios sobre el abuso de los uniformados, los ataques a las personas que llamaban según la lista que les habían facilitado, la preocupación por no poder comprar, que se hiciera de noche o peor aún, que llegaran unos malandros e hicieran un atraco masivo. Hacía mucho calor y las botellas de agua de la mayoría ya estaban casi vacías, esa misma mayoría no podía comprar algo cerca porque el precio de un refresco pequeño superaba tanto al de la botella de agua como al del kilo de harina. ¿Cómo se puede vivir así? Esto no es excepcional para millones de venezolanos, sucede a diario y mi espera no era de las peores, al contrario.

Escuché mi nombre en medio de gritos, la gente se desespera y pide que repitan los nombres que no escuchan por los gritos en los que piden que repitan los nombres. Sí, así de absurdo y redundante es todo. Tuve dificultades para atravesar el tumulto delante del mecate que separaba la “zona de espera” del trocito de pasillo donde los que son llamados esperan un par de minutos a que abran la puerta del supermercado. Me llamaron de segunda en ese turno, pero cuando llegué a la fila corta ya era la quinta en la puerta. Mientras esperaba escuchaba la protesta de algunos que alegaban que dos de las personas que estábamos allí nos habíamos coleado. Volvieron a pasar lista para comprobar que éramos los que estábamos y estábamos los que éramos. Al oír un apellido poco común volteé a saludar con una sensación agridulce, estaban detrás de mí los padres de un compañero de clases en el liceo. Sentí tristeza por verlos en esa situación y a la vez sosiego al saber que ese muchacho con el que compartí merienda, cuentos de terror, risas y apuntes está viviendo en Chicago.

Compré los tres kilos de harina, también mantequilla, café, avena y todo lo que pude. Al salir sentí casi vergüenza por el bulto que llevaba entre manos, mucha gente me miraba mal y alguno hasta insultaba como si yo tuviera la culpa de su situación, como si fuera el único sufriendo por el chavismo. Salí de allí de inmediato preocupada por los seres cercanos que seguían esperando. Cuando nos encontramos en la noche supe que consiguieron comprar poco antes de que se desatara la furia de quienes perdieron la tarde. Esto no es justo, no es vida.

El camión volverá en dos semanas, dicen que no harán lista para que los que se quedaron fuera y viven en otras zonas no protesten, pero mucho me temo que la situación será todavía peor. De momento toca olvidar la experiencia sabiendo que mañana desayunaremos empanadas dominó y café, con leche.

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