Yedzenia Gainza 31 de enero de 2018
Si los
vecinos están organizados y tienen la suerte de contar con un pequeño
supermercado que compre a una de las empresas privadas más importantes del
país, es posible conseguir algunos alimentos. La experiencia todos la
describían como denigrante, espantosa, amarga… Uno se hace cargo de las
impresiones de quienes la viven a diario, pero nada es tan potente como la
bofetada en carne propia. La cosa funciona así: hay que apuntarse el domingo en
una lista controlada por un grupo de personas que forman parte de la Junta
Comunal y otros que “pasaban por ahí”, hay que esperar a ver si llega el camión
el lunes, descargue la mercancía y que quienes reciben la lista, controlan el
acceso y se juegan la vida en la puerta del comercio comiencen a llamar en
grupos de ocho a diez vecinos para que entren, compren lo que les está
permitido y salgan dando paso a otro grupo hasta que se acabe lo que sea que
haya.
La
lista se supone que es para evitar la humillación de la cola, pero eso no quita
lo degradante de no poder comprar libremente lo que uno quiera o pueda, ni
mejora la sensación del bululú de personas alrededor del comercio apoyadas en
banquitos que se llevan de sus casas para hacer menos dura la espera bajo el
sol que, en este caso, no es espléndido sino inclemente. El lunes corrió rápido
la voz entre todos: “no viene el camión”. Por lo que tocó retirarse con el
banquito bajo el brazo y esperar a otro día. Este martes la suerte acompañaba a
muchos, especialmente a los agentes de la Guardia Nacional Bolivariana que,
como de costumbre y sin respeto a ningún sistema de organización hicieron su
agosto, se llevaron gran parte de lo que trajo el camión, por supuesto sin
límite y, en algunos casos, hasta sin pagar. De manera que para los vecinos
quedaron los restos de harina de maíz o mantequilla, de pasta no había más que
algunos paquetes desperdigados con los que pudieron hacerse los primeros de la
lista.
Cuando
llegué ya había gente haciendo cola y peleando desde hacía horas, algunos niños
merendaban alguna galleta sentados en el suelo mientras los más pequeños
jugaban ajenos a la tragedia que atravesaban sus padres. Una mujer embarazada
esperaba en una silla que una persona le cedió por un rato, una anciana dio un
traspié y cayó entre la multitud que accedió a hacerla pasar de inmediato a
pesar de la queja de algunos preocupados por quedarse sin los tres paquetes de
harina que les correspondían. Todo era surrealista, escuchaba los comentarios
sobre el abuso de los uniformados, los ataques a las personas que llamaban
según la lista que les habían facilitado, la preocupación por no poder comprar,
que se hiciera de noche o peor aún, que llegaran unos malandros e hicieran un
atraco masivo. Hacía mucho calor y las botellas de agua de la mayoría ya
estaban casi vacías, esa misma mayoría no podía comprar algo cerca porque el
precio de un refresco pequeño superaba tanto al de la botella de agua como al
del kilo de harina. ¿Cómo se puede vivir así? Esto no es excepcional para
millones de venezolanos, sucede a diario y mi espera no era de las peores, al
contrario.
Escuché
mi nombre en medio de gritos, la gente se desespera y pide que repitan los
nombres que no escuchan por los gritos en los que piden que repitan los
nombres. Sí, así de absurdo y redundante es todo. Tuve dificultades para
atravesar el tumulto delante del mecate que separaba la “zona de espera” del
trocito de pasillo donde los que son llamados esperan un par de minutos a que
abran la puerta del supermercado. Me llamaron de segunda en ese turno, pero
cuando llegué a la fila corta ya era la quinta en la puerta. Mientras esperaba
escuchaba la protesta de algunos que alegaban que dos de las personas que
estábamos allí nos habíamos coleado. Volvieron a pasar lista para comprobar que
éramos los que estábamos y estábamos los que éramos. Al oír un apellido poco
común volteé a saludar con una sensación agridulce, estaban detrás de mí los
padres de un compañero de clases en el liceo. Sentí tristeza por verlos en esa
situación y a la vez sosiego al saber que ese muchacho con el que compartí
merienda, cuentos de terror, risas y apuntes está viviendo en Chicago.
Compré
los tres kilos de harina, también mantequilla, café, avena y todo lo que pude.
Al salir sentí casi vergüenza por el bulto que llevaba entre manos, mucha gente
me miraba mal y alguno hasta insultaba como si yo tuviera la culpa de su
situación, como si fuera el único sufriendo por el chavismo. Salí de allí de
inmediato preocupada por los seres cercanos que seguían esperando. Cuando nos
encontramos en la noche supe que consiguieron comprar poco antes de que se
desatara la furia de quienes perdieron la tarde. Esto no es justo, no es vida.
El
camión volverá en dos semanas, dicen que no harán lista para que los que se
quedaron fuera y viven en otras zonas no protesten, pero mucho me temo que la
situación será todavía peor. De momento toca olvidar la experiencia sabiendo
que mañana desayunaremos empanadas dominó y café, con leche.
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