Ismael Pérez Vigil 09 de noviembre de 2019
@Ismael_Perez
Son
innegables la insatisfacción de necesidades básicas y la pobreza. En Venezuela
saltan a la vista y en los demás países de América Latina –que no tenemos a la
vista–, suponemos que es igual; por lo menos así lo reportan los analistas,
periodistas, intelectuales, políticos, etc.; pero no creo que eso sea lo que
este en la base de los “estallidos” sociales que hemos visto en los últimos
meses. Ciertamente, algunas manifestaciones y causas de los “estallidos” que
hemos visto se parecen, pero en la raíz hay fenómenos diferentes. Quiero
referirme a los más recientes y llamativos, los de Chile y Bolivia, y las
lecciones que nos dejan.
La
pobreza, la miseria, nunca y en ninguna parte ha sido la causa de las
“revoluciones sociales”, si es que a alguien se le ocurre llamar así a lo que
ha estado ocurriendo; si fuera así, en África, Medio Oriente, China, India y en
la mayor parte del mundo, ni hablar de América Latina, estaríamos
permanentemente o desde hace mucho tiempo con convulsiones sociales
permanentes. La desigualdad y la inequidad, sí, esos dos fenómenos sí causan
convulsiones sociales; y creo que eso sí es lo que esta en la base de lo que ha
ocurrido en algunas partes, al menos en Chile.
Según
los analistas de ese país, quienes destruyeron el metro en Santiago y causaron
los destrozos a la propiedad pública y privada en algunas ciudades de Chile, no
fueron los “pobres”, los “menesterosos”, puesto que estos son los que más se
perjudican con el destrozo de esos servicios y otros bienes; está más que
demostrado que los causantes de la mayoría de los destrozos fueron sectores de
clase media, incluidos jóvenes y estudiantes, obviamente insatisfechos y
frustrados porque ciertos beneficios sociales no son suficientes y porque
algunas medidas económicas ciertamente los afectan o porque los beneficios de
las reformas no han sido lo suficientemente extendidos.
Los
que inician los estallidos no son los “pobres”, sino los que han desmejorado su
condición repentinamente, por algún tipo de política económica, o los
“insatisfechos” porque no han alcanzado una situación social y económica a la
cual –por las expectativas que se les han creado– creen tener derecho. Es casi
un axioma de la psicología social o política que cuanto más alcanzable o
merecido se considere un objetivo, un fin determinado, mayor es la frustración
e insatisfacción por no alcanzarlo y puede degenerar en estallidos y violencia.
Casi
todos los analistas en Chile, coinciden en señalar los siguientes fenómenos y
problemas: el costo e ineficiencia de algunos servicios públicos, prestados en
algunos casos por empresas privadas; las deficiencias en servicios de salud; el
elevado precio de la educación y de muchos bienes y servicios, aún cuando en
promedio y en términos generales la inflación es baja; el alto porcentaje de
empleo informal, cuyos trabajadores no disfruta de seguridad y beneficios
sociales; un sistema de pensiones, que aunque extendido y más eficiente que en
otros países, es bajo; todos estos factores fueron creando un caldo de cultivo,
que un incremento de tarifas de transporte del metro, más el efecto
demostración de lo ocurrido en otros países y –por qué negarlo– la agitación de
grupos de extrema izquierda y probablemente derecha, crearon las condiciones
para los estallidos que hemos visto.
Pero
lo que estamos viendo en Bolivia es un fenómeno; se parece más a lo que
podríamos esperar en Venezuela, si aquí tuviéramos otras condiciones políticas
y sobre todo militares; es decir, es obvio que, en Bolivia, Evo Morales no
cuenta con el irrestricto respaldo de la fuerza armada, como si cuenta el
régimen venezolano; además, el Estado allá es menos poderoso que aquí y el
sector privado allá, es más poderoso que el nuestro, por lo que hay menor
“control” social y político y al gobierno boliviano no se le hace tan fácil
reprimir, como sin duda quisiera, las manifestaciones de descontento.
Claramente en Bolivia es un fenómeno político de “hartazgo” con el régimen de
Evo Morales y de rechazo al evidente fraude electoral que montaron para impedir
una segunda vuelta en las elecciones; Evo Morales sabe que en una segunda
vuelta lleva todas las de perder, por eso trata de impedirla a toda costa, pues
no cuenta, como ya dije, con una fuerza armada incondicional que le garanticé
su estadía en el poder, de manera indefinida y a cualquier costo.
El
apoyo político a una causa determinada, con movilizaciones masivas de la calle,
tiene mucha más significación política en Bolivia que en Venezuela; aquí
impacta o cuenta muy poco para el régimen, pues tiene asegurado por la fuerza
armada el ejercicio y la permanencia en el poder. Esto lo estamos viendo desde
el año 2002 en Venezuela y se ha repetido en diferentes momentos de “auge” de
movilizaciones opositoras masivas: 2007, 2014, 2017 y principios de 2019.
Estos
dos casos, Chile y Bolivia, son dos ejemplos paradigmáticos de dos sistemas o
regímenes políticos diferentes y hasta contradictorios; de ambos debemos y
podemos aprender; de uno –Chile– para evitar llegado el caso, cometer los
mismos errores por tomar solo en cuenta o enfatizar demasiado los aspectos
económicos, descuidando los sociales y políticos. Del otro –Bolivia– para
entender que la falta de unidad opositora conduce a derrotas electorales que se
pueden evitar y que sí es posible alcanzar objetivos políticos con procesos
electorales y movilizar a la población para defender resultados electorales,
cuando son favorables a la oposición y negados por el régimen.
Falta
por ver los resultados finales en cada uno de esos países y esperamos que sean
favorables a la causa de la democracia; que Chile retorne el camino de la paz y
prosperidad que traía, previa corrección de los errores cometidos; y que
Bolivia logre ese camino –de la paz y la prosperidad–, tras acabar con el
régimen populista y de oprobio al que hoy está sometido.
Ismael
Pérez Vigil
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