KIRK SEMPLE 06 de diciembre de 2017
De
todas las concesiones que Carlos Sandoval ha tenido que hacer durante la crisis
económica de Venezuela, tal vez ninguna ha sido tan difícil como renunciar a
los libros.
Sandoval
se define como bibliófilo —“Mi vida es la literatura”, comentó— y es uno de los
críticos literarios más reconocidos de Venezuela además de ser profesor en dos
de las mejores universidades del país.
Sin
embargo, ya no puede costear los libros. “Es el peor sacrificio”, se lamentó.
La
crisis económica del país ha afectado a la gran mayoría de los 30 millones de
venezolanos.
La
nación está al borde de —o, según algunos indicadores, ya está inmersa en— un
periodo de hiperinflación, con un índice inflacionario acumulado de más de 800
por ciento, según las estimaciones de octubre. El pronóstico del Fondo
Monetario Internacional para el próximo año es que la tasa será superior al
2300 por ciento.
Es una
economía en la cual la tarifa por hora de un estacionamiento subió durante las
dos horas que le tomó a un comprador hacer algunas diligencias.
Los
venezolanos de todas las clases socioeconómicas han sufrido graves cambios en
sus vidas debido a los elevados costos que persisten entre una profunda escasez
de alimentos y medicinas, el colapso de servicios públicos y el sistema de
salud, y el crimen rampante. Mientras tanto, el poder adquisitivo ha caído en
picada, pues el aumento de los salarios reales ha quedado muy rezagado en
relación con los precios.
No
obstante, costear las cosas apenas es uno de los muchos desafíos; otro es
encontrar la manera para poder pagarlas. El bolívar escasea y encontrar un
puñado de billetes se ha vuelto una de las pesadillas diarias. La gente se ve
obligada a soportar largas filas en los cajeros automáticos para sacar
cantidades que, máximo, equivalen a unos diez centavos de dólar: lo mínimo para
poder comprar un pasaje de ida y vuelta en el transporte público.
La
convulsión económica ha llevado a las familias —tanto a las pobres como a las
pudientes— hacia una encrucijada con decisiones muy difíciles, ha generado una
incertidumbre artera sobre cómo transcurrirá cualquier día y ha convertido las
tareas más básicas en increíbles proezas de resistencia.
“Algo
tan sencillo como sacar dinero del cajero automático, comprar un café o tomar
un taxi se ha convertido en una carrera de sobrevivencia”, mencionó Sandoval.
En
Venezuela, hay personas que han comenzado a comparar las dificultades que viven
con las de los países que están en guerra. Sin embargo, el deterioro ha sido
menos dramático y más artero. De hecho, a primera vista, la gravedad de la
situación podría no ser tan evidente para un recién llegado.
Desde
lejos, Caracas se parece a cualquier otra capital del mundo en vías de
desarrollo: calles atestadas de tráfico, gente yendo deprisa al trabajo,
tiendas abiertas y clientes que compran, como si los engranajes de la
maquinaria de la vida diaria no dejaran de girar.
Pero,
si se observa de cerca, esas impresiones iniciales se derrumban rápidamente
para revelar una sociedad que está colapsando y gente que lucha por tener el
control de sus vidas y poder sobrevivir cada día.
El
gobierno del presidente Nicolás Maduro dejó de publicar los datos mensuales
sobre la inflación hace unos dos años. Sin embargo, la Asamblea Nacional
controlada por la oposición, cuya información económica por lo general está
alineada a los análisis de los economistas privados, afirmó que el índice
inflacionario llegó al 45,5 por ciento en octubre, en comparación con el 36,3
del mes anterior; esto coloca a Venezuela en el umbral de la hiperinflación
porque se suele considerar que ese fenómeno empieza a partir del 50 por ciento
mensual.
No obstante,
las condiciones hiperinflacionarias ya existían, según los economistas, en
particular porque los precios de algunos bienes y servicios clave se han
disparado por encima de ese porcentaje mes con mes, lo cual los deja fuera del
alcance de un número cada vez mayor de personas.
El
estrés y los costos golpean con más fuerza a la gente de menos recursos; las
posibilidades de supervivencia se miden en centavos de dólar.
Beatriz,
de 53 años, trabajó durante dos décadas como enfermera en Caracas, un trabajo
que le fascinaba. A pesar de que ganaba apenas un poco más del salario mínimo,
era lo suficiente para que ella y sus cinco hijos llegaran a fin de mes.
“La
comida nunca fue un problema”, comentó Beatriz, quien, como muchas de las
personas que fueron entrevistadas para este artículo, solicitó que no se usara
su apellido por temor a represalias del gobierno como consecuencia de sus
críticas sobre la situación económica.
Hace
varios años, Beatriz fue despedida de su empleo cuando empeoró la economía. Encontró
trabajo en el personal de limpieza de una empresa internacional de publicidad
con sede en Caracas con lo que gana más o menos lo mismo que cuando era
enfermera. Pero ya no le alcanza para cubrir las necesidades básicas de su casa
pese a que en el hogar ya solo hay tres personas: ella, uno de sus hijos y su
madre enferma de 76 años, quien padece hipertensión.
“Debemos
escoger entre las medicinas y la comida”, dijo Beatriz.
Ella,
como muchos venezolanos de pocos recursos, ha eliminado de forma gradual las
comidas de su rutina diaria. Ahora come una vez al día, para la cena, que a
menudo no consiste más que en un poco de arroz y frijoles.
“Parece
mentira, pero no lo es”, opinó. “No se trata de vivir. Se trata de sobrevivir”.
Una encuesta
que realizó un grupo de universidades nacionales reveló que en 2016, cerca del
80 por ciento de los venezolanos vivían en la pobreza.
En
octubre, el costo de la canasta básica de alimentos para una familia de cuatro
personas aumentó un 48 por ciento, según el Centro de Documentación y Análisis
para los Trabajadores, una organización sin fines de lucro asociada con el
sindicato de maestros. Los aumentos salariales han quedado muy rezagados ante
el aumento de los bienes y servicios, lo que imposibilita que muchos
consumidores puedan cubrir sus necesidades.
David,
un peluquero de 42 años con tres hijos, comenzó a recortar sus gastos hace
varios años. Primero, la familia dejó de tomar la vacación anual para visitar a
sus parientes en Mérida, la ciudad natal de David. Después dejó de comprar ropa
para sus hijos, algo que antes intentaba hacer cada dos semanas. La familia no
ha ido al cine desde el año pasado; ese era un gusto que se daban regularmente.
Como
otras personas que están cerca de la línea de pobreza, la familia de David es
beneficiaria de los CLAP, el programa gubernamental con el que que se supone
que reciben una caja mensual de comida subsidiada. Las entregas son cada vez
menos frecuentes. Hace poco, una caja tenía dos kilos de frijoles negros, otros
dos kilos de azúcar, un kilo de harina, cinco latas de atún y dos kilos de
pasta.
“Para
una familia de cinco, eso se acaba rápido”, afirmó, y agregó con tristeza: “No
comemos mucho”.
David,
como una gran cantidad de venezolanos, pasa mucho tiempo esperando en las filas
para comprar los productos básicos cuando están disponibles. El otro día se
despertó antes de las cinco de la mañana y estuvo formado casi dos horas y
media para comprar un bote de aceite vegetal. Para cuando llegó al principio de
la fila, se habían acabado las provisiones.
Por la
forma en que narró la historia durante una mañana en la peluquería donde
trabaja, no parecía molesto ni furioso: solo resignado. “Parece algo que
saldría en una película en la que te acostumbras a ciertas cosas a las que no
deberías estar acostumbrado”, mencionó.
“Hacer
fila te deteriora la mente, te deteriora el pensamiento, la capacidad de
crear”.
Algo
que ha agravado el problema es que la cotización del bolívar contra el dólar ha
ido en caída libre. El 1 de diciembre, el dólar de mercado negro rondaba los
103.024 bolívares, el doble de lo que costaba a principios de noviembre y unas
33 veces por encima de su valor a comienzos del año, según DolarToday.com, un
sitio web muy consultado que monitorea el dólar paralelo.
La
gráfica de dos años del tipo de cambio parece la trayectoria de un avión que
despega.
Debido
a controles sobre las divisas impuestos originalmente por el entonces
presidente Hugo Chávez, los ciudadanos y las empresas privadas tienen
dificultades para comprar dólares por medio de los canales oficiales que se
utilizan para pagar las importaciones, lo cual genera el tipo de cambio
paralelo —e ilegal—.
El
elevado costo de los dólares, a su vez, ha provocado que las importaciones sean
aún más caras, lo cual se refleja en precios más altos al menudeo. Los
autobuses públicos, los camiones de basura y las ambulancias en mal estado
permanecen fuera de servicio más tiempo —o para siempre— por falta de piezas de
repuesto importadas.
No
obstante, la caída del bolívar también implica que quienes ganan en dólares
pueden vivir como reyes.
Una
tarde reciente en La Esquina, uno de los restaurantes más caros de la capital,
muchos de los platillos estaban en entre 100.000 y 200.000 bolívares, una
fortuna en un país donde el salario mínimo mensual es de 177.507 bolívares.
Pero esa cifra, con el tipo del cambio del viernes, equivale a unos 2,5 dólares
del mercado negro.
La
escasez de dinero en efectivo —y la enorme cantidad de billetes que se devalúan
rápidamente y se requieren para comprar hasta los artículos más baratos— ha
acelerado la banca digital en Venezuela. Las transacciones con tarjetas de
crédito y débito o las transferencias bancarias por internet son cada vez más
comunes, incluso en los mercados callejeros.
Sucede
lo mismo con el trueque. Sandoval, el crítico literario, comentó que hace poco
una secretaria de su universidad le ofreció cambiarle harina pan por jabón de
tocador.
El
efectivo sigue siendo demandado en muchos lugares, sobre todo para transporte
como taxis. Aunque Sandoval señaló que con los años ha logrado establecer
vínculos con una red de choferes de taxis quienes confían lo suficiente en él
como para permitirle pagos por medio de transferencias bancarias, con eso
asegura su transportación mientras corre de trabajo en trabajo y de cita en
cita.
Tiene
una vida atareada para lograr pagar las cuentas: además de sus dos trabajos en
universidades y un cargo en una casa editorial, ha tomado una serie de trabajos
independientes, entre ellos la edición de una novela y dar clases en talleres
de escritura creativa.
Los
venezolanos llaman este tipo de trabajo adicional “matar un tigre”. Y Sandoval
está matando tigres a diestra y siniestra. Sin embargo, no hay descanso.
“Con
esta situación, todo se ha vuelto mucho más difícil”, mencionó.
A
pesar de todo el trabajo adicional que ha tomado, su poder adquisitivo se
desploma en una espiral en caída libre. Hace una década, el cheque de la
universidad cubría los gastos de la casa, la comida y la hipoteca, y le quedaba
un poco más para comprarse un par de pantalones o de zapatos.
“Ahora,
para comprar un par de zapatos, debo juntar dos pagos bisemanales y esperar que
no se rompa un bombillo”, afirmó.
Su
esposa, quien tiene nacionalidad española y venezolana, quiere mudarse a
España, pero él se resiste. Teme que, a pesar de todo, pueda extrañar a
Caracas. “Moriría espiritualmente”, explicó.
“Esto
tiene que cambiar en algún momento”, dijo en referencia a la crisis. “No sé
cómo, pero tiene que cambiar”.
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