jueves, 7 de diciembre de 2017

Ante la creciente inflación, una ‘carrera de sobrevivencia’ en Venezuela, por @KirkSemple ‏



KIRK SEMPLE 06 de diciembre de 2017

De todas las concesiones que Carlos Sandoval ha tenido que hacer durante la crisis económica de Venezuela, tal vez ninguna ha sido tan difícil como renunciar a los libros.

Sandoval se define como bibliófilo —“Mi vida es la literatura”, comentó— y es uno de los críticos literarios más reconocidos de Venezuela además de ser profesor en dos de las mejores universidades del país.

Sin embargo, ya no puede costear los libros. “Es el peor sacrificio”, se lamentó.

La crisis económica del país ha afectado a la gran mayoría de los 30 millones de venezolanos.

La nación está al borde de —o, según algunos indicadores, ya está inmersa en— un periodo de hiperinflación, con un índice inflacionario acumulado de más de 800 por ciento, según las estimaciones de octubre. El pronóstico del Fondo Monetario Internacional para el próximo año es que la tasa será superior al 2300 por ciento.

Es una economía en la cual la tarifa por hora de un estacionamiento subió durante las dos horas que le tomó a un comprador hacer algunas diligencias.

Los venezolanos de todas las clases socioeconómicas han sufrido graves cambios en sus vidas debido a los elevados costos que persisten entre una profunda escasez de alimentos y medicinas, el colapso de servicios públicos y el sistema de salud, y el crimen rampante. Mientras tanto, el poder adquisitivo ha caído en picada, pues el aumento de los salarios reales ha quedado muy rezagado en relación con los precios.

No obstante, costear las cosas apenas es uno de los muchos desafíos; otro es encontrar la manera para poder pagarlas. El bolívar escasea y encontrar un puñado de billetes se ha vuelto una de las pesadillas diarias. La gente se ve obligada a soportar largas filas en los cajeros automáticos para sacar cantidades que, máximo, equivalen a unos diez centavos de dólar: lo mínimo para poder comprar un pasaje de ida y vuelta en el transporte público.

La convulsión económica ha llevado a las familias —tanto a las pobres como a las pudientes— hacia una encrucijada con decisiones muy difíciles, ha generado una incertidumbre artera sobre cómo transcurrirá cualquier día y ha convertido las tareas más básicas en increíbles proezas de resistencia.

“Algo tan sencillo como sacar dinero del cajero automático, comprar un café o tomar un taxi se ha convertido en una carrera de sobrevivencia”, mencionó Sandoval.

En Venezuela, hay personas que han comenzado a comparar las dificultades que viven con las de los países que están en guerra. Sin embargo, el deterioro ha sido menos dramático y más artero. De hecho, a primera vista, la gravedad de la situación podría no ser tan evidente para un recién llegado.

Desde lejos, Caracas se parece a cualquier otra capital del mundo en vías de desarrollo: calles atestadas de tráfico, gente yendo deprisa al trabajo, tiendas abiertas y clientes que compran, como si los engranajes de la maquinaria de la vida diaria no dejaran de girar.

Pero, si se observa de cerca, esas impresiones iniciales se derrumban rápidamente para revelar una sociedad que está colapsando y gente que lucha por tener el control de sus vidas y poder sobrevivir cada día.

El gobierno del presidente Nicolás Maduro dejó de publicar los datos mensuales sobre la inflación hace unos dos años. Sin embargo, la Asamblea Nacional controlada por la oposición, cuya información económica por lo general está alineada a los análisis de los economistas privados, afirmó que el índice inflacionario llegó al 45,5 por ciento en octubre, en comparación con el 36,3 del mes anterior; esto coloca a Venezuela en el umbral de la hiperinflación porque se suele considerar que ese fenómeno empieza a partir del 50 por ciento mensual.

No obstante, las condiciones hiperinflacionarias ya existían, según los economistas, en particular porque los precios de algunos bienes y servicios clave se han disparado por encima de ese porcentaje mes con mes, lo cual los deja fuera del alcance de un número cada vez mayor de personas.

El estrés y los costos golpean con más fuerza a la gente de menos recursos; las posibilidades de supervivencia se miden en centavos de dólar.

Beatriz, de 53 años, trabajó durante dos décadas como enfermera en Caracas, un trabajo que le fascinaba. A pesar de que ganaba apenas un poco más del salario mínimo, era lo suficiente para que ella y sus cinco hijos llegaran a fin de mes.

“La comida nunca fue un problema”, comentó Beatriz, quien, como muchas de las personas que fueron entrevistadas para este artículo, solicitó que no se usara su apellido por temor a represalias del gobierno como consecuencia de sus críticas sobre la situación económica.

Hace varios años, Beatriz fue despedida de su empleo cuando empeoró la economía. Encontró trabajo en el personal de limpieza de una empresa internacional de publicidad con sede en Caracas con lo que gana más o menos lo mismo que cuando era enfermera. Pero ya no le alcanza para cubrir las necesidades básicas de su casa pese a que en el hogar ya solo hay tres personas: ella, uno de sus hijos y su madre enferma de 76 años, quien padece hipertensión.

“Debemos escoger entre las medicinas y la comida”, dijo Beatriz.

Ella, como muchos venezolanos de pocos recursos, ha eliminado de forma gradual las comidas de su rutina diaria. Ahora come una vez al día, para la cena, que a menudo no consiste más que en un poco de arroz y frijoles.

“Parece mentira, pero no lo es”, opinó. “No se trata de vivir. Se trata de sobrevivir”.

Una encuesta que realizó un grupo de universidades nacionales reveló que en 2016, cerca del 80 por ciento de los venezolanos vivían en la pobreza.

En octubre, el costo de la canasta básica de alimentos para una familia de cuatro personas aumentó un 48 por ciento, según el Centro de Documentación y Análisis para los Trabajadores, una organización sin fines de lucro asociada con el sindicato de maestros. Los aumentos salariales han quedado muy rezagados ante el aumento de los bienes y servicios, lo que imposibilita que muchos consumidores puedan cubrir sus necesidades.

David, un peluquero de 42 años con tres hijos, comenzó a recortar sus gastos hace varios años. Primero, la familia dejó de tomar la vacación anual para visitar a sus parientes en Mérida, la ciudad natal de David. Después dejó de comprar ropa para sus hijos, algo que antes intentaba hacer cada dos semanas. La familia no ha ido al cine desde el año pasado; ese era un gusto que se daban regularmente.

Como otras personas que están cerca de la línea de pobreza, la familia de David es beneficiaria de los CLAP, el programa gubernamental con el que que se supone que reciben una caja mensual de comida subsidiada. Las entregas son cada vez menos frecuentes. Hace poco, una caja tenía dos kilos de frijoles negros, otros dos kilos de azúcar, un kilo de harina, cinco latas de atún y dos kilos de pasta.

“Para una familia de cinco, eso se acaba rápido”, afirmó, y agregó con tristeza: “No comemos mucho”.

David, como una gran cantidad de venezolanos, pasa mucho tiempo esperando en las filas para comprar los productos básicos cuando están disponibles. El otro día se despertó antes de las cinco de la mañana y estuvo formado casi dos horas y media para comprar un bote de aceite vegetal. Para cuando llegó al principio de la fila, se habían acabado las provisiones.

Por la forma en que narró la historia durante una mañana en la peluquería donde trabaja, no parecía molesto ni furioso: solo resignado. “Parece algo que saldría en una película en la que te acostumbras a ciertas cosas a las que no deberías estar acostumbrado”, mencionó.

“Hacer fila te deteriora la mente, te deteriora el pensamiento, la capacidad de crear”.

Algo que ha agravado el problema es que la cotización del bolívar contra el dólar ha ido en caída libre. El 1 de diciembre, el dólar de mercado negro rondaba los 103.024 bolívares, el doble de lo que costaba a principios de noviembre y unas 33 veces por encima de su valor a comienzos del año, según DolarToday.com, un sitio web muy consultado que monitorea el dólar paralelo.

La gráfica de dos años del tipo de cambio parece la trayectoria de un avión que despega.

Debido a controles sobre las divisas impuestos originalmente por el entonces presidente Hugo Chávez, los ciudadanos y las empresas privadas tienen dificultades para comprar dólares por medio de los canales oficiales que se utilizan para pagar las importaciones, lo cual genera el tipo de cambio paralelo —e ilegal—.

El elevado costo de los dólares, a su vez, ha provocado que las importaciones sean aún más caras, lo cual se refleja en precios más altos al menudeo. Los autobuses públicos, los camiones de basura y las ambulancias en mal estado permanecen fuera de servicio más tiempo —o para siempre— por falta de piezas de repuesto importadas.

No obstante, la caída del bolívar también implica que quienes ganan en dólares pueden vivir como reyes.

Una tarde reciente en La Esquina, uno de los restaurantes más caros de la capital, muchos de los platillos estaban en entre 100.000 y 200.000 bolívares, una fortuna en un país donde el salario mínimo mensual es de 177.507 bolívares. Pero esa cifra, con el tipo del cambio del viernes, equivale a unos 2,5 dólares del mercado negro.

La escasez de dinero en efectivo —y la enorme cantidad de billetes que se devalúan rápidamente y se requieren para comprar hasta los artículos más baratos— ha acelerado la banca digital en Venezuela. Las transacciones con tarjetas de crédito y débito o las transferencias bancarias por internet son cada vez más comunes, incluso en los mercados callejeros.

Sucede lo mismo con el trueque. Sandoval, el crítico literario, comentó que hace poco una secretaria de su universidad le ofreció cambiarle harina pan por jabón de tocador.

El efectivo sigue siendo demandado en muchos lugares, sobre todo para transporte como taxis. Aunque Sandoval señaló que con los años ha logrado establecer vínculos con una red de choferes de taxis quienes confían lo suficiente en él como para permitirle pagos por medio de transferencias bancarias, con eso asegura su transportación mientras corre de trabajo en trabajo y de cita en cita.

Tiene una vida atareada para lograr pagar las cuentas: además de sus dos trabajos en universidades y un cargo en una casa editorial, ha tomado una serie de trabajos independientes, entre ellos la edición de una novela y dar clases en talleres de escritura creativa.

Los venezolanos llaman este tipo de trabajo adicional “matar un tigre”. Y Sandoval está matando tigres a diestra y siniestra. Sin embargo, no hay descanso.

“Con esta situación, todo se ha vuelto mucho más difícil”, mencionó.

A pesar de todo el trabajo adicional que ha tomado, su poder adquisitivo se desploma en una espiral en caída libre. Hace una década, el cheque de la universidad cubría los gastos de la casa, la comida y la hipoteca, y le quedaba un poco más para comprarse un par de pantalones o de zapatos.

“Ahora, para comprar un par de zapatos, debo juntar dos pagos bisemanales y esperar que no se rompa un bombillo”, afirmó.

Su esposa, quien tiene nacionalidad española y venezolana, quiere mudarse a España, pero él se resiste. Teme que, a pesar de todo, pueda extrañar a Caracas. “Moriría espiritualmente”, explicó.

“Esto tiene que cambiar en algún momento”, dijo en referencia a la crisis. “No sé cómo, pero tiene que cambiar”.

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