Yedzenia Gainza 01 de diciembre de 2018
Mientras
prácticamente en todo el mundo cientos de millones de niños se diviertían
jugando con sus regalos de Navidad, en este rincón de América Latina una niña
llamada Valeria, de apenas nueve años se ajustaba el cinturón para ir a casa de
su mamá en compañía de su tía y dos amigas.
Cuando
llevábamos unos diez minutos rodando, Valeria hizo la pregunta más común entre
los venezolanos, pero la que jamás imaginamos podía pasarle por la cabeza a una
criatura que apenas estudia cuarto de primaria:
–¿tía, a cómo está el dólar hoy?
Después
de unos segundos de estupefacción y una sonrisa, le pregunté a la niña por qué
quería saber lo que cuesta un dólar. Respondió que el Niño Jesús le había traído uno y ella quería
saber cuánto dinero tenía ahora.
Después
de otra sonrisa y un cruce de miradas entre su tía y yo le dije que ese día el
dólar costaba ciento doce mil bolívares.
–¿Y
eso es mucho dinero?
–No,
linda, eso aquí es nada para unas cosas, pero mucho para otras. Verás, con ese
dólar puedes comprar medio cartón de huevos, o bueno, podrías comprar un
paquete de cuatro Cocosettes y un refresco.
–Pero
entonces no es mucho dinero.
–Claro
que no, es poquito. Para que te hagas una idea, ese dólar que tienes es más que
lo que gana una persona que trabaje aquí durante más de dos semanas.
–¿Esto?
¿Dos semanas?
–Sí,
eso. Dos semanas.
–¿Entonces
no puedo cambiarlos para tener dinero?
–Valeria,
lo mejor que puedes hacer con ese dólar es guardarlo porque cada vez valdrá
más. Todo lo que tengas ahorrado en dólares, sigue guardándolo, no lo cambies.
En este momento no te va a servir de nada. Guarda ese dólar como un tesoro y
separa tus ahorritos, usa los que tengas en bolívares, compra chucherías si
quieres y deja los dólares para el futuro.
La
niña me miró con cara de “no era
necesaria la clase de Economía” y luego sonrió diciendo que ahora sus ahorros
eran en dólares.
–¡Valeria!
–¿Sí?
–Ni se
te ocurra decir que tienes ahorros en dólares.
–Está
bien.
Llegamos
a mi destino y nos despedimos. Mientras ella se alejaba mirando por la ventana
del carro, me puse a recordar qué cosas pensaba yo cuando tenía nueve años y
cómo eran mis ahorros. Tenía un cochinito enorme, rosado (el color no lo escogí
yo, calma), al que le metía todo lo que me sobraba de la merienda escolar. Mi
papá todos los días paraba el carro en la puerta de la escuela y me daba un
fuerte, un fuerte de verdad, una moneda grandota que valía cinco bolívares. Yo
gastaba como mucho tres, siempre me quedaba suficiente para comprar chucherías,
prestarle a mi hermano mayor cuando gastaba más y alimentar la alcancía. Cuando llegaba diciembre era el
momento de romper el cochinito, contar el dinero y hacer planes con esos
ahorros. Me sentía rica aunque no tenía dólares, ni sabía lo que era un dólar.
Mi moneda era el bolívar y ese era el que me importaba. Si juntaba muchas
puyas, varios mediecitos o algunos reales (monedas de cinco, veinticinco y
cincuenta céntimos) podía comprarme un helado o un puño de caramelos vaquita.
El único problema que tenía era la no muy agradable cara del heladero cuando
después de meterme de cabeza en el carrito para escoger mi Supertornado, le
entregaba un montón de puyas. Mi mamá me mandaba caminando al banco con un
recibo firmado y ciento veinte bolívares para pagar el préstamo con el que se
había comprado la casa en la que vivíamos, una casa que costó doscientos veinte
mil bolívares, es decir, la quinta parte
de lo que pagué hoy por una bolsa de plástico para meter la compra en el
supermercado.
Valeria
guarda su dólar con ilusión sin saber si pronto podrá contar a sus nuevas
compañeras de clase que eso es lo que en su país gana una persona durante una
quincena. Valeria comienza a entender que nació en una Venezuela arruinada de
la que su familia comienza a salir para darle a sus primas una vida mejor.
Todavía no lo sabe, sus padres aún no le han dicho que ella y su hermana son
las siguientes.
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