miércoles, 3 de enero de 2018

Día 13: Calle cerrada, por @yedzenia



Yedzenia Gainza 01 de enero de 2018

Han pasado trece días y todavía no he podido dedicarme a visitar a amigos ni familiares. Apenas he visto a un tío (producto de una encerrona de mi madre que echó por tierra cualquier plan para sorprenderlo) y a una prima que en este viaje fue mi cómplice.

Cada vez que coincide mi visita con la Navidad, me callo la fecha. No me gusta que sepan cuándo llego y tampoco cuándo me voy. Es una especie de promoción por tiempo limitado. Intento organizarme de la mejor forma posible y realizar visitas sorpresa. Sin embargo, esta vez es distinto, queda muy poca gente qué visitar, pues la mayoría se ha ido del país. Como he contado en varias ocasiones, estamos desparramados por el mundo, pero antes daba igual si el resto del año estábamos en Canadá, Italia, España, Argentina, etc., en diciembre todos coincidíamos en la casa de nuestros padres para celebrar la Navidad.

Resulta que este año son más los que se han ido que los que quedan. De hecho, muchos de los que viven este desastre son los padres, abuelos o hijos muy pequeños de quienes emigraron para poder ganar lo suficiente que permita llenar la nevera con algo más que jarras de agua. Si a las ausencias le sumamos la inseguridad, la falta de gasolina, las enormes colas en los supermercados y las interminables diligencias que ocupan el día de todos, las sorpresas se han reducido drásticamente y su lugar es ocupado por la tristeza de no saber cuándo volveré a ver esos rostros. Toca conformarse con el teléfono, pero eso ya lo hago a diario.

Una de las sorpresas frustradas fue cuando intenté ir la casa de un amigo al que siempre encuentro, no importa la hora. Él siempre está allí con una sonrisa encantadora que hace juego con su tímida mirada y su suave voz. Pasé por su barrio una tarde y en el carro di vueltas sin parar buscando por dónde entrar a su calle, una calle que me sé de memoria desde que tengo dieciséis años. No hubo forma de entrar, está blindada por todos lados y un impenetrable sistema de seguridad me impedía improvisar. Me quedé esperando a que llegara algún vecino para explicarle quién era y a quién iba a visitar, pero evidentemente nadie se fía de un vehículo desconocido y mucho menos si está estacionado esperando que se abra la puerta.  Tampoco era inteligente quedarme allí mucho rato, eso sería tentar demasiado a la delincuencia. Quedaba  la opción de llamar a mi amigo, pero además de arruinar la sorpresa, no tenía su número, nunca hemos sido de llamarnos con frecuencia, todo lo dejamos siempre a un abrazo un día cualquiera bajo una mata de mango y la mirada atenta de sus gatos.

Mientras se me ocurre un plan para entrar a la calle blindada, espero vencer el monopolio de las diligencias diarias y ver a toda la gente que quiero y todavía no se ha ido. Pero sobre todo, espero que pronto acabemos con esta tiranía asesina que sigue destruyendo nuestra tierra y nos ha obligado a vivir los momentos más catastróficos de nuestra historia.

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