Yedzenia Gainza 01 de enero de 2018
Han
pasado trece días y todavía no he podido dedicarme a visitar a amigos ni
familiares. Apenas he visto a un tío (producto de una encerrona de mi madre que
echó por tierra cualquier plan para sorprenderlo) y a una prima que en este
viaje fue mi cómplice.
Cada
vez que coincide mi visita con la Navidad, me callo la fecha. No me gusta que
sepan cuándo llego y tampoco cuándo me voy. Es una especie de promoción por
tiempo limitado. Intento organizarme de la mejor forma posible y realizar
visitas sorpresa. Sin embargo, esta vez es distinto, queda muy poca gente qué
visitar, pues la mayoría se ha ido del país. Como he contado en varias
ocasiones, estamos desparramados por el mundo, pero antes daba igual si el
resto del año estábamos en Canadá, Italia, España, Argentina, etc., en
diciembre todos coincidíamos en la casa de nuestros padres para celebrar la
Navidad.
Resulta
que este año son más los que se han ido que los que quedan. De hecho, muchos de
los que viven este desastre son los padres, abuelos o hijos muy pequeños de
quienes emigraron para poder ganar lo suficiente que permita llenar la nevera
con algo más que jarras de agua. Si a las ausencias le sumamos la inseguridad,
la falta de gasolina, las enormes colas en los supermercados y las
interminables diligencias que ocupan el día de todos, las sorpresas se han
reducido drásticamente y su lugar es ocupado por la tristeza de no saber cuándo
volveré a ver esos rostros. Toca conformarse con el teléfono, pero eso ya lo
hago a diario.
Una de
las sorpresas frustradas fue cuando intenté ir la casa de un amigo al que
siempre encuentro, no importa la hora. Él siempre está allí con una sonrisa
encantadora que hace juego con su tímida mirada y su suave voz. Pasé por su
barrio una tarde y en el carro di vueltas sin parar buscando por dónde entrar a
su calle, una calle que me sé de memoria desde que tengo dieciséis años. No
hubo forma de entrar, está blindada por todos lados y un impenetrable sistema de
seguridad me impedía improvisar. Me quedé esperando a que llegara algún vecino
para explicarle quién era y a quién iba a visitar, pero evidentemente nadie se
fía de un vehículo desconocido y mucho menos si está estacionado esperando que
se abra la puerta. Tampoco era
inteligente quedarme allí mucho rato, eso sería tentar demasiado a la
delincuencia. Quedaba la opción de
llamar a mi amigo, pero además de arruinar la sorpresa, no tenía su número,
nunca hemos sido de llamarnos con frecuencia, todo lo dejamos siempre a un
abrazo un día cualquiera bajo una mata de mango y la mirada atenta de sus
gatos.
Mientras
se me ocurre un plan para entrar a la calle blindada, espero vencer el
monopolio de las diligencias diarias y ver a toda la gente que quiero y todavía
no se ha ido. Pero sobre todo, espero que pronto acabemos con esta tiranía
asesina que sigue destruyendo nuestra tierra y nos ha obligado a vivir los
momentos más catastróficos de nuestra historia.
Tomado de: http://yedzeniagainza.com/calle-cerrada/
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