Yedzenia Gainza 03 de enero de 2018
Han
pasado dos semanas desde que comenté por aquí la escasez de leche y azúcar que
impide algo tan sencillo como desayunar con una cremosa taza de café con leche
humeante y lleno de cariño. Durante estos días el cariño ha sido el mejor
azúcar para los guayoyos de mi mamá, lo cual no ha impedido que cada vez que
salimos de casa, todos busquemos leche.
No es
una obsesión, pero casi. La leche no es un capricho para ponerle al café, es
indispensable en las familias donde hay niños, de manera que cada quien hace lo
que puede para encontrarla y rendirla al máximo. Cada vez que mantengo una
conversación con alguien, extraño el momento en el que me ofrecen un cafecito
con leche. Sé que mis interlocutores también, pero todos nos hacemos los locos
y seguimos hablando.
Esta
tarde estuve con alguien a quien conozco desde la adolescencia. Llevábamos rato
hablando y nos provocó un café. Bajamos al cafetín del edificio donde nos
encontrábamos y pedimos dos “blanquitos”. Recibimos por cuarenta mil bolívares
(el veinte por ciento de la pensión de un jubilado) dos tazas de café con leche
con la característica espuma que no necesita dibujos porque con las burbujitas
basta. Las tazas venían así, a secas, sin platico porque “no había”, es decir,
en la camarera no había ganas de lavar dos platos y la forma de evitarlo era no
permitir que se ensuciaran. Obviamente no nos dieron sobre de azúcar, ni
siquiera un bote con el cual echarnos un poquito. La desganada camarera
preguntó si queríamos y ella misma se encargó de distribuir dos cucharaditas
rasas entre ambas tazas.
Acompañamos
el café con unas galletas que mi amiga traía en el bolso. Aquí ningún negocio
llama la atención a un cliente por traer consigo algo que ellos no tienen
disponible. Disfrutamos de la merienda en una cafetería que contaba seis
personas (camarera y cajero incluidos), algo inimaginable en un lugar donde por
lo general había que hacer piruetas para ser atendido porque la cantidad de
clientes a cualquier hora era par a la barra de una discoteca un sábado por la
noche.
Salí
de la cafetería y me fui a la caza de alimentos en el supermercado. A día de
hoy el kilo de pimentón (verde y con los días, más bien, las horas contadas)
cuesta doscientos mil bolívares, la pensión de un mes de cualquier jubilado que
tenga la suerte de agarrar número a las tres de la mañana en la puerta de un
banco que no comienza a atender hasta las once. Allí los dejé asumiendo el
riesgo de no volver a encontrarlos por debajo de ese precio. Di vueltas por el
supermercado buscando algo de eso que no se consigue y temiendo que la cola me
hiciera salir cuando ya no quedara ni rastro de sol.
¡Bingo,
leche en polvo! Una sola marca, nada de escoger, eso es una suntuosidad absurda
del capitalismo salvaje. Paquetes de novecientos gramos que engañan con la
falsa ilusión de pagar doscientos setenta mil bolívares el kilo cuando en
realidad son trescientos mil. Sí, trescientos mil bolívares. Vendían dos bolsas
por persona y, como andaba acompañada, agarré cuatro que luego distribuimos
entre los más cercanos. Cuando llevas algo así en el carrito, toca ponerle un
montón de cosas encima para impedir que alguno meta mano y se lleve lo que
probablemente haya desaparecido de los anaqueles, pues cuando encontré las
mías, quedaba una treintena.
Cuando
me acerqué con el precioso contenido a la cola para pagar que mi acompañante
llevaba rato haciendo, podría pensarse que la misión había sido cumplida,
faltaba una tontería: esperar a ser llamado, poner los productos, pagar e irse.
Pero no, no es tan sencillo.
Después
de una hora y tres minutos de espera, llegó mi turno. Las compras no deben
superar los dos millones de bolívares, por lo que en caso de superar la cifra,
hay que retirar productos que pasarán en otra operación que requiere
identificarse con el número de documento de identidad, confirmar el nombre,
pasar la tarjeta, colocar la huella dactilar, dar el tipo de cuenta bancaria,
repetir el número de documento de identidad, confirmar el monto, insertar la
clave y esperar que el sistema de pago funcione para no tener que empezar desde
el principio con esa compra, ya que obviamente al pasar el pico que supere la
cantidad antes señalada, hay que hacer todo de nuevo.
Una
vez finalizado el pago, hay que tener a mano todos los tiques para que antes de
salir del supermercado una persona constate que los productos de carrito y
tique coinciden, coloque un sello y por fin se lleve a cabo el extraordinario
fenómeno de un cliente abandonando un supermercado con los productos que acaba
de pagar.
Alegría,
algo de sol me esperaba en el estacionamiento. Mañana tomaré café con una leche
que durará mucho menos que la rabia de vivir esto.
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