Yedzenia Gainza 11 de enero de 2018
Venezuela
en este momento es lo más parecido a la planta de salidas de cualquier
aeropuerto, pero no al de cualquier ciudad, sino al de una zona de guerra. Se
va todo el que puede. Las desgarradoras despedidas se multiplican a diario y
cada vez las maletas se van más vacías porque muchos venden hasta la ropa a fin
de reunir un poquito más de dinero que les acompañe a su nuevo destino. La
sensación del que se va ahora es muy diferente a la del que lo hizo hace diez o
veinte años. Antes se iba quien quería, adonde quería y de la mejor
manera, ahora se va el que puede, adonde
puede y como puede.
Los
viajes en autobús de Caracas a Santiago de Chile pasaron de ser una aventura de
locos a una necesidad de cuerdos. Los pasajes en avión son demasiado caros para
el poder adquisitivo de los emigrantes y ya no hay mucho donde escoger, pues
Maiquetía está más cerca de ser un cementerio abandonado que del principal
aeropuerto de este pobre país rico.
El
tiempo ha sido implacable y no me ha permitido ver al primer emigrante del 2018
sino hasta pocas horas antes de su partida. El primer emigrante del 2018 no lo
es por ser el primero en recibir un
sello de salida de este país, sino porque de los pocos amigos que me quedan
aquí, él es quien inaugura las despedidas de este año.
En
Venezuela organizarse no significa hacer planes, sino tener la habilidad de
adaptarse a las circunstancias para cumplir la mayor cantidad de compromisos
posibles. A lo largo de una jornada hay que recalcular la ruta a cada rato y,
lastimosamente, no siempre se puede hacer otra cosa que aplazar asuntos
importantes.
Cuando
comenzaba a caer la noche me dieron la cola para la casa de mi amigo, el
usufructuario de la azotea con una de las mejores vistas de la ciudad. En medio
de una ola de emociones tuvimos que adecuarnos al momento, lo cual por lo menos
a mí me sirvió para concentrarme en resolver pendientes que impedían el paso a
lágrimas de adiós. Mi paciente y gran amigo tuvo la generosidad de conformarse
con un rato en el que mi aporte a su viaje fue lo que mejor se me da: hacer las
maletas.
En
menos de una hora embalé veintitrés kilos de zapatos, camisas y parte de su
vida en una, mientras que en otra sus pantalones custodiaban las botellas de
ron necesarias para combatir la nostalgia cada vez que el frío del fin del
mundo afecte su fascinante espíritu tropical. Casi no hablamos, yo daba órdenes
que él obedecía sin rechistar sabiendo que si terminábamos rápido podríamos
subir a ese lugar donde hemos sido tan felices. Mientras él se movía por casa como
gallina sin cabeza para acercarme todo lo que le pedía, yo sudaba como si
estuviera corriendo en el gimnasio. ¡Lo conseguimos! Todo estaba embalado y
podíamos subir tranquilos a la que llamamos terraza.
Hablamos
demasiado poco para lo que nos habría gustado. Como siempre, dejamos cuentos
mochos que algún día retomaremos. Yo miraba alrededor la espléndida ciudad que
me vio nacer y trataba de decirle que me sigue pareciendo la más bonita del
mundo aunque luzca sucia y maltratada. Nos abrazamos diciéndonos cosas bonitas,
pero no demasiado (para soslayar la tristeza), al tiempo que pasaba por mi
cabeza un tráiler de las noches que compartimos comida china, nos reímos, vimos
películas y aviones hasta quedarnos dormidos bajo las estrellas que nos
custodiaban.
Dice
que volverá, pero yo no le creo. Algún día nos veremos de nuevo, de eso sí
estoy segura. Y me gustaría mucho que fuera en esa terraza que nunca
disfrutarán los vecinos envidiosos incapaces de entender el significado de la
amistad más allá de las fronteras, más allá del tiempo y de los silencios.
Algún día volveremos a estar todos juntos y celebraremos viendo las luces de
nuestra querida Valencia. Algún día.
Buen
viaje, mi Ch.
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