Yedzenia Gainza 26 de enero de 2018
Los
días sin publicar se deben entre otras cosas a las batallas que aquí se libran
a diario y a la falta de electricidad, internet o tiempo para sentarme frente
al teclado a contar lo vivido durante la jornada.
Muchas
veces me veo escribiendo a las tres, cuatro o cinco de la mañana, lo cual
significa que en Europa muchos ya van por el segundo o tercer café mientras a
mí me queda el tiempo justo para una siesta que me permita seguir con el
correcorre, porque en este país todo es una carrera contrarreloj, todo se hace
intentando rasguñarle un poco de ventaja al tiempo.
Dicen
que nadie sabe de lo que es capaz hasta que lo hace. Y lo cierto es que cuando
una persona querida está en peligro, podemos terminar haciendo cosas que jamás
imaginamos, podemos vernos envueltos en desagradables situaciones mientras
hacemos lo que está en nuestras manos para salvar una vida sin que luego
tengamos que avergonzarnos contándolo al beneficiado. Así ha transcurrido la
mayor parte de estos días.
Además
de las armas de fuego, la falta de comida y medicinas son las responsables de
las muertes de este país. El empeño del régimen por impedir el acceso a
medicinas dificulta a cualquiera llevar una vida tan normal que a la hora de
una gripe se pueda encontrar sin problemas un analgésico. Si a eso le sumamos
un serio y repentino problema de salud, las posibilidades de supervivencia se
reducen a niveles que los creyentes califican como milagro. Tener a un ser
querido en la unidad de cuidados intensivos de un centro de salud otorga la
forzosa acreditación para convertirse en una especie de traficante. Debes
llamar al conocido del amigo del amigo de un amigo que te cita a una
determinada hora en un lugar que parece cualquier cosa menos una droguería
donde, si tienes suerte y el dinero necesario, la ampolla de la que depende la
vida en peligro está a tu alcance. Debes intercambiar una serie de mensajes en
los que la insistencia y la gravedad del asunto logren despertar un vestigio de
humanidad en tu interlocutor que a su vez consultará con el bachaquero
especialista para que lo autorice a darte su teléfono. Después de esa primera
gestión hay que pasar la lista de los medicamentos que urgen mientras recibes
otra con el precio de cada unidad. Toca luego transferir el dinero y estacionar
en un lugar en el que el “vendedor” te hará entrega de ampollas (generalmente
de uso hospitalario), cápsulas, tabletas o cualquier presentación de esa
medicina que no se encuentra en ninguna parte, salvo en el uniforme de enfermeras
infames que por ofrecerlas a menos precio que un traficante piensan que son
mejores seres humanos y merecedoras de una estatua en la plaza Bolívar, no
importa si para ello algún paciente murió sin saber que la dosis de su medicina
estaba en la mochila de algún médico importado por la dictadura o guardada en
el bolsillo de esa maldita mujer vestida de blanco con mejores planes que
dejarlo vivir.
La
ventaja de la gasolina barata permite pasar horas dando vueltas por la ciudad
enseñando un desvencijado informe médico que en las farmacias miran con lástima
porque temen el destino del paciente al que no pueden venderle lo que desde
hace años no tienen. Se improvisa un
centro de operaciones en cualquier lugar donde a varias bandas se mantienen
tanto conversaciones con traficantes de distintas ciudades, como con amigos en
el extranjero que intentan explicar a los farmaceutas del país donde se
encuentran que se trata de un caso de vida o muerte y que el médico firmante no
está colegiado allí porque por desgracia para él (y por suerte para los
pacientes), sigue trabajando en un país donde cada día es más difícil seguir
vivo. Si se consigue fuera, hay que gestionar un sistema lo suficientemente
seguro y discreto como para que los delincuentes que cuidan nuestras fronteras
no conviertan el esfuerzo en sal y agua. Si se consigue en otra ciudad, toca
pedir ayuda a una persona de máxima confianza para que asuma la responsabilidad
de bajarse en una panadería, por ejemplo, esperar a ciegas a ser abordada por
un desconocido (del que apenas sabe el color de la camisa) que le entregue un
paquetico envuelto en papel de aluminio y retirarse del lugar sin revisar y
sintiéndose compradora de cocaína.
En
estos días, al igual que cientos de miles de personas en este país, he tenido que
lidiar con gente de la peor calaña para poder conseguir medicinas. Tuve buena
suerte, cuando llegó el momento no hice nada de lo que deba avergonzarme, las
circunstancias no me obligaron a comprar medicamentos donados a terceros o
robados a alguien ingresado en un hospital público. Conseguimos todo lo que
necesitábamos obviamente gracias al esfuerzo de amigos, familiares, incluso de
desconocidos que desinteresadamente aportaron lo que tenían aunque estuviese
caducado. Tuvimos que comportarnos como traficantes en un país donde los narcos
son los que gobiernan y se recrean viendo la miseria que crearon en nombre de
una falsa revolución mientras millones de ciudadanos decentes se juegan a
diario el pellejo para sobrevivir a tanta porquería. No fue necesario hacer
algo indigno, pero no me atrevería a juzgar a quien ante la desesperación
termine llenando de dinero el bolsillo de una enfermera despreciable que, por
desgracia, no es la excepción.
Querida
amiga, ¡lo conseguimos! Le ganamos a la muerte, le ganamos a la podredumbre y a
la desvergüenza. Pronto también le ganaremos a la dictadura. Lo mejor de todo
es que estarás aquí para verlo y no tenemos ningún motivo para agachar la
cabeza.
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