Alfredo Herrera Flores 27 de enero de 2018
No es
necesario que repita esa frase de presentación cada vez que se acerca a un
transeúnte para ofrecer sus arepas. El hombre tiene algo más de cuarenta años,
grueso, de tamaño promedio, lleva una gorra y una casaca deportiva con los
colores de su país y carga al frente una caja conservadora donde tiene las
arepas que ha preparado esa mañana en la casa pensión donde se ha instalado. No
es necesario que diga que es venezolano porque con ese atuendo y su acento al
hablar no podría ser de otro lugar, pero la frase tiene una carga emotiva que va
mucho más allá de un simple saludo o presentación.
Se ha
ubicado en la primera cuadra de la calle San Agustín, a pocos pasos de la plaza
de armas, a donde no lo dejan entrar. No parece irle nada mal, su competencia
son una chilenas que venden “pancitos” salidos de una panadería financiada por
una ONG a favor de niños de zonas alejadas (la panadería está en la calle
Sucre), unas argentinas que venden bomboncitos de chocolate, unas tamaleras que
han puesto sus canastas en las puertas de unas librerías, una señora que vende
pan de Chapi y unas pocas vitrinas que ofrecen salteñas y sánguches en la misma
cuadra. Va y viene por esa única cuadra, donde ahora se ha instalado una feria
de libros.
Pero
claramente su saludo no sólo llama la atención de los transeúntes sino que
despierta algunas sensaciones y emociones que no es difícil reconocer entre
quienes se detienen a comprar las arepas (deliciosas tortillas de harina de
maíz que generalmente sirven para el desayuno; en Venezuela, como en Colombia,
las arepas se comen todo el día y en casi todos los platos) pero sobre todo a
robarle un par de palabras a ese extranjero que ya sabemos está entre nosotros
no como turista ni porque él quiso.
A
algunos les cuenta sobre su familia, su antiguo trabajo y su difícil decisión
de ganarse la vida preparando esa tortilla que al parecer todo venezolano sabe
hacer (me pregunto qué plato o comida sabe preparar cualquier peruano y podría
salvarlo de la miseria en otro país), y no falta alguien que sin ninguna
vergüenza le pregunta si es cierto todo lo que dice la prensa sobre su país,
sobre el presidente Maduro, el chavismo, la pobreza, las protestas, los
saqueos, las colas, los asesinatos y la riqueza y pobreza extremas. Da la
sensación de que en nuestro país no se conoce de estas cosas (¿tan pronto las
hemos olvidado?).
Hay
quienes terminan comprando las arepas con un sentimiento de solidaridad que
conmueve, y eso está bien, porque nuestro espíritu ha sido siempre solidario y
de ayuda a quien lo necesita. Pero esta presencia es sólo una más de las muchas
que ya se están notando en nuestra ciudad: hay venezolanos y venezolanas
atendiendo en restaurantes, llamando a clientes en las puertas de cevicherías
al paso, ofreciendo paseos por la ciudad en agencias de turismo. En Lima, donde
la presencia es mucho mayor, incluso están como cobradores de combis, que sin
menospreciar el oficio, es una ocupación que demuestra el drama que están
viviendo los venezolanos en nuestro país.
Durante
el desfile por el aniversario de Cerro Colorado, hace unas semanas en nuestra
ciudad, estuvo en el recorrido una familia venezolana, enarbolando su bandera y
dando pasos de su baile típico con una vestimenta para la ocasión, fueron muy
ovacionados. ¿Cuánto sabemos del drama del pueblo venezolano? ¿Cómo dimensionar
lo que tienen que pasar estos ciudadanos desde que deciden salir de su casa
hasta llegar a unos pasos de la nuestra? Al margen de estar de acuerdo o no con
el gobierno venezolano, ¿es justo que un ciudadano deba sobrevivir en un país
que no es el suyo? Hoy es la imagen del venezolano la que nos conmueve, en un
momento fue la nuestra, y aún hoy hay miles de peruanos sobreviviendo en Chile,
Argentina, España, Estados Unidos. Ellos también existen.
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