Ignacio Miranda 30 de enero de 2018
José
se levanta temprano alrededor de las siete am., se hace un desayuno y se sube a
su auto para comenzar un viaje de dos horas hasta el centro de South Beach, en
donde recurre a la agencia que le contrató para trabajar de housemen en un
famoso hotel de Miami. Antes de llegar a la ciudad, él era ingeniero en
#Venezuela y además poseía muchos restaurantes alrededor del país.
Con la
crisis venezolana en la era post Chavez, José tuvo que vender todas sus
propiedades y con el dinero se compró un pasaje de avión a #Estados Unidos.
Además, pudo juntar lo suficiente para comprarse un móvil y alquilarse una casa
por unos meses, hasta que algún trabajo le permita asentarse en el lugar.
La
situación de José es similar a la de muchos venezolanos que emigran hacia el
norte de América, entre sueños frustrados y ante el intento de evitar lo que se
avecina para ellos. Buscando sortear las devaluaciones y los secuestros a
familiares, a los venezolanos que trabajan en Estados Unidos siempre les
persigue su sombra y sus parientes dependen enteramente de ellos. A veces sin
siquiera saber ingles, ellos son contratados por hoteles o restaurantes que
necesitan gente en los rubros de limpieza, atención al cliente y mantenimiento
de mesas.
Según
cifras del Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR),
Venezuela se ha convertido el país con mayor número de peticiones de asilo a
Estados Unidos, situación que estos están manejando muy bien, brindando
servicios y facilitando el ingreso de los vinotintos al lugar, además de
ayudarles con refugios y comida para que no pasen hambre.
En busca de un mejor mañana
Seducidos
por los bajos salarios y las contrataciones ilegales, las cadenas hoteleras y
de comidas encuentran en los inmigrantes latinos el empleado perfecto al que lo
pueden explotar, pagándoles poco y (en muchos casos) despidiéndolos sin motivo
alguno. Con un seguro social y una tarjeta verde de ciudadanía falsas, los
inmigrantes pasan desapercibidos y son contratados por cualquier restaurante en
South Beach.
A
pesar de estar al tanto de sus irregularidades e ilegalidades, estos les dan
trabajo y algunos les cuidan, pero otros no. Las obras sociales son casi
inexistentes y las atenciones médicas son difíciles de afrontar puesto que la
gente como José gana poco. Además, José cuenta que el dinero que no lo usa para
el alquiler y la comida lo manda a Venezuela, en donde lo reciben sus padres
para poder sobrevivir en un país en el que la escasez de alimentos y productos
básicos es moneda corriente.
Otra
de las cosas que él no puede hacer es publicar su vida en las redes sociales,
ya que tiene miedo de que la gente del país donde nació sospeche de que tiene
plata y que intenten algo para atentar contra su familia, como por ejemplo
secuestrarlos.
En su
trabajo, José es metódico y cumple al pie de la letra con las tareas
establecidas. A pesar de no hablar muy bien el idioma, sus managers también son
latinoamericanos y él se siente en su casa. Las horas en el trabajo se las pasa
limpiando baños, ventanas y recogiendo la basura que encuentra en cada
habitación de los veinte pisos que posee el hotel. Además de venezolanos, en el
establecimiento se cruza con cubanos, haitianos y argentinos que forman una
asociación que podría ser confundida con la ONU.
Entre
múltiples acentos españoles José charla cuando puede con sus compatriotas.
Algunos le cuentan que tenían cadenas de restaurantes en Venezuela, otros que
trabajaban en empresas y otros en servicios audiovisuales. Muchos de sus
compañeros son licenciados y, a pesar de ello, tuvieron que venir a otro país,
dejar sus comodidades, abandonar parientes e intentar adaptarse a lo que les
tocó. A pesar de sus adversidades, José no se moja en la tormenta e intenta dar
lo mejor de sí.
Hora de irse
Cuando
el reloj marca las 18, el venezolano sabe que es hora de irse a casa y procede
a dirigirse al puesto de control en el subsuelo del hotel. Una vez allí, él
deja sus auriculares y su micrófono con el cual se comunica dentro del
departamento. Después de charlar con los jefes, José se va a su auto y emprende
el viaje de vuelta a su estudio en la pequeña Havana, un barrio conocido por sus
baratos alquileres y una seguridad media baja.
En el
trayecto se choca con edificios de lujo y yates que le hacen acordar a su vieja
vida, en donde nunca nada le faltaba y se daba placeres de todos los gustos. Al
ritmo de la salsa, José se acuerda de sus vinos y de sus parrilladas en familia
a la vez que canta como si nadie le estuviera viendo.
Una
vez llegado a su lugar, José reflexiona acerca de las situaciones que lo
colocaron allí y piensa que es afortunado de estar en Miami, ya que es una
ciudad que no parece Estados Unidos. Sus caribeñas playas, su cálida gente y
las reuniones entre amigos les permiten no extrañar tanto su casa, en la que se
mantiene al tanto hablando por videollamadas con sus padres y hermanos todos
los días. Con su sueldo de nueve dólares la hora, José no puede darse muchos
lujos y apenas le alcanza para el alquiler, pero él confía en su suerte y
espera trabajar mucho para ascender y ganar más dinero.
Reflexionando
El
reloj sigue pasando y José decide irse a dormir a las 23 para levantarse
temprano al otro día. Al acostarse lo invade la rutina y sabe que las mañanas
serán todas iguales. A pesar de ello, él no se desalienta y se tranquiliza al
recordar que está seguro en su cama, al contrario de lo que está pasando en su
país de origen. José eligió moverse para superarse y no extinguirse como los
dinosaurios.
En
busca de un mañana mejor el venezolano prefirió salir de su zona de confort
para progresar con trabajo duro, enseñando una lección de esfuerzo de la que
muchos deberían aprender. Además, logró que todos valoren sus tranquilas vidas
ya que nunca se sabe cuando prescindirán de ellas. #venezolanosenmiami
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