VÍCTOR PERNALETE 12 de marzo de 2018
Vivir
en Querétaro es una experiencia multisensorial. Cuando caminas por las calles
del Centro Histórico, encuentras referencias del México más colonial y convives
con una pequeña ciudad de encanto provincial, en el que aún hay vecinos que se
conocen y se saludan por las mañanas. Pero no muy lejos de ahí, a las afueras
de ese casco histórico, hay edificios modernos y desarrollos comerciales que
traen a Querétaro la vanguardia de la
modernidad. Y es en esos espacios que se vuelve cada vez más común, toparse con
ciudadanos del mundo, que han elegido a Querétaro como su hogar por lo boyante
de su economía y su aún apacible cotidianidad.
Cada
vez es más frecuente encontrarte venezolanos. Es algo que se ha vuelto normal
en las principales ciudades de Latinoamérica. En Venezuela se estima que al
menos el 8 por ciento de sus habitantes ya no viven allá. La mayoría viven en
Colombia, Chile o Argentina. Salen vía terrestre hacia la frontera que conecta la ciudad colombiana
de Cúcuta con el estado Táchira, por el Puente Libertador. Algunos pocos
colombianos aún se aventuran a pasar a Venezuela, sobre todo para comprar gasolina
a precios de regalo. Pero la mayoría son venezolanos que huyen de su país
forzados por la terrible situación económica que les ha robado la posibilidad
de un futuro.
Por
ese puente pasó William Bello, un periodista venezolano que por sobre la
censura, se atrevía a hacer periodismo de denuncia en el país. Al final, entre su sueldo de miseria, la
hiperinflación y las amenazas que recibió por parte de funcionarios a los que
denunció por corrupción, decidió dejar el país, como otros tantos millones de
venezolanos. Lo hizo solo, sin su esposa y su hijo de 5 años.
A
Colombia se llevó algunos pocos dólares que pudo ahorrar vendiendo parte de sus
bienes. Para completar, se llevó desde Venezuela artículos de belleza como
lápiz y crema labial, que vendió en las calles de Bogotá. Apenas reunió lo
suficiente, voló a la Ciudad de México cargado de miedo.
Se
había asesorado previamente a través de grupos de apoyo e información, que tanto en Facebook como en Whatsapp , han
proliferado estos días. Lo que no quiere una víctima de la diáspora venezolana
es quedarse a medio camino entre la perdición y la esperanza. Afortunadamente,
William estudió bien las recomendaciones de paisanos de todo el mundo e ingresó
a México, donde le esperaban sus tíos, quienes habían dado el paso unos años
antes.
Lo que
el venezolano desconoce es que dejar el terruño es, muchas veces, la parte
sencilla del proceso de desdoblamiento que significa migrar. Para William, la
bandera mexicana ondeante que lo recibió orgullosa en el horizonte queretano
fue la metáfora del comienzo de una nueva vida en la que la soledad y la
incertidumbre tendrían, como nunca, un lugar preponderante.
Los venezolanos en México
De
manera silenciosa, Venezuela se ha convertido en el país que más migrantes
recibe México. Con excepción de Estados Unidos, con el que se comparte una
amplia frontera y un legado socio-cultural que une a ambos países en una
especie de patria intermedia, lo que más llegó a México en 2017 fueron
venezolanos.
Los
datos que arroja la Unidad de Política Migratoria de la Secretaría de
Gobernación son muy claros. En 2017 de los 57.946 extranjeros que obtuvieron
tarjetas de residentes temporales en México, 5.906 fueron venezolanos. El
segundo país después de Estados Unidos, y por encima de Cuba, Honduras,
Guatemala y El Salvador, los países que históricamente han sido el más activo
“exportando” migrantes a México.
En el
mismo año, la mayor cantidad de renovaciones de residencias temporales para
extranjeros en México se otorgaron a venezolanos, incluso más que a ciudadanos
de los Estados Unidos de América. 6.307 venezolanos extendieron sus permisos de
un total de 54.273, el 11.62%.
En el
rubro de residencias permanentes, Venezuela también es el segundo más alto. En
2017; 5.225 estadounidenses obtuvieron su residencia permanente, seguidos de
3.330 venezolanos. En porcentaje, representa el 10.56%.
Pero
el dato que explota la estadística es el de los residentes permanentes por
reconocimiento de refugio. De los 2.190 extranjeros que obtuvieron este
beneficio en 2017; 814 son venezolanos. Nada más que el 37.16%. Ciudadanos de
El Salvador y de Honduras, cuya migración terrestre hacia los Estados Unidos
por tierras mexicanas es ampliamente conocida, son los que siguen en la
estadística. Cuba aporta siete, Haití ocho, y desde Medio Oriente apenas son
seis personas entre Irak, Irán, Pakistán y Yemen.
La
situación política, social, pero sobre todo económica en Venezuela empeoró de
manera ostensible en los últimos dos años, especialmente durante 2017. Y lo
refleja fielmente la cantidad de refugiados que aceptó México entre 2016 y
2017. En 2016 fue apenas de 181 venezolanos de un total de 3.971, un 4.55%. El
Salvador, Guatemala y Honduras superaron con creces a Venezuela en ese rubro.
Pero
un año después, todo cambió. Fue a finales de 2017 cuando William Bello acudió
ante la Comisión Mexicana de Ayuda a Refugiados (Comar), como tantos otros
venezolanos que ven en este trámite la forma más sencilla y económica de
regularizar su situación en México. La otra opción es juntar unos 1.500 dólares
para contratar a un “gestor” que consiga a una empresa formalmente registrada
en México que ofrezca un empleo ficticio al migrante, quien acto seguido tiene
que salir del país para desde un consulado en el extranjero solicitar el
permiso de trabajo. Con ese papel, ya en México, puede tramitar su legal
estancia en el país y contratarse con empresas que en un primer momento no le
ofrecieron empleo para ahorrarse el engorroso y burocrático mundo del empleo de
extranjeros.
Esa
opción es inalcanzable para alguien como William, quien apenas pudo generar los
recursos para llegar a México, y quien sin empleo, debe arreglárselas para
sobrevivir en Querétaro mientras rasga unos 500 pesos (26 dólares,
aproximadamente) que manda a Venezuela para que su esposa y su hijo puedan
vivir mientras esperan a viajar a México. Paradójicamente, esos 500 pesos
rinden de maravilla en un país como Venezuela.
Sacar
el refugio en México, en cambio, es gratuito. Solo tiene dos condiciones
esenciales: El refugiado no puede regresar a su país de origen, pues pierde su
estatus migratorio, y mientras el proceso camina, el migrante no puede
trabajar. Y así, desde septiembre, William Bello se las arregla para sobrevivir
en la tierra de la bandera que ondea en el horizonte.
En busca de refugio
William
deambula nervioso sobre una pequeña calle del centro de Querétaro. Ahí se encuentra
la sede local del Instituto Nacional de Migración (INM). A las afueras del
edificio que alberga al organismo federal, decenas de personas se encuentran
formadas esperando su turno para realizar sus trámites. La mayoría de ellos son
venezolanos que ponen en orden sus vidas tras haberle dicho adiós a su tierra.
Hoy
tiene que firmar, como cada semana, para seguir su trámite de refugiado en
México, pero no es eso lo que lo tiene tenso. Desde hace unos tres días, su
esposa y su hijo emprendieron el viaje de sus vidas. Dejaron Venezuela, para
tal vez, nunca volver. Desde Colombia, hoy viajan a México y William teme que
en migración no los dejen pasar.
Hace 5
meses, la familia Bello se separó. No se puede vivir en un país sangrante.
William se adelantó en el camino para sentar las bases del que será su nuevo
hogar, pero los costos han sido muy altos. Con la esperanza de que algún
compatriota haya vivido antes su penuria, probó suerte en Google: ¿Cómo hacer
que no me deporten? fue la pregunta en el buscador.
Migrar
implica desapegarte de tu propio mundo. Es renunciar a tu vida para construir
otra. Es decirle adiós a personas a las que nunca más volverás a ver. Es dar un
salto hacia la incertidumbre.
Para
cientos de miles de venezolanos, la patria se acabó. Quedan los recuerdos de la
juventud, de aquellas navidades en las
que la casa reventaba entre tantos primos y tíos reunidos. La emoción del
beisbol decembrino, la alegría del carnaval, el calor de un verano interminable.
Las escapadas playeras de los fines de semana. La cerveza más fría del planeta.
¿Cuántas familias venezolanas, como la de William, están regadas por el mundo?
La de
William, al menos ese pequeño núcleo que formó con su esposa e hijo, está a
punto de reencontrarse. En una mano, sostiene un ramo de rosas. En la otra, una
máscara de Spiderman. Ya en el aeropuerto, el nerviosismo no hace más que
acentuarse. Pasan los minutos, y esa puerta no se abre. El fantasma del agente
migratorio vuelve a pasearse por el vestíbulo.
Pero
empezar una nueva vida tiene sus recompensas. México es un país extraño, porque
se expresa por igual cuando se trata del cielo y del infierno. Mientras
millones de mexicanos han cruzado el Río Bravo para buscar una vida mejor en
los Estados Unidos, otros tantos encuentran aquí el sueño mexicano.
William
y su familia se han reencontrado, viven en Querétaro y esperan obtener en las
próximas semanas su residencia permanente en calidad de refugiados. Será
entonces cuando puedan trabajar legalmente en México y comenzar a reconstruir
su patrimonio. Para su hijo, de 5 años, Venezuela será apenas un remoto
recuerdo. Cuando hable, dirá “chido” en lugar de “chévere”. Aprenderá a comer picante.
Desayunará arepas pero cenará tacos al pastor. Y sin embargo será parte de una
generación truncada que de alguna u otra manera tendrá que reconstruir su país.
Desde la distancia, serán ellos los que tengan que redimensionar lo que
significa ser venezolano.
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