Gianni Mastrangioli Salazar 02 de marzo de 2018
Quedé
pasmado cuando la asistente ocupacional, con formulario en mano y mirándome por
encima de las gafas, me dijo “es que si eres venezolano no puedes participar en
este programa”. Sólo estábamos ella, una camilla de colchón recién comprado y un
plato de rosquillas.
El
tobo de agua fría sucedió esta mañana en una clínica del centro de Londres;
esas con puertas automáticas y recepción de botones parlantes. Olor a plástico.
A creación. De espalda a las secretarias, una pancarta gigante con el retrato
de un grupo de jóvenes, todos riéndose entre ellos, y la consigna “Everybody
can become a sperm donor” (cualquiera puede convertirse en un donador de
esperma). Era la misma imagen que me había saltado repentinamente en la cara la
noche anterior, a través de una ventana emergente, mientras navegaba por
Internet y leía “Consecuencias genéticas y físicas del Holocausto”.
Sin
prestar atención, cerré la publicidad y seguí leyendo:
“Según
investigaciones de la BBC, luego de declararse finalizada la Segunda Guerra
Mundial, gran parte de los sobrevivientes judíos quedaron privados de su
capacidad reproductiva por el simple hecho de que las pésimas condiciones
alimentarias durante los años de concentración acarrearon serias complicaciones
clínicas, las cuales redujeron la expectativa de sus futuras descendencias”.
La
portada del artículo era una foto en blanco y negro de una serie de cuerpos
raquíticos que imagino estaban aislados en cualquier parte de Polonia, lugar
donde iré en un par de semanas. Los retratados eran judíos de un horrendo
aspecto, con los cachetes hundidos y la vista perdida. Polacos atrapados en una
realidad totalmente ajena a sus aspiraciones personales.
Pero
la publicidad reapareció de pronto, brillándome los ojos desde la pantalla de
la laptop cual virus impertinente. Dona tu esperma y contribuye a la nación.
Estudié aquella foto de jovénes y carcajadas, esa de la recepción de la clínica
y dudé por un segundo. Pensé: “¿por qué no?”. Arriésgate.
Así
que me paré, pedí una cita médica y, en cuestión de horas, estaba ya siendo
interrogado por un montón de lápices a carboncillo y hojas cuadriculadas.
Explica tu árbol genealógico. Pues, mis padres, caraqueños; yo, 23 años en
Guarenas y dos en Londres. Ninguno es hipertenso, nadie con cáncer… ¿Qué más
quieren saber?
La
temática consistía en superar una serie de exámenes médicos para luego
inscribirse en uno de los tantos bancos de esperma existentes en Inglaterra. No
obstante, a pesar del aire modernista de la sanidad inglesa y su “cultura
inclusiva”, la tipa era tajante: “No aceptamos a nadie que venga de Venezuela”.
Y es que faltando casi nada para que yo firmase los últimos papeleos, la mujer
se acordó de un “piccolo” detalle:
® Tienes
pasaporte italiano pero ahora es que estoy viendo que no naciste en Italia sino
en una ciudad que se llama Ca…ca, ¿es Caracas?
® Sí, es
correcto.
® ¿En
qué país de Suramérica queda? ¿Brasil? ¿Colombia?
® Venezuela.
® Oh,
“Venezuela” -tuerce el mentón-. “I see…”
® ¿Hay
algo de malo con ello?
® Verá
-y se acomoda en su asiento-: Por órdenes del Ministerio de la sanidad del
Reino Unido, ciertas nacionalidades tienen prohibida la donación de esperma.
Entre ellos tenemos una pequeña parte del África, Haití y, recientemente,
Venezuela. La consideramos ahora dentro de la línea roja de las epidemias
internacionales. Tenemos información de que allá la higiene, nutrición y
salubridad nacionales están en pésimas condiciones. Eso podría afectar la salud
de los fetos, ¿sabe?
Silencio
absoluto. Tan eterno, que mi interlocutora se levantó de la silla y trató de
consolarme: “Gracias por venir, de todas formas. Oye, ¿no te gustan las
rosquillas? Esta de chocolate es espectacular”. Me agarré una y salí.
No
puedo donar esperma porque soy venezolano.
Es la
única cosa en la que he estado reflexionando desde entonces. Al llegar a casa,
prendí de nuevo la computadora para relizar unos trabajos y, con las manos
empalagadas, descubrí que aún tenía abierto ese artículo sobre masacres nazis.
Pero ya no son las caras huesudas de judíos aquello que veo. Ahora es mi vecina
de Guarenas, la señora que vende empanadas en la Universidad, el chamo que
vende boletos en Plaza Sucre y muchos otros.
Sí, es
una verdad recién desenmascarada: Somos gente presa en un campo de
concentración que a las puertas lleva un letrero que reza la palabra
“chavismo”. La maldita realidad de un socialismo que nos ha manchado como
pueblo sucio para siempre.
Me
limpié los dedos con una servilleta y recordé a los chicos sonrientes de la
publicidad. “Ojalá podamos cagarnos de la risa así algún día”, me dije.
Mientras tanto, ni el sabor a chocolate me quita de la boca la desagradable
sensación de ser estéril por obligación.
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