NICOLAS MALDONADO 12 de marzo de 2018
@eldialp
Desde
que llegó hace dos años escapando de un país que tras haberla formada como
ingeniera no le daba ninguna oportunidad laboral, Laura Laguado (29) ha visto
arribar cada vez más venezolanos a La Plata. Su casa en la zona del Parque San
Martín es de hecho un lugar de referencia para muchos de sus compatriotas que
eligen la Ciudad para emigrar. Sólo en este tiempo ha recibido a más de
veinticinco: “llegan con una mano atrás y otra adelante”, reconoce ella al
señalar que la mayoría posee sin embargo un valor poco común entre los
inmigrantes: su alto nivel de capacitación.
“Cuando
llegué a principios de 2016 había ya algunos venezolanos en La Plata pero no el
aluvión que somos hoy. El año pasado vinieron un montón de colegas y ex
compañeros de la facultad, casi todos ingenieros, electrónicos, mecánicos,
ambientales o geofísicos como yo -cuenta Laura-. La gente que viene es la que
tiene todavía algún recurso para costear un pasaje, el resto no puede ni
siquiera salir del país”.
En
efecto, el año pasado se radicaron en Argentina 31.167 venezolanos, tres veces
más que en 2016. La mitad de ellos (unos 15.680) declararon tener un título
universitario: la mayoría en el campo de la ingeniería (4.116) pero muchos
también en administración de empresas (1.599), ciencias jurídicas (856),
periodismo (650) y arquitectura (250), entre otras profesiones, según datos del
gobierno nacional.
“Vinieron
un montón de ingenieros en petróleo a un país que tiene petróleo y pocos
ingenieros. Es un recurso humano altamente calificado que tenemos que
aprovechar”, señalan las autoridades de la Dirección Nacional de Migraciones al
reconocer que se trata en su mayoría de personas jóvenes de familias de clase
media profesional, personas que de pronto no sólo se encontraron sin trabajo
sino también frente a la necesidad apremiante de dejar su país para sobrevivir.
PARA SOSTENER A LA FAMILIA ALLA
“La
situación en Venezuela se complicó muchísimo el año pasado. El dólar, que valía
200 bolívares, pasó a valer más de 200 mil. Y al no poder importar insumos por
el costo del dólar, muchas empresas cerraron o dejaron de producir. Vas al
supermercado y no hay nada; y si de pronto, por ejemplo, aparece una partida de
arroz, se acaba ese mismo día porque la gente no compra una caja sino cinco
para tener”, cuenta Laura, quien trabaja de moza en una confitería de la
Ciudad.
Por
eso “uno puede tener un título universitario y una gran formación, pero si se
va de su país con lo justo no tiene margen para elegir: hay que ponerse
trabajar enseguida y agarrar lo que hay. Porque además hay que ayudar a la
familia”, explica Laura, quien todos los meses envía unos 200 dólares de sus
ingresos a Venezuela.
Esos
200 dólares “son como treinta sueldos mínimos allá”, señala la chica al
explicar que gracias a ese dinero su papá (que es ferretero mayorista) y sus
hermanos “están dentro de todo bien: hacen las tres comidas diarias, que no es
lo común: hoy en Venezuela se ve gente haciendo cola para comer restos basura
de un contenedor”.
Según
un estudio realizado a principios de este año por la encuestadora Datos Group,
unos tres millones de venezolanos reciben dinero de familiares en el
extranjero, lo que representa 14% de la población. Entre ellos, el 5% reconoció
haber recibido además medicinas y alimentos del exterior. Si bien el volumen de
remesas de Venezuela aún es bajo, la pérdida de poder adquisitivo divide al
país entre quienes reciben divisas y los que sólo cuentan con bolívares para
sobrevivir.
2 MALETAS Y UNA VIDA HECHA ATRÁS
La
vertiginosa pérdida de poder adquisitivo marcó también la salida de Aixa
Granados (53) de Venezuela en agosto del año pasado dejando a su marido y dos
hijos allá. Aunque propietaria de una empresa de seguridad e higiene industrial
en Caracas, cuando decidió emigrar a Argentina no le alcanzaba el dinero para
pagarse el pasaje de avión. Fue su hija, que ya estaba instalada en La Plata,
quien la ayudó para que pudiera viajar.
Con un
pasado como oficial de la Marina venezolana, dos posgrados universitarios y
muchos años de trayectoria profesional, Aixa cuenta que tuvo que ponerse a
trabajar como ayudante de cocina apenas llegó a la Ciudad. Aun así y con todo
lo que le duele haberse venido “sólo con dos maletas, dejando una vida hecha”,
ella reconoce que “la situación no daba para más”.
“No es
sólo la falta de comida y medicamentos -explica-: es salir de tu casa todas las
mañanas y encomendarte a Dios porque no sabes si vas a volver. La situación
llegó a tal punto en Venezuela que te matan en cualquier momento por cualquier
cosa. La desesperación ha llevado a que las personas se deshumanizaran tanto
que si se te queda el carro al caer la tarde, mejor lo dejas porque lo menos
que puede pasarte es que lo vayan a robar”, cuenta la mujer.
El año
que viene su hijo de 15 años termina la secundaria y “Dios mediante”, espera
poder traerlo a La Plata. No sabe en cambio cuánto pasará hasta que vuelva a
estar junto a su marido otra vez. “Su situación es muy compleja porque tiene al
papá de 90 años, que no está en condiciones de empezar otra vida, y al que no
puede dejar sólo allá”, explica señalando que “no es un caso excepcional: miles
de familias han tenido que separarse en estos últimos años para sobrevivir”.
“Lo que está pasando en Venezuela es una tragedia nacional -dice-, una tragedia
que muy pocos llegan a ver”.
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