Jorge Fernández Díaz 09 de abril de 2018
La
conciencia de Yusmerelis dio un vuelco dramático cuando oyó que su sobrino de
ocho años proponía buscar un trabajo "para poder cenar". Es que su
hermana dejaba de comer de noche para que los dos hijos pudieran hacerlo, y a
veces, cuando no tenía suerte ni pertrechos, les llenaba la panza de agua para
que se fueran a dormir sin hambre. No se trata de una familia de los barrios
marginales, sino de la clase media profesional de Venezuela. Yusmerelis y su
esposo arribaron a la Argentina hace ocho meses, tienen sólidos estudios
terciarios y graduaciones en administración: ella aquí colabora en la cocina de
un restaurante, y él ahora lava platos, pisos y camiones de basura. Su lema
secreto tiene la acidez pragmática del guerrero: "Si te llueven limones,
aprende a hacer limonada". Llegar no fue fácil, tardaron seis días; a
otros compañeros de infortunio la travesía les demandó hasta doce jornadas
completas. La pareja se siente feliz en Buenos Aires: puede hacer tres comidas
diarias y enviarles mil pesos por mes a sus parientes. Hace tres domingos la
madre de Yusmerelis la llamó llorando de emoción; estaban almorzando arroz con
carne, un lujo infrecuente.
Otros
expatriados de idéntico origen declaran que les da culpa comer sabiendo que a
esa hora sus familias no tienen ni para un bocado. Nancy, oriunda de la ciudad
de Guayana, refiere cómo la curva de 17 años de decadencia trocó hace dos o
tres en una caída vertical: falta de alimentos y remedios, y una inseguridad de
niveles desconocidos. Venezuela, con su tasa de homicidios, es hoy el segundo
país más violento del planeta, por encima de republiquetas que sufren guerras
fratricidas. Joan, un joven disidente que debió marcharse con lo puesto y bajo
amenaza de cárcel o muerte, asevera que en los tres países por donde pasó le
dieron un trato xenófobo, que los argentinos lo recibieron con simpatía y
solidaridad, que al llegar a la terminal de ómnibus se sintió deslumbrado, y
que poder caminar por la calle a las once de la noche "sin
preocupación" le resultaba poco menos que un privilegio. Lanús a las once
de la noche le parece un patio de señoritas al lado de Caracas, copada por
bandas de criminales de distinto calibre. Su admiración es inquietante y nos
interpela, porque somos un país mediocre que pelea el descenso, con una pobreza
inadmisible y unos niveles de inseguridad urbana escalofriantes (estos días
mataron a un excombatiente de Malvinas y asaltaron a un premio Nobel de
Medicina), y sin embargo parecemos Ginebra al lado de este régimen perverso y
desastroso.
Todos
estos testimonios forman parte de un excepcional informe periodístico llamado
"Venezolanos en Argentina, el exilio en primera persona", que puso
esta semana al aire Radio Mitre. Las voces que suenan allí tienen más fuerza
que esta pobre reproducción gráfica. Y las cifras son igualmente impactantes:
el año pasado se les otorgó residencia a 31.167 venezolanos, y en lo que va de
2018, ya ingresaron 11.000 nuevos. Hoy constituyen la tercera corriente
inmigratoria, superando a la peruana y a la colombiana, aunque con un rasgo que
rompe el paradigma histórico: quienes vienen no son analfabetos o gentes de
baja instrucción. Muchos de estos desarraigados traen en sus valijas diplomas y
especialidades, incluso algunas muy apreciadas: ya ingresaron 4400 ingenieros
petroleros. Provienen de un proyecto político que hizo populismo irresponsable
con el oro negro y luego se quedó en Pampa y la vía: hoy hasta debe importar
combustible. Las crónicas y los estudios más serios exhiben su estremecedora
decrepitud. Supera el 82% la escasez de productos de su canasta alimentaria. El
93% de la población clama que sus ingresos no le alcanzan para comer y el 70%
asegura que bajó de peso en un promedio de ocho kilos. El déficit de suministro
de medicamentos es del 80%, la inflación en 2017 fue del 2616% y los expertos
han calculado que esa destrucción económica es la más aguda que haya
experimentado una nación latinoamericana en las últimas cuatro décadas: hizo
retroceder 60 años a Venezuela. El secretario general de la OEA, hombre de
izquierda y excanciller de José Mujica, denuncia que Maduro comanda un
"narco-Estado" y que es el país más corrupto del continente. Hay
miles de presos políticos y el gobierno asesinó a cien ciudadanos en distintas
protestas. Su Estado policial y su militarización no sirven para controlar el
delito, sino solo para espiar, perseguir, encarcelar y aniquilar a los
opositores.
Si
toda esta hecatombe la hubiera producido la "derecha", su
esperpéntico presidente ya habría renunciado. Pero el "socialismo del
siglo XXI" se defiende en casa con los fusiles y en el exterior con la
palabra. Me refiero, por supuesto, a la palabra de ciertos intelectuales progresistas
que ni siquiera en esta hora aciaga dejan de publicitar el modelo Chávez. Esta
patología se basa en otra: la civilización occidental es injusta; ser
pesimista, por lo tanto, permite despegarse de sus imperfecciones y tiene
prestigio. Acto seguido, la idea de "cambiar el mundo" aparece como
necesariamente virtuosa. Bajo esta pulsión nacieron efectivamente fórmulas que
han permitido avanzar a las democracias y mejorar sus economías. Y también
formatos antisistema que han legitimado el autoritarismo, la violencia y el
quebranto. No siempre cambiar el mundo resultó algo positivo; muchas veces fue
peor el remedio que la enfermedad. Nuestros años 70 son un ejemplo: los
"chicos idealistas" que querían cambiarlo tomaron las armas y
produjeron masacres. Pero ¿quién no tuvo en su cuarto un póster del Che? A
medida que maduramos fuimos dándonos cuenta de que esa idea era profundamente
equivocada. Aunque en el fondo queda siempre una admiración romántica e
inconfesable por "los valientes que se atrevieron a soñar el sueño",
la utopía redentora. Ahora, crecidos y golpeados, nos hacemos esta pregunta:
¿de qué hablamos cuando hablamos de derribar este mundo? ¿De la democracia
representativa? Es entonces cuando los escaldados nos decimos entre susurros:
no me toques la democracia, que es sagrada. Desde esa pequeña certeza de última
generación, las cosas que sucedieron en el pasado resultan abominables, aunque
todavía nos queda en el inconsciente aquella semilla amarga, un dejo de
comprensión por aquella "rebeldía". Esa condescendencia nos permite
ser débiles con quienes ejecutaron asesinatos políticos. Y ese es el magma
secreto que nos impide juzgarlos sin complejos: porque compartimos alguna vez,
aunque sea imaginariamente, aquellas quimeras. Tendemos, por eso, un manto de
piedad sobre el pasado.
Sucede
algo similar con Venezuela. Para ciertos intelectuales es valiosa cualquier
metamorfosis que acabe con la democracia liberal: el chavismo lo hizo, la
demolió. Se trata, bajo esta óptica, de un experimento digno de atención
académica: luce contracultural y viene a cambiar este mundo. No se trata de un
nacionalismo demencial, sino de un socialismo justiciero, y así fue celebrado
por esos profesores que no retroceden de su propia estupidez y soberbia. Y que
como frente a la "insurrección setentista", miran para otro lado
cuando asoma el fracaso más absoluto y la necesidad de alguna sanción. La
República Bolivariana, que sacrificaba libertad a cambio de igualitarismo, se
quedó sin una cosa y sin la otra, y nos exporta ahora sus dolientes víctimas.
Que buscan en nuestra insoportable modestia el paraíso perdido. Triste vuelta
de tuerca.
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