Andreina Mujica 02 de mayo de 2018
Conquistábamos
el mundo con tan sólo atravesar el Parque Henri Pittier: Llegar a Puerto
Colombia era casi tan emocionante como pisar la luna y tan sólo era un fin de
semana más en Choroní. El sabor del mar era sabor a casa, a juventud, a fin de
semana libre en el periódico y juegos de baile y amor en el malecón.
Normalmente
hacemos excursiones, subir la montaña de Playa Grande, bañarnos en el río o
nadar en el mar buscando cuevas des-(conocidísimas). El señor Karl, alemán,
negro como pluma de gaviota, autóctono del pueblo de al lado (en Frankfurt )
nos trataba como hijos y nosotros a él como a un padre, de esos chéveres que
ves el fin de semana y compartes lo mejor de ambas existencias.
El día
rinde en la costa venezolana, apenas es sábado y queda casi toda la tarde y la
noche por descubrir nuestro futuro. Toda la vida he sufrido de varias manías:
una es la fotografía, la otra la playa, o peor aún es un tema con el agua.
Cuanto charco me consigo ahí me lanzo. Sí, he caído en pantanos por tirármelas
de Marino y la patrulla oceánica, (millenials, por favor, googleen).
Decidí
quedarme como guardacosta en la orilla, mientras el grupo se dividía
sabrosamente en: comprar cosas para la aventura de la noche y beberse todo lo
que conseguían en el día. Era sábado y los tambores se preparaban, todos lo
hacíamos, es el momento propicio para tomar un rato ante el dios Sol y su manto
de arena. Buscando cosas divertidas o que se me antojasen indispensables para
respirar, caminaba cámara en mano con la miradita inquieta. Es casi como pescar
guacucos, en la abundancia marina se te caen de las manos, pero puedes llegar a
encontrar desde un morocho (gemelo) hasta esos guacucos mamás con la cubierta
llena de hijitos; todo eso me lo decían mis padres, expertos no tanto en fauna
como en vongole.
Finalmente,
veo unos perritos de playa, esos que uno denominaba «cacri» perro de mar, jugando,
saltando, mordiéndose de puro amor, en un click te cambia la vida.
Por
aquellos tempranos 2000, la película Amores Perros del mexicano Alejandro
González Iñárritu aparecía en la pantalla de los cinéfilos del planeta, se
presentaba junto a un súper joven Gael García Bernal (Ay Jalisco, no te rajes)
y la cantante Julieta Venegas como de 15. Para remate quedaba la estela del
recuerdo de una colombiana guapísima, Perro Amor, de un par de años antes. Era
tiempo de mucha producción de novelas, Colombia, Venezuela y Brasil a la cabeza
de la industria y, por supuesto, Venezuela batía récords. Teníamos talento,
trabajo, guionistas, buenos viejos y jóvenes artistas, era muy parecido a eso
que llaman democracia y progreso.
Agreguemos
el mes de febrero, en unos días llegaría el 14, Día de los Enamorados, todo
cayó por azar, la cámara en mano, la playa donde tenía que estar (no había
llegado el militarismo férreo que hasta eso querría cambiar, de ser posible
secar). Vuelta al mar, una pareja jugueteaba cerca de los ya felices caninos,
ese día supe que se me podía caer la mano, esguinzar el hombro, pero yo me
quedaba ahí, pegada, esperando el buen click, porque no sólo los caninos tienen
olfato, y algo bueno iba a suceder: perros y humanos consagrados a imagen y semejanza
de ellos mismos.
Llegaría
el lunes, porque ese siempre llegaba, pero el trabajo me encantaba y todavía
eran tiempos de película, en todos los sentidos, tanto el país como mi cámara
eran de película. Hice el escaner del negativo y las fotos quedaron en el
sistema. Oh sorpresa, los perros consiguieron una foto en primera y yo gané
como fotógrafo del mes en el periódico.
Casi
dos décadas después hoy me encuentro atravesando el Canal de la Mancha después
de ocho años viviendo fuera de mi país y sé que este cuerpo no pertenece a
estos mares, que la sal sabe diferente y que el ferry no me lleva a Margarita.
Busco entre franceses y británicos amigos de la universidad, añoro pasarme del
ferry a un peñero y que el viento sea suave y cálido, y esto tampoco tendrá el
resultado soñado, pero en la película de mi vida no hay olvido posible.
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