MAGNUS BODING HANSEN 28 de mayo de 2018
Justo
antes de medianoche, Irina Barreto y Alejandro Álvarez se echaron a llorar en
plena pista de baile de la boda que se celebraba en un pueblo de montaña a una
hora de Caracas. Habían sido pareja durante ocho años y no se habían vuelto a
ver desde que rompieron hace dos, poco después de coger caminos diferentes:
ella hacia el Este, a Barcelona, y él hacia el Sur, a Santiago de Chile.
Alejandro, de 29 años, empezó a salir con una amiga de Irina, de 25, y su
exnovia se enfadó. Pero en la fiesta, bajo las luces de colores, rodeados por
sus mejores amigos y con alguna copa de más, los invadió la nostalgia. Habían
sucedido tantas cosas que todo parecía irreal. Su vida, su ciudad y su pandilla
estaban aquí. De repente, uno vive en Colonia, otro en Milán, otro en Montreal,
o en Perú… La crisis los ha dispersado por el planeta y los ha convertido en la
generación más internacional de Venezuela.
Quienes
están en la treintena o menos han vivido toda su infancia y su adolescencia
bajo el populismo de izquierdas del chavismo. Hugo Chávez llegó al poder en
1999 y se lo traspasó al cada vez más dictatorial Nicolás Maduro en 2013. En la
Venezuela de ambos dirigentes, el control de los precios y las
nacionalizaciones forzosas han arruinado industrias y han sido la causa de que
falte de todo, desde alimentos hasta medicamentos, empleo y perspectivas de
futuro. Los jóvenes han crecido con una de las tasas de asesinatos, robos y
secuestros más altas del mundo. Algunos se han vuelto serios y timoratos. Rara
vez se les ve pasando el rato en lugares públicos o hablando por el móvil en la
calle. Y por la noche nunca vuelven a casa a pie. La mayoría tampoco camina por
la calle de día. Si salen a cenar, siempre que pueden regresan juntos en coche
formando una caravana, y si no hay un amigo común, prefieren pasar pantalla en
Tinder. Todos conocen a alguna víctima de la violencia, y a muchos los
despiertan las pesadillas.
Uno de
los temas de conversación más frecuentes entre los jóvenes son los planes para
marcharse del país. Si alguien está en él por propia voluntad, la gente quiere
saber por qué. Hace ya un año y medio, en una fiesta de despedida para un
venezolano que se mudaba a Madrid, un joven enseñó su muro de Facebook, en el
que casi cada día alguien se despedía de Venezuela. En 2017, según datos de
ACNUR (el organismo de Naciones Unidas para los refugiados), el número de
venezolanos solicitantes de asilo en el mundo se ha duplicado. Los ricos se
marchan en avión; los pobres cogen un autobús o se embarcan en pequeñas motoras
en dirección a islas del Caribe como Aruba o Curaçao. La empresa de sondeo de
opinión Consultores 21 encontró también que el 40% de la población venezolana manifiesta
deseos de emigrar y que el mayor porcentaje (51%) se da entre jóvenes entre 18
y 24 años. En total, esta empresa calcula en cuatro millones la diáspora
venezolana.
En la
boda, los recién casados proyectaron en una pantalla los 20 vídeos de felicitación
de amigos y parientes que se encontraban en el extranjero y no habían podido
asistir, justo antes de que los camareros con sus camisas blancas empezasen a
servir los entremeses en las mesas de madera dispuestas bajo el porche
delantero de la planta baja de la casa. Todo era sencillo, pero bonito. El menú
consistía en tortitas de carne, sopa cremosa de pollo y una variada selección
de pasteles de chocolate y cócteles.
“Tardamos
dos meses en conseguir los ingredientes”, contaba entre sollozos la feliz madre
de la novia. Más de la mitad de los 100 invitados ayudaron con los preparativos
porque en Venezuela ya nada es fácil. Además, los invitados a la fiesta también
llevaron historias sobre sus vidas por todo el mundo, y pesto italiano y licor
del País Vasco. Ser joven en Venezuela es, al mismo tiempo, más primitivo y más
moderno y cosmopolita que nunca. Esta generación tiene amigos en todo el
planeta, pero les es difícil visitar a una tía que viva en el otro extremo del
país porque los autobuses y los vuelos nacionales se cancelan o hay que hacer
horas de cola para conseguir un billete.
Muchos
invitados a la celebración tenían coche, pero todos se quedaron a pasar la
noche. Las carreteras no son seguras a esas horas. El suelo de la casa estaba
cubierto de colchones. Los recién casados habían alquilado las viviendas
vecinas para que los invitados pernoctasen en ellas. Al día siguiente, todos
comieron las sobras, rieron y jugaron al fútbol. Estaban felices y emocionados.
Unos
días después, el grupo de amigos hacían una excursión a la desértica isla
caribeña de Tortuga, situada a cuatro horas de accidentada navegación desde la
empobrecida ciudad provinciana de Higuerote, surcando las olas a 17 nudos. “Es
un viaje en el tiempo”, explicaba Adriana Reggeti, la novia, cuando
desembarcaban en las aguas turquesa, dirección a la playa de arena blanca. “Lo
es porque volvemos a estar juntos y porque aquí no tenemos que preocuparnos de
nada”, decía. En el banco de arena de 1.600 metros de largo no hay ladrones ni
árboles. Solo un par de cabañas de pescadores vacías y las tiendas en las que
pasar dos noches. Entre ron y música, los que se habían marchado hablaban de
los países en los que vivían en ese momento y sobre lo que más echaban de
menos.
“Los
momentos como este”, decía con una sonrisa la morena Isabel García mirando el
estrecho círculo de afectuosas caras bronceadas. “Tú”, la interrumpió Gabriel
Moccia dándole una palmada cariñosa en el hombro y acercando un poco más su
silla de plástico a la de su amiga. Gabriel trabaja de mecánico en plena selva
del norte de Perú, y le preocupa su madre, que ya es mayor y no se fue con él.
El reggaetón en uno de los teléfonos móviles era la banda sonora de a
conversación. “La noche es una locura / mañana es otra aventura”, cantaba
Wisin, y Gabriel lo acompaña.
Más
tarde, uno de los chicos se escabullía para sumergirse entre las olas con la
exuberante prima de Isabel. La noche era suave, soplaba el viento y el cielo
estaba cubierto de estrellas. “Jamás ha habido menos sexo espontáneo, o menos
citas románticas, que ahora”, reflexionó Samuel Suárez, un alegre universitario
caraqueño de 23 años. Si vives en casa de tus padres, llevar a una pareja nunca
ha sido fácil. La mayoría de progenitores son bastante conservadores y
católicos. Pero con la crisis se ha vuelto aún más difícil. Más jóvenes viven
con sus padres hasta más tarde, y menos se pueden permitir una noche romántica
en un hotel. Un estudio universitario mostró el año pasado que cinco de cada 10
jóvenes entre 25 y 29 años reportan vivir "en su casa" sin haberse
independizado.
La
gente desconfía, anda con cuidado con quién sale y queda menos con personas
nuevas. También es complicado conseguir preservativos y anticonceptivos de
emergencia, y no digamos ya criar un hijo en un país en el que hasta los
pañales escasean. La promesa de Maduro de pagar una ayuda de 7.300.000
bolívares (unos 78 euros al cambio oficial en el momento de publicar este
reportaje) por hijo durante el embarazo no da para mucho, y todavía dará para
menos cuando nazca el bebé si se cumple la predicción del Fondo Monetario
Internacional según la cual en 2018 la inflación será del 1.300%.
Los
miembros del grupo de amigos que han pasado de los 30 apenas recuerdan la época
en la que la gente se sentía libre. Para los más jóvenes, las cosas siempre han
sido como ahora. “Hemos perdido la inocencia y la despreocupación”, escribía
Johanna Villasmil, de 21 años, en un artículo en 2015. “Amo a Venezuela con
todo mi corazón, pero la verdad es que habría deseado crecer en un lugar
totalmente distinto. Ojalá las personas que tienen el poder de decisión en la
nación se diesen cuenta de que nos han arruinado una de las mejores etapas de
la vida, y esto es algo que, lamentablemente, no vamos a recuperar”. En mayo
del año pasado, el bloguero de 21 años Deivy Garrido declaraba: “Mientras los
jóvenes de otros países hacen colas interminables para comprar el último
teléfono móvil de moda, aquí hacemos colas interminables para intentar comprar
el último paquete de harina; mientras ellos ven calles limpias o en obras para
remodelarlas, nosotros vemos calles sucias, descuidadas o llenas de basura con
personas rebuscando a ver qué consiguen”.
Casi
todos los amigos reunidos por esta boda y posterior excursión aseguran que
nacieron en la clase media alta, pero que han descendido hasta la media baja.
Son hijos de profesores universitarios, de obreros, de amas de casa, de
apicultores y de empresarios. En la mayoría de los casos, sus padres se han
ganado su posición a base de esfuerzo, pero ahora están pasando un mal momento
económico. “Es triste ver cómo la casa de mi infancia se desmorona”, se lamenta
Alejandro Álvarez en la barca de regreso desde Isla Tortuga a Higuerote. Es la
primera vez que vuelve a su tierra desde Chile y cuenta que el cambio es
drástico. Allí gana un buen sueldo como arquitecto, y cada mes manda algo de
dinero. Espera poder volver a vivir en Venezuela algún día, al igual que todos
los demás.
A
pesar de las dificultades, son un grupo alegre y pueden permitirse placeres en
la vida. Los pobres (alrededor del 87 % de los venezolanos, según un estudio de
la Universidad Católica Andrés Bello) lo pasan peor. Pero es precisamente en
los barrios desfavorecidos en los que se ve más movimiento después del
anochecer. “La causa es que mucha gente tiene que rebuscar comida, o sale tarde
de trabajar, o piensa que no tiene nada que perder”, explica María Vivas, de 22
años. Ella vive en La Candelaria, un barrio de clase media baja en el centro
histórico de Caracas, donde a todas horas hay gente por todas partes, ya sea en
la calle, en el metro o en los pequeños cafés que sirven pollo a la barbacoa,
incluso a altas horas de la noche. En La Candelaria abundan los descendientes
de españoles y portugueses. Muchos han vuelto a su país de origen, tras lo cual
sus casas han sido invadidas por habitantes de los suburbios, lo cual ha
aumentado la inseguridad del distrito. A Vivas ya no le gusta nada estar fuera
cuando se hace tarde. En los distritos pobres y violentos en los que no ha
habido tanto relevo de población, los ladrones respetan la tradición de no
robar a la gente de su mismo barrio.
Vivas
vive con su padre y su hermana pequeña, y espera poder marcharse de casa algún
día. Acaba de licenciarse como maestra y trabaja de secretaria ganando poco más
que el salario mínimo el cual se aumentó de nuevo este más a un millón de
bolívares, un poco más que un dólar, y, sin embargo, suficiente tan solo para
dos perritos calientes y un refresco. “Así que la familia tiene que seguir
junta. Me pregunto si alguna vez tendré mi propia casa”, suspira. Cuando su
madre, que es encargada de una tienda de ropa, se divorció de su padre hace dos
años, tuvo que irse a vivir con la anciana abuela. Ahorran todo lo que pueden
para que, en algún momento, la joven pueda emigrar a España.
Alrededor
de la mitad de la población del país vive en barrios incluso peores que los de
la familia de Vivas, en los que las jóvenes –según una información publicada en
Crónica Uno– se prostituyen a cambio de comida. La comida se utiliza también
para reclutar chicos para las bandas, según el Observatorio de la Violencia
Venezolano. En este ambiente, los niños crecen a una velocidad antinatural.
Sin
embargo, paradójicamente, la crisis también ha tenido como consecuencia un
cierto grado de igualdad emocional entre ricos y pobres, algo que ningún
Gobierno de la historia del país había logrado en el plano económico. En la
actualidad, nadie se libra de la locura. Antes, los ricos podían protegerse y
vivir felices en barrios cuidados y ajardinados como Los Palos Grandes, al que
muchos llaman El Jardín, donde aún se puede pasear con una sensación de
relativa normalidad, aunque figura entre los 10 distritos con más secuestros.
Las bandas profesionales de secuestradores acuden a él atraídos por el olor del
dinero. Una persona que vive en un barrio parecido relata haber incluido en el
presupuesto de su empresa la compra de dos móviles nuevos cada año debido a la
frecuencia con que los motoristas que pasan a su lado en los semáforos golpean
la ventanilla del coche con un arma exigiéndole que les entregue el teléfono.
Las
burbujas geográficas de despreocupación han estallado, y la gente encuentra
nuevas burbujas mentales donde puede, ya sea haciendo yoga, levantando pesas,
viendo Netflix o pasándose el día durmiendo. La fotógrafa caraqueña Helena
Carpio suele decir que se "volvería loca" si no saliese a caminar por
la montaña. Mucha gente quiere apuntarse al club de alpinismo al que ella
pertenece. Las majestuosas montañas de El Ávila que se alzan a espaldas de la
ciudad ofrecen a los habitantes de la capital acceso fácil al aire libre y a la
sensación de libertad. Sin embargo, los delincuentes también las frecuentan
cada vez más. Hace un año, Carpio fue víctima de un atraco a mano armada. Rara
vez se atrapa a los ladrones, que a veces se llevan hasta la ropa.
Hay
jóvenes que eligen vivir con una intensidad temeraria, como si nada pudiese
afectarlos ni fuese de su incumbencia. Alguna que otra vez se ve cruzar a toda
velocidad las fantasmales calles, oscuras y desérticas, a bordo de un coche
blindado a grupos de chicos ricos camino de una discoteca en Las Mercedes,
fumando cigarrillos electrónicos, bebiendo ron y escuchando música a todo
volumen sin detenerse en los semáforos en rojo mientras se dirigen a los
últimos reductos nocturnos en los que beber, bailar y olvidar. Su inagotable
energía recuerda a la de algunos corresponsales de guerra. En ocasiones, el
peligro es una droga; en otras, el desafío es una forma de huida.
Esta
actitud despreocupada del que piensa que solo se vive una vez también forma
parte de la mentalidad nacional y siempre ha estado presente en las canciones
populares, la poesía y el cine. Un ejemplo emblemático es la canción Muerto en
Choroní, de Circo Urbano, que habla de las borracheras en la playa de Choroní,
en el estado de Aragua, un popular destino para los fines de semana. A pesar de
que es un poco gamberra, la canción es muy conocida y a mucha gente le gusta.
Su autor enumera todo aquello que le importa un rábano (la derecha, la
izquierda, los ricos, los pobres, y todos los problemas cotidianos). A
continuación, el estribillo dice: “Yo mejor me voy, me largo de aquí / me van a
encontrar, muerto en Choroní”.
Durante
la crisis, la canción adquirió una connotación de rebeldía. El coraje y el
optimismo alcanzaron su punto álgido la primavera de 2017. Entonces, las
fuerzas de seguridad mataron al menos a 125 manifestantes a lo largo de varios
meses de protestas multitudinarias, según la organización Crisis Group. Muchos
jóvenes venezolanos cuentan haberse lanzado "con todo" contra la
policía en esos mes sin pensar en las consecuencias. El optimismo fue la
culminación de años de creciente presión a favor del cambio en los que la
oposición obtuvo una gran victoria en las elecciones generales de 2015, se
recogieron millones de firmas pidiendo la destitución del presidente, y se
produjeron cada vez más revueltas en los bastiones del Gobierno. Muchos creían
que, en 2017, por fin lograrían su objetivo. Sin embargo, las maniobras de
Maduro consiguieron apagar el incendio. Desde verano no ha habido grandes
manifestaciones, y el domingo el presidente logró con sus malas artes un nuevo
mandato, a pesar de contar solo con el apoyo de alrededor de una cuarta parte
de la población.
En
Venezuela cunde la apatía, asegura el famoso cómico Ricardo del Buffalo, de 26
años, durante una conversación en una cafetería de Los Palos Grandes. Hasta el
pasado mes de septiembre, era el presentador del programa de entretenimiento y
contenido juvenil Calma pueblo, de radio La Mega. El Gobierno cerró la emisión.
La causa oficial es que habían llamado “gay” a un admirador de Cristiano
Ronaldo; la supuesta es que llevaba tiempo lanzando inteligentes pullas contra
el régimen. “Cuando se extinguieron los últimos ecos del levantamiento, muchos
amigos se quedaron totalmente desmoralizados”, cuenta. “La mayoría de los más
atrevidos que antes reaccionaban mandándolo todo a la mierda, ahora no quieren
saber nada de nada. Se encierran y se niegan a leer las noticias. La impotencia
los ha insensibilizado”. Del Buffalo cita al famoso poeta Rafael Cadenas,
nacido en 1930 en la ciudad de Barquisimeto –de la que es natural él también–,
cuando dice que, si no se espera nada, no hay desesperación. (“Sin esperanza, y
por eso, sin desesperanza”).
Del
Buffalo se niega a permitir que el miedo controle su vida, a pesar de que sabe
lo que es la inseguridad desde que lo atracaron con un serrucho de punta cuando
tenía 13 años. Le asusta que la brutalidad del Gobierno se prolongue ahora que
los disturbios han terminado. El día de Fin de Año, el Ejército disparó y mató
a Alexandra Colopu, de 18 años y embarazada, durante un tumulto en una cola
para conseguir alimentos en El Junquito, en las afueras de Caracas. Allí mismo,
el 15 de enero las tropas especiales mataron a Oscar Pérez y a otros seis
supuestos rebeldes. En junio, este exespecialista de cine y expolicía había
bombardeado el Tribunal Supremo desde un helicóptero robado y hecho un
llamamiento a sus compatriotas a combatir al Gobierno. En un vídeo publicado en
Instagram se ve a Pérez en una ventana justo antes de morir, con la cara
ensangrentada, gritando que se rendía. Solo le sirvió para que lo matasen a
tiros.
Del
Buffalo tiene pasaporte italiano y podría emigrar, pero dice que ama su país y
ha tenido mucho éxito con el programa Desenchufado (un juego de palabras con
“enchufados”, término que se refiere a las personas que ganan dinero por medios
dudosos gracias a que tienen amigos con poder). Uno de su mayores aplausos en
el día que este periodista se reunió con él, lo recibió cuando se rió de los
venezolanos diciendo que, cuando están en su país, no paran de quejarse de lo
malo que es, pero en cuanto se marchan empiezan a presumir de lo bonitas que
son sus montañas y sus mujeres, de la comida, del clima, y de Simón Bolívar,
que liberó media Sudamérica. “Somos gente orgullosa”, concluye, “que tiene
problemas de autoestima por lo mal que nos van las cosas”.
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