Pierina Sora 03 de junio de 2018
@pierast
Los aeropuertos y los terminales de
autobuses en Venezuela se han convertido en lugares de adioses que llevan
implícito un miedo sofocante: ver partir a un familiar sin saber si habrá
posible reencuentro
He
visto a muchos venezolanos en las calles de Lima vendiendo bombas, tizanas,
arepas, empanadas, limonada. En el Óvalo de Santa Anita, un lugar muy
concurrido de la ciudad, suelen estar como un ejército de hormigas. Se les
distingue a leguas, pues llevan dos sellos distintivos: la gorra tricolor y la
camiseta de la Vinotinto.
El
paisaje, a primera vista, es realmente desolador. Algunas de esas personas
tenían un empleo formal en Venezuela; eran maestros, ingenieros, comunicadores
o ejercían algún oficio. En Lima, como en otras ciudades del mundo a donde van
a parar los venezolanos de la diáspora, el objetivo más inmediato es lograr
reunir un poco de dinero para comer y pagar una habitación, es decir,
sobrevivir.
Sobrevivimos
al rencor, a los políticos mediocres, al primer novio, a la cursilería. Gabriel
García Márquez lo resumía mejor: “La vida no es sino una continua sucesión de
oportunidades para sobrevivir”. Pienso en esto, y una verdad –dura y aplastante
como una roca– viene del golpe sobre mí: Hay que sobrevivir, ya no a los
permisos negados de los padres para ir a una fiesta, ya no a la clase de matemáticas,
ya no al Metro de Caracas, sino al hecho de ser emigrante.
Hasta
enero de este año, según la Superintendencia Nacional de Migraciones de Perú,
100 mil venezolanos permanecen en este país. Mi pareja y yo, afortunadamente,
conseguimos empleo (en una agencia digital) la misma semana que llegamos a
Lima. Aunque pasamos a engrosar la cifra de venezolanos sin permiso de trabajo,
hemos contando con una especie de “suerte” que parece reservada a unos cuantos.
Al menos, por ahora, tenemos un sueldo fijo. No trabajamos lo fines de semana
(los peruanos normalmente trabajan de lunes a sábado). A veces me perturba
pasar más de nueve horas diarias en la oficina, pero agradezco no tener que
estar de pie, bajo la inclemencia del sol, vendiendo algún tipo de producto.
***
Lima,
la capital de Perú, huele a sazón. Algunos alegan que es el centro gastronómico
de Suramérica. Se nota que a sus habitantes les gusta comer y por montón.
Deleitar ceviche y tomar una chicha morada parece un ritual diario. Los jugosos
trozos de pescado blanco envueltos en el jugo de limón pueden ser digeridos por
cualquier peruano a las siete de la mañana. Un plato que parece ser pesado para
esas horas, al menos para mí que estoy acostumbrada a desayunar pan o arepa. A
la par, en calidad de comida, están los restaurantes Chifa; comida china con
ingredientes peruanos. Cualquier plato puede ir acompañado con el refresco
clásico Inca Kola.
Los
ruidos ensordecedores de los automóviles y los comerciantes con sus puestos de
comida hacen vida en las calles limeñas creando una gran urbe. Cuando camino
por algunas de sus aceras noto que estoy en un país que tiene un rico contraste
en el que se puede estar en el pasado pero también en el presente. Que, aunque
sea un país de tradiciones, le están sucediendo cambios. Cualquier peatón se
puede encontrar con una calle pavimentada que termina siendo de tierra.
Lima
es una ciudad en donde algunos de sus distritos predomina el polvo y los
colores arenosos, esto se debe a los grandes edificios que están en construcciones.
Su cielo no es nada predecible, un día puede estar un sol radiante, pero al
otro totalmente nublado. El tráfico es abrumador. Las autopistas a toda hora
tienen gran cantidad de vehículos. Cada persona que está frente al volante
tiene sus propias reglas. Hay contaminación sónica por las bocinas de los
carros; los fruteros que ofrecen, por altoparlantes, las bicocas; los
colectores de las busetas- aquí con nombre de jalador- que gritan las rutas de
su trayecto.
En el
bus que agarro todos los días para el ir al trabajo se suele subir una mujer
venezolana con una caja de chocolates en las manos –piel blanca, 1.60, cabello
corto y rojo, bolso pequeño cruzado sobre su hombro izquierdo–. Tiene una
retahíla, un discurso conmovedor, similar a los que usan los vendedores del
metro y de las camionetas de Caracas, pero bien adaptado, no precisamente a la
cultura peruana, sino más bien a las circunstancias.
“Buenos
días, señores pasajeros. Por acá les traigo unos ricos chocolates, solamente a
un sol. Un sol que no enriquece ni empobrece a nadie. Como podrán ver soy
venezolana. Vine a este país huyendo de la fuerte crisis económica e igual que
mis otros compatriotas estoy trabajando fuerte para llevar sustento a mi casa y
enviar algo de dinero a mi familia en Venezuela. Quiero agradecer a Dios y al
hermoso pueblo peruano que me abrió las puertas. Iré pasando por sus asientos,
muchísimas gracias”.
***
Nuestro
viaje con destino a Perú inició el lunes 22 de enero de 2018, a las cinco y
cuarenta y cinco de la tarde. Partimos con cinco bolsos: dos para cargar en la
espalda, dos como equipaje de mano y uno en el que mi mamá me acomodó nuestro
sustento del todo el recorrido: pan, galletas, jamón endiablado, queso fundido,
jugos de cartón, y golosinas que recibimos de algunos familiares. Manjares en
la Venezuela de hoy.
La
previa del viaje estuvo cargada de una serie de pasos que, por muchos momentos,
sentí que parecían difíciles de sortear. Conseguir seiscientos mil bolívares en
efectivo y un pasaje por tierra fueron las más cuestas arriba.
Para
salir de Caracas y llegar hasta San Antonio del Táchira hay que pasar una noche
en el terminal, de lo contrario, los que no quieran trasnocharse, deben comprar
los boletos en el mercado negro y pagar una exorbitante cantidad. Julio, mi
novio, llegó a las seis de la tarde del 20 de enero a Flamingo, terminal
ubicado cerca de Parque Miranda, para cazar los dos pasajes. Allí, para tener
un poco de control, decidió encargarse de hacer una lista de los compradores;
las personas que se desvelarían en una acera, a la intemperie.
Durante
esa noche me costó conciliar el sueño. El sentido de la justicia empezaba a
retorcerse: yo en una cama, cómoda y bajo un techo. Julio en la cola de un
terminal pasando frío. A la cinco de la mañana me desperté. Mi abuela me ayudó
a preparar el desayuno. Salí en un taxi para llevarle a Julio una arepa y un té
de manzanilla.
***
El
periplo comenzó en un bus-cama de dos pisos. Una vez arriba, en nuestros
asientos, vimos por la ventana a un montón de personas agitando las manos en
señal de despedida. Los aeropuertos y los terminales de autobuses en Venezuela
se han convertido en lugares de adioses que llevan implícito un miedo
sofocante: ver partir a un familiar sin saber si habrá posible reencuentro.
Los
pasajeros se abrazaron unos a los otros. Supongo que es un ritual de moda para
demostrar solidaridad, para darnos fuerza. Para decirnos “no estás solo, estamos
juntos”. Aunque también es cierto que la gente viaja con su pareja, con amigos
o familiares (nadie se lanzaría solo a la aventura de un viaje de tantas
horas). Yo observaba todo, quería grabar ese momento en las retinas, de la
misma manera que sucede con los personajes de un episodio en Black Mirror.
Pensaba en la posteridad: Quería captar los detalles para escribir una crónica.
Me hacía la dura. Contenía el llanto para que mi madre, con quien me veía a
través de la ventana del bus, no se derrumbara, no llorara más de lo que ya lo
hacía, no pensara que yo no iba a sobrevivir. Contuve el llanto, pero solo
logré intensificarlo en mi interior.
***
El
recorrido por Venezuela fue, de algún modo, espantoso. Los conductores nos
habían dado una “medida de protección”: no vean por las ventanas, mantengan las
cortinas cerradas porque lanzan cosas. A las diez de la noche, específicamente
en un pueblo de Carabobo, todos estábamos durmiendo cuando escuchamos el
estruendo de un golpe.
“Lanzaron
una piedra -gritó alguien-, díganle al chofer que no se pare, que unos
motorizados nos persiguen”.
Para
el conductor ya esta persecución tipo película de acción hollywoodense era algo
normal. Metió chola hasta salir del radar de los asaltantes y llegar hasta un
puesto de la Guardia Nacional. El copiloto se acercó para ver qué había
sucedido. Inspeccionó los vidrios minuciosamente, se aseguró que todas las
cortinas estuvieran cerradas.
“¿Vieron,
vieron lo que pasa? Por eso hay que tener todo cerrado, yo se los he dicho”,
advertía como quien quiere que le reconozcan, de manera tardía, haber tenido
siempre la razón.
La
piedra había roto el vidrio y la cortina evitó que aquel objeto contundente
diera en la cabeza de algún pasajero. Al llegar a la alcabala militar, no
volvimos saber de los perseguidores. Desde ese episodio mis nervios empezaron a
salirse de control.
***
A las
ocho de la mañana del día siguiente llegamos a San Cristóbal. Con los
compañeros que Julio había conocido en el terminal, cuadramos un taxi para que
nos llevara hasta San Antonio. Cada puesto costó 120 mil bolívares. Nos
subimos. Los miedos seguían presentes. El taxista nos dijo que este recorrido
duraba 40 minutos y que nos esperaban alrededor de cuatro alcabalas de la
Guardia Nacional, “una más arrecha que la otras”. Eso significaba que corríamos
el riesgo de que nos quitaran parte de las cosas que llevamos en las maletas,
en nuestros cuerpos, incluyendo dinero. Paradójicamente el enemigo de turno era
el mismo que la noche anterior nos había salvado el pellejo.
Ya nos
sabíamos las historias de los “trabajitos sucios” que realiza la Guardia
Nacional. Por eso los dólares los escondimos dentro del cuello de la chaqueta
que tenía puesta. Días antes del viaje, escuchamos que hubo mujeres que
guardaron los “verdes” en una toalla sanitaria (¡la macabra situación nos ha
llevado muy lejos!). Cuando pasamos las alcabalas sentíamos las miradas sobre
nosotros. Cada posibilidad de que pararan el carro y revisaran las maletas era
dolorosa. Por suerte no hubo contratiempo. Todo se trataba de estar en un
videojuego: superando cada obstáculo para llegar a la meta.
San
Antonio parecía tres veces la redoma de Petare. Gente por aquí y gente por
allá. Ahí mismo nos cayeron los carretilleros, los asesores de viaje y
“gestores” del Servicio Administrativo de Identificación, Migración y
Extranjería (Saime), quienes cobraban 30 mil pesos por el “sello VIP” sin
necesidad de hacer la kilométrica cola. “¿Hacia dónde van?, tengo pasajes para
Bogotá, Quito, Lima, Chile, con sus comidas y duchas”, era la repetida oferta.
Con
nuestro equipaje caminamos hasta la taquilla para sellar la salida de
Venezuela. La gran cantidad de venezolanos que saltarían al otro lado del
charco conformaban una cola que no parecía tener fin. Julio y yo nos dispusimos
a hacerla.
Carlos,
-alto, cabello negro, 35 años – a quien conocimos en el trayecto desde Caracas,
nos regaló una bolsa de pan. Su justificación: “Yo voy hasta Bogotá, ustedes
van lejos. Dios los cuide”. Un intercambio de números y una estrechada de mano
fue la despedida del paisano, quien nos confesó que después de 25 años de
casado dormiría solo por un tiempo; su esposa y su hijo se quedaron en
Venezuela. Su objetivo: trabajar duro para establecerse y enviarles los
pasajes.
También
conocimos a Rodolfo, un señor de 45 años que viajaba con Yaisa, su hija de 23.
Ambos tenían como destino, igual que nosotros, a Lima. Preguntarle a los
compañeros de turno el monto que llevaban para mantenerse en el país de acogida
era la pregunta más incómoda, pero nos las hicimos y, entonces, ganamos
confianza.
Desde
ese momento, cada quien comentaba su historia de partida y de las cosas
materiales de las que tuvieron que desprenderse para comprar divisas en el
mercado negro. Rodolfo se desempeñaba como técnico en cámaras de seguridad.
Vendió su moto, el televisor y el celular para costear el viaje, mientras que
Yaisa tenía poco tiempo de haberse graduado como Ingeniero Electricista, en
Maturín. Le tocó pasar por doble dolor: dejar a Venezuela y a su hija -de cinco
años- con su abuela materna. Ella le prometió a su pequeña que, una vez
establecida, la iría a buscar.
Después
de pasar seis horas de pie y bajó un tórrido sol nos sellaron el pasaporte.
Desde ese momento, nos sumamos a los cuatro millones de venezolanos que han
emigrado (una cifra avalada por una encuesta realizada por Consultores 21 S.A,
en enero de 2018).
Al
igual que miles de ciudadanos que cruzan a diario el puente Simón Bolívar- vía
que comunica Venezuela con Colombia- nosotros también lo hicimos. No
contratamos a ningún carretillero. Caminar se me hizo cuesta arriba por todo el
compendio de emociones que llegaron a mí: miedo a que un Guardia Nacional nos
revisara, fe por creer en Dios y refugiarme en la oración, adrenalina por
llegar pronto al otro extremo. Julio me ayudó con el peso de los bolsos. El
sudor resbalaba a chorros por mis costillas. Erguí mi espalda, aligeré mis
brazos para meter una dosis de energía y seguí el camino. Fueron 315 metros de
incertidumbre, sin un árbol que nos diera sombra.
***
En
Cúcuta había de todo: personas cargando bultos de pañales, papel higiénico,
arroz y de azúcar, cosas que tenía tiempo sin ver. Al menos en esas cantidades.
Vendedores de la telefonía Claro y casas de cambio ambulante: personas que
cambian divisas.
Rodolfo
y yo nos quedamos en el lugar con todo el equipaje. Julio y Yaisa tomaron un
taxi ida y vuelta por dos mil pesos hasta el terminal de transporte para
comprar los pasajes del próximo destino. Consiguieron hasta Guayaquil, Ecuador.
Los boletos (130 dólares cada uno) se agotaban rápido por la fuerte demanda. El
paquete incluía dos almuerzos, una parada para ducharse, wifi y enchufes para
cargar los celulares y tabletas.
En
Migración Colombia hicimos una cola de dos horas. Para sellar el ingreso al
país cafetero te exigen que tengas a la mano un boleto.
Luego
de un retraso fuerte por parte de la compañía, abordamos el autobús a las tres
de la mañana. Una vez estuvimos en los asientos reclinables nos dimos cuenta de
que seguíamos rodeados de venezolanos que iban, igual que nosotros, tras una
mejor calidad de vida y la posibilidad de ayudar a los seres queridos con el
envío de remesas.
El
viaje por Colombia fue largo. Recorrimos aproximadamente 1.431 kilómetros desde
Cúcuta hasta Rumichaca (zona fronteriza entre Ecuador y Colombia). La
camaradería entre los viajeros se hizo notar. Compartimos pan y galletas con
queso fundido. Incluso agua y Viajesan, pastilla para los mareos y náuseas.
En
Rumichaca, una brisa intensa y un clima de 15 grados nos recibió. Un comisionado
de migración Colombia subió a nuestra unidad y se llevó todos los pasaportes
para sellar la salida del país cafetero y dar entrada a la nación del Cotopaxi.
Nos advirtió que nos quedáramos dentro del autobús porque no teníamos permiso
legal. No hubo problemas. Después de hora y media nos devolvieron nuestro
documento.
Bajamos
a dejar el equipaje en las oficinas de la compañía de viaje que nos llevaría
hasta Guayaquil, e hicimos la cola de Migración Ecuador. Un grupo se quedó en
la larga hilera para cuidar los puestos. Julio y yo fuimos al baño. Mientras
esperaba mi turno, las mujeres venezolanas hablaban de una sola cosa: la
escasez del plato navideño. “Chama allá no comimos hallacas, esa vaina era yuca
con mantequilla”, renegó una de cabello rojo. “Mi familia tampoco. Nosotros nos
vinimos porque ya no se puede más”, soltó una rubia quien llevaba la gorra
tricolor.
Luego
de cuatro horas, llegamos a la taquilla. La oficial, que estaba detrás del
vidrio, nos preguntó cuál era nuestro destino. Dijimos la verdad. Sorprendida,
observé que las hojas de mi pasaporte estaban llenas de sellos. Antes, de la
crisis, no viajé a ningún otro país. Mi familia siempre tuvo los recursos
económicos justos. Incluso, los cinco años de mi carrera de Comunicación los pagué
con mi trabajo. Por lo tanto, esos sellos despertaron en mí un sentimiento
amorfo.
***
Un
poco antes de partir a Quitumbe (terminal de Quito) comimos el segundo plato
que estaba incluido en el boleto. Sopa, seco y jugo. Una comida que supo a
gloria (ya estábamos hastiados de los enlatados). En las paradas rápidas se
subieron algunas mujeres de tez morena. Sus bandejas exhibían pastelitos. La
bolsas marrones en la que estaban envueltos se tornaron transparentes por la
cantidad de fritura. Nosotros, por suerte, compramos cuatro por un dólar y
pudimos resolver la cena de ese trayecto.
Hicimos
un viaje de 12 horas hasta Guayaquil. En algunos pasillos del terminal había
una gran cantidad de venezolanos que, se notaba, venían de hacer el mismo
recorrido que nosotros. La mayoría estaban en el suelo, comiendo pan con
productos enlatados.
Bajamos
el equipaje de nuestras espaldas y nos sentamos en los asientos de una de las
tantas agencias que venden boletos. Compramos pasaje con salida a las siete de
la noche. En el transcurso del día paseamos por este gran terminal que no tiene
nada que envidiarle a un centro comercial de primera clase.
Entramos
a un supermercado y, lo admito, quedé totalmente impactada. Desde hacía mucho
tiempo no veía los anaqueles totalmente llenos y con una amplia variedad de
marcas. Para premiarnos por nuestros esfuerzos compramos los famosos pingüinos
rellenos de chocolate, delicia que se extinguió en Venezuela.
Antes
de abordar la unidad, cada quien fue al baño para darse una “ducha rápida”:
cepillado de dientes, lavado de cara y axilas con agua. El resto pudimos
hacerlo con toallas húmedas. Ya estábamos preparados para esto y sabíamos, por
experiencias de otros, que no siempre podías bañarte.
Rodamos
hasta Tumbes, frontera con Perú. La entrada al territorio Inca no tuvo ningún
inconveniente. El sello de turistas en nuestros pasaportes fue de seis meses.
Después
de viajar seis días y recorrer 4.340
kilómetros, Lima nos recibió con un solo en su máximo esplendor. Con su
acostumbrado tráfico. Llegamos y alquilamos una habitación totalmente vacía.
Bajé el bolso de mi espalda. Me senté en el piso y comencé a observar las
cuatros paredes. Luego cerré los ojos y tuve un flashback de todo lo que viví
durante el viaje. Me di cuenta que a mis 26 años no había tenido la oportunidad
de salir al extranjero y que lo más lejos que había llegado era a La Gran
Sabana y Los Roques. A partir de ese momento, volví a subirme a la montaña rusa
de emociones: sentí rabia e impotencia porque la manera en la que salí de
Venezuela no fue muy agradable. Siento que no emigré sino que me tocó huir, sin
saber cuándo cambiará la situación, cuando superaremos la crisis. Sin saber
cuándo volveré a abrazar a mi familia y jugar con mis perras. Sin saber si
podré estar en la partida de un ser querido y tenga que consolarme con el envío
de dinero para cubrir los altos costos fúnebres.
Llegué
a otro país en donde puedo trabajar para comprar lo que quiera en un
supermercado, sin necesidad de colocar una huella o de conseguir algún producto
sin bachaqueros mediante. Supe que dejé atrás Venezuela porque aborrecí de
estar en ella por culpa de terceros, porque vi lo bueno, pero también lo malo:
mediocridad, antivalores, viveza y egoísmo.
Entré
en la larga lista en la que se encuentran muchos venezolanos: los que desean
surgir en el país de acogida y ayudar a los familiares que se quedaron en un
barco que se va a pique. Los que recuerdan lo buena que fue la patria querida y
que algún día volverá a ser.
“Ves
la hora, se hace tarde ya.
Solo
empacas algunos recuerdos
Una
llamada sin mucho explicar
Que se
den cuenta te da igual
Abres
la puerta sin mirar atrás
Con
retazos haces tú bandera
No
tiene escudos ni estrellas
Solo
flechas en una dirección”.
Gaélica-
Te vas
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