Gianni Mastrangioli Salazar 14 de junio de 2018
Cuando
llega la tan esperada mañana, suena el despertador. Tú estás allí, acostado en
la cama, cubriéndote la cara con la cobija para que nadie se dé cuenta de que
estás despierto. Legañas de pensamientos: La graduación de universidad que no
pudo ser; el cumpleaños de la abuela que quedó por celebrarse; las idas al cine
pendientes; las cervezas con tus amigos que no lograron destaparse. La ventana
del cuarto donde yaces aún está cerrada.
Acostado,
oyes las voces de tus familiares que caminan, esperándote para desayunar.
Conversas contigo mismo. ¿Será que me levanto?, ¿qué les digo?, ¿qué les
prometo? Irse es una sentencia triste que condena nuestras aspiraciones de
permanecer unidos. Es, con la cabeza aún bajo la almohada, nuestra inauguración
como emigrantes, calculadores. ¿Qué hora será en Venezuela? ¿Ya habrán comido?
¿Se habrán levantado? ¿Cuánta diferencia es que hay?
Partir
es una matemática constante; la urgencia de recortar distancias y de reducir
esa estrechez que impide el movimiento libre entre quienes nos queremos.
Emigrantes, cuan impacientes somos. Inquietos, aprestados a reflexionar en qué
medida se da esta determinación del ser por el tiempo.
Venir
a Venezuela es renacer en el llanto, en el cuestionamiento de las
circunstancias de contexto. Los venezolanos somos personas que hemos aprendido
a valorar y conocer nuestras raíces a través de los desaguisados políticos, del
ensayo y error… de la vanidad en el despilfarro.
Experimentamos
un proceso de humildad forzada que nos impulsa a digerir los hechos en la
crudeza; cuestión que implica, de igual modo, el reconocimiento de nuestros
defectos colectivos. Diría Yo, que es algo así como una “pubertad nacional”, en
aras de la construcción de ese sistema que, a futuro, permitirá que no estemos
cubriéndonos con la cobija. Embargados por la pena.
“Está
listo el desayuno. Se te va a enfriar. Mira que hay moscas”. Respiras profundo,
abres la puerta y sales.
En la
mesa: Arepas tostadas con cicatrices de budare, queso rallado, café guayoyo,
aguacate y mantequilla. Una despedida culinaria planificada por el esfuerzo de
quienes, con los ojos llorones, se pararon para cocinar la cantidad
acostumbrada, por última vez. Tu abuela que montó el agua en la olla, pensando
si volverás a verla viva. Tu mamá que amasó la masa preguntándose porqué en
este país los hijos sufren como si ellos fuesen las madres. Tu hermano que se
fue a buscar el refresco en el carro mientras caía en cuenta que, ahora, las
responsabilidades directas de la casa serán suyas. “Sírvete más. ¿Te hacemos
perico? Échale más relleno, mira que en el extranjero no encontrarás esa
vaina”.
La
primera vez que me marché de Venezuela, decidimos ir por allí para tomar y
cantar y bailar y olvidar que éramos (somos) infelizmente felices. La Churuata
del Conejo, Guatire. Once de la noche. Diciembre del 2015. Mi papá pidió una
botella de ron y una ración de tequeños. El lugar fue tomando ese ambiente
discotequero de trópico pueblerino y por ende nos paramos a gozar de la salsa.
En plena faena de movimientos, el cantante de la música en vivo paró la rumba y
dijo:
*Me
acaban de decir que aquí, entre nosotros, hay alguien se irá del país muy
pronto -al parecer, para la época, todavía la diáspora era cosa de
suposiciones-. Sus padres quieren dedicarle una canción para que no se olvide
de lo mucho que lo aman. Que la disfrutes.
El
tipo se aclaró la garganta y de inmediato conocí esas frases de niño, de cuando
nos reuníamos en navidad o después del cañonazo. Era Rubén Blades con su olor a
miau y a perfume, recalcándonos que, en el subdesarrollo, todo lo que baja
sube. Cantábamos con la saliva confundiéndose con las lágrimas, en un “…cuanto
control y cuanto amor/tiene que haber en una casa/mucho control y mucho
amor/para enfrentar a la desgracia/por más problemas que existan/dentro en tu
casa, por más que/creas que tu amor es causa perdida/ten la seguridad de que
ellos te quieren/y que ese cariño dura toda la vida/cuanto control y cuanto
amor/tiene que haber en una casa/mucho control y mucho amor/para enfrentar a la
desgracia…”.
Familia
es familia, y cariño es cariño. “Amor y control”, tremendo clásico de la
amargura. Me lo meto en los audífonos cada vez que, en un autobús por Londres,
la soledad se pone agresiva. Transcurrida la noche, pasamos del karaoke a la
imitación de personajes. Hubo alguien de Juan Gabriel que, mierda, hizo una
presentación impecable. Pieza tras pieza, retrocedíamos a la época de canales a
bonotes y antenas de gancho; a la película con cinta marrón y a los teléfonos
con señales analógicas. Una época que yo no viví por ser de los noventa pero
que tengo presente gracias al relato del hogar. Episodios donde todos “éramos
felices y no lo sabíamos”, que hoy en día no es sino la promesa que se infunde
en la generación que se alza. La Venezuela que fuimos y lo que debemos volver a
ser. Tal cual. La experiencia borrosa de una estabilidad ya impensada y que es
necesario no dejar de lado, manteniéndola vigente en la consciencia del niño
que actualmente mendiga comida en Sabana Grande. Que escucha tiros. Que tiene
al papá asesinado.
Aquel
que el socialismo le violó las esperanzas.
Aquel
que nunca vio en persona las cuñas navideñas, los especiales de RCTV, las
hallacas sobrantes del primero de enero, los uniformes nuevos para el año
escolar que entra.
Aquel
venezolano que no sabe de democracia.
Nuestro
Juan Gabriel de tapa amarilla cantó repertorios como ese que dice “te lo pido
por favor”. Mi mamá lo vociferaba a tal punto que supuse iba a quedar ronca.
Ella estaba al otro extremo de la pista, señalándome con el dedo mientras la
canción tarareaba “…pero no me dejes nunca, nunca, nunca, nunca…”. Suena el
despertador nuevamente. No sabes cuándo volverás. Semanas antes de partir, me
tomé un trago con “tutiri y mundache”, como si hubiera querido grabar en mi
mente la curvatura de sus narices, las arrugas debajo de sus ojos y el brillo
de sus almas. La mirada triste de una despedida que nadie desea. Me invadió la
manía de la observancia; es decir, de la contemplación de los detalles más
mínimos.
Pero,
en fin, se desayuna. Nadie deja que friegues los platos, si bien tú eras el
flojo por no hacerlo. Sucede que estás a punto de irte de tu casa, y en ese
momento nuestros errores se reconocen como la peculiaridad de nuestra ausencia.
Eso que se extrañará transcurridas las horas.
*Ya es
tiempo de que vayamos cogiendo camino. Pa’ Maiquetía se forma cola.
Allí
la respiración se paraliza y la verdad te coñacea por la espalda como si
estuviésemos hablando de un lumbago. De repente, todo desaparece del
apartamento y comienzas a visualizar aquello que será, a partir de ahora, la
sombra de tu puesto vacío. Reuniones venideras de unos parientes rotos e
incompletos. Los inmigrantes creemos en las cosas del destino. Te montas en el
carro. Para mí, el trayecto es de Guarenas a La Guaira, atravesando Caracas por
la Cota Mil. No sé por qué pero el asiento de la ventana se me reserva siempre.
Necesito reencontrarme con la ciudad que se queda sufriente, con las calles
abandonadas por unos acontecimientos que jamás ocurrirán.
Venir
a Venezuela es renacer en el llanto, en el cuestionamiento de las
circunstancias de contexto. Apago el despertador. Todavía no me he quitado la
cobija de la cara; sin embargo, el escenario que me espera continuará siendo el
Juan Gabriel que delira emborrachado, el Rubén Blades latino que saca lo bonito
de las desilusiones y la ventana oscura con las persianas abajo, tal como nos
queda el corazón una vez que despegamos.
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