sábado, 14 de julio de 2018

El sacerdote que les regaló un oasis a los venezolanos, por @thefugazi



Rafael Quintero Cerón 13 de julio de 2018

Un año cumplió una de las obras más significativas de apoyo a los venezolanos en Colombia.

Si quisiéramos medir con cifras la magnitud de la obra del padre José David Cañas, quien desde el año pasado ha dedicado la mayor parte de su tiempo a alimentar a los venezolanos que malviven en la frontera entre Colombia y Venezuela, se podría decir que numéricamente le ha dado al menos una porción de arroz, papa, carne, lentejas, o lo que haya la despensa, a todos los ciudadanos del vecino país que han llegado a nuestro territorio desde 2017.

¿Por qué? Porque la Casa de Paz Divina Providencia, obra de caridad fundada por este sacerdote diocesano de 57 años, en Villa del Rosario (Norte de Santander), ha repartido 500 mil almuerzos en un año. Y según el primer censo que hizo el gobierno Nacional durante dos meses y cuyos resultados fueron divulgados recientemente, hay 442.462 venezolanos en Colombia.

Obviamente, se trata de un ejemplo a la ligera. Pero basta pisar el lugar para entender que más que una simple comida, este lugar ofrece alivio para quienes, sin un centavo en el bolsillo, comienzan a enfrentar el tremendo reto de ser migrantes venezolanos en Colombia.

Y es que su ubicación es estratégica. Está apenas a un kilómetro del puente Simón Bolívar en La Parada, uno de los más pobres y conflictivos corregimientos de ese municipio a 10 minutos de Cúcuta, y a una cuadra de la calle por la que se mueve todo el contrabando que ingresa por las trochas y malezas del río. Una zona donde impera la ley del dinero. Nada es gratis: dormir hacinados hasta 50 en un cuarto: tres mil pesos. Orinar, quinientos. Defecar, dos mil. Dormir en el parque del barrio, mil pesos.

Pero ‘La Casa’ es diferente. Allí el dinero no es importante. Sí, la disciplina y el respeto. Cada mañana, desde las 7:00 de la mañana, al menos 1.500 venezolanos, dos mil muchas veces, esperan con paciencia su turno. Hacen fila ordenadamente en la puerta, mientras adentro de la casa de paso el trabajo se desarrolla con intensidad. En un cobertizo sencillo, casi al aire libre, está la cocina. En ella, el sacerdote Cañas dirige a un equipo de a menos 50 personas, entre voluntarios y miembros de comunidades católicas adscritas a la diócesis de Cúcuta.

El padre nunca pierde detalle. Robusto, moreno y de sonrisa fácil, no pierde detalle de lo que sucede en la cocina. Siempre se le puede ver ataviado en un delantal azul con una enorme cruz roja al frente, fabricado especialmente para esa labor. Es su uniforme diario. Su ‘sotana especial’ para esta ‘batalla caritativa’. Ataviada en ella coordina, dirige, da instrucciones y, por supuesto, cocina. Su labor se reparte entre atender labores administrativas, brindar consejo espiritual y revisar que las lentejas que hierven en la olla gigante no se quemen.

A su lado, en medio de cinco canecas multicolores para lavar la loza, mesas donde reposan bolsas repletas de pan, un balde verde lleno de trozos de plátano maduro y un caldero con huevos revueltos, los voluntarios trabajan como hormigas. Por fortuna, esa mañana está fresca, porque el calor en los calderos es intenso. Todos, colombianos y venezolanos, Pican cebolla, pelan plátanos y cascan huevos para batirlos. El ritmo es frenético. 

Mientras eso sucede en la cocina, en el enorme patio, en una tarima cubierta con techo de zinc, donde hay un parlante con micrófono y un atril para poner la Biblia, un sacerdote lee algunos versículos y habla sobre misericordia, reconciliación, perdón, valentía y solidaridad. Luego invita a todos a abrazarse.

Y muchos lo hacen. Ya se acercan la 7:30 de la mañana y el comedor, que son largas filas de mesas de madera y sillas de plástico, cubiertas por tejas de zinc y carpas blancas, está repleto. Otros oran. Cierran sus ojos con fuerza, aprietan los puños y repiten lo que dice el cura.

Las mujeres, la mayoría jóvenes con la belleza delicada de las venezolanas, consuelan a sus niños, que tosen, lloran o intentan escaparse de sus manos para corretear o ir al parque infantil de la casa. Otros, indiferentes a los demás, miran hacia la cocina. Saben la razón de su visita y la esperan con ansiedad.

El ambiente huele a leña quemada. A paseo de olla. A sancocho en familia a la orilla de un río. Pero luce diferente. Pese a que muchos de los comensales sonríen al ver la cámara fotográfica, en sus rostros hay deterioro.

Están quemados por el sol, sus cabellos lucen enredados y la delgadez ya marca sus pómulos con fuerza. Las ropas, sucias y deterioradas, adquieren tonos opacos pese a que muchos lucen camisetas deportivas de colores rutilantes. Ayuda en ese panorama el día, que ha amanecido gris y frío, lejano al calor característico de esta zona de Norte de Santander.

Trabajar para comer

Con porte de basquetbolista y al menos dos metros de estatura, Luis Martínez se ve poco menos que incómodo doblado sobre una pequeña mesa al lado de varias cubetas de huevos. Con una delicadeza que no coincide con sus manazas, saca un huevo, lo parte suavemente y lo deposita en un recipiente. Luego los bate y los echa al caldero hirviendo.

Luis lleva 5 meses en Colombia. Vende maltas y dulces en la zona de frontera. Lo que gana apenas si le alcanza para garantizar albergue y enviar dinero a su mamá, su papá y sus tres hermanos en Maracay (Venezuela). Por eso, decidió que era mejor ahorrarse lo de la comida. Pero no quiso nada regalado.

“Acá le pregunté al padre Cañas si podía trabajar a cambio de comida y me dijo que sí. Entonces acá vengo, ayudo y me dan una porcioncita más que a los que vienen todos los días. Tengo garantizado desayuno, almuerzo y comida”, relata. Y no es el único que hizo ese ‘pacto’ con el padre. También Andrés, Diomel, David y Jennifer, cuatro de sus compañeros de habitación en una residencia cercana.

Como ellos son al menos 30 los venezolanos que han decidido cambiar alimentación por trabajo en la casa. Tal como explica el padre, a todos los que tocan la puerta se les garantiza pan y bebida caliente al desayuno y un almuerzo completo al mediodía. Pero quienes deciden ayudar y poner de su parte para apoyar a sus compatriotas, reciben un desayuno más completo y el mismo almuerzo que todos, pero con el ‘plus’ de una porción adicional para la noche. No dar el pescado, sino enseñar a pescar.

Junto a los 30 venezolanos que trabajan, están 400 voluntarios de diversas organizaciones católicas apoyadas por la diócesis de Cúcuta. “Ellos se rotan durante los días. Son 60 personas cada día. Trabajan gratis, mientras que los muchachos venezolanos, se podría decir, trabajan por el alimento”, relata el padre Cañas.

De una olla de mute diario a 1.500 almuerzos

La obra creció sola. Y mucho, desde aquel 14 de junio de 2017 cuando el sacerdote y su mano derecha, Fabiola Ruiz, decidieron hacer un ‘mute comunitario’ para los venezolanos que llegaban desde la frontera. “Hicimos para 200 y llegaron 250. Y muchos, cuando se terminó, nos pidieron la olla para raspar el fondo con la mano y comer. Eso me golpeó y por eso decidí acompañar al padre”, recuerda la mujer.

Luego de la experiencia del mute, se decidió que los 14 de cada mes se haría un almuerzo. Pero un día, cuando el número de personas ávidas de un alimento sobrepasó los 500 y más, Cañas tomó la decisión de abrir una casa de paso donde hubiera comida todos los días. Hoy, con más de un año de edad, la obra ya no está en pañales, sino viste pantalones largos. Pronto habrá baños y consultorios para médicos voluntarios. “No todos tienen dinero para pagar sus necesidades”, dice Fabiola.

Y agrega el padre Cañas: “Primero nos tocaba solos, conseguir donaciones. Y el almuerzo era lo que hubiera en la despensa. Si había huevo y lentejas, pues eso se daba. Si había carne, se usaba. Pero siempre había algo”, cuenta. Luego, llegó la ONG Caritas, pero apoyó con mercado hasta mayo. “Parecía complicare todo, pero gracias a Dios ahora llegó el PMA (Programa Mundial de Alimentos de Naciones Unidas), agrega Fabiola. Ahora, tienen mercado asegurado para dos mil personas cada mes.

Coincidencias

Son muchas las voces que se cruzan en medio de un vaso de avena y dos piezas de pan. Son cientos las historias. Todos quieren hablar. Y al hacerlo atropellan las palabras. Las ideas les salen de afán y mezcladas. Nadan entre las quejas y el agradecimiento. Entre la desazón de haber huido de su país y la esperanza de un pronto regreso. En eso todos coinciden.

Coincide María Arcia, de 57 años y dos hijas que tuvo que dejar atrás, al igual que su “hermoso restaurante”, en Valencia. “Me vine a sufrir yo, pero no ellas”, dice y luego se queja del maltrato de muchos colombianos, pero también agradece “estos comedores, que Dios los bendiga”. Y afirma que volverá a su patria amada “porque Venezuela tiene el ‘guarumo’ para salir adelante”.

Coincide Kenya Zambrano, ex practicante de motocrós, con dos años de derecho y uno en artes escénicas. Perdió una pierna en un accidente y por no votar en dos elecciones, el chavismo le negó una prótesis. Llegó hace 15 días a Colombia. “Me quemaron todo y me dijeron que me iba a matar por dormir a orilla del río (Táchira, en la frontera). Necesito un refugio y un trabajo. Acá es donde como, porque no tengo dinero. Puedo lavar, planchar, hacer lo que sea. Pero volveré a mi país, así sea en 10 años, pero voy a volver”.

Y coincide Ronny Pérez, de 48 años, nacido en el Estado Vargas y con un fuerte vitíligo en su piel. Ha pasado hambre, frío, pero jamás le niega la ayuda a un compatriota: “Vendo perros calientes. Si me piden comida, les doy. Los venezolanos estamos para ayudarnos. Hasta que podamos regresar, porque Venezuela se va a levantar, tenemos que protegernos”.

Coincidencias de historias. De hambres y de dolores. Pero también de solidaridad y de apoyo. Al final, están juntos en un país que a veces los quiere dejar solos. Que a veces los discrimina. Sentados en la mesa, con un vaso de avena, dos panes o un almuerzo, la Casa de Paz Divina Providencia es su oasis. Quizá el único que encontrarán durante todo el día.

Tomado de: http://www.eltiempo.com/mundo/venezuela/el-cura-que-alimenta-a-los-venezolanos-en-la-frontera-243180

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