Jurate Rosales 09 de julio de 2018
Con
asombro, al final de mi vida veo la repetición exacta de una película vista en
mi juventud. Me doy cuenta que los venezolanos no inventan nada nuevo,
repiten los mismos gestos, errores y desaciertos que marcaron a toda Europa
oriental en la segunda mitad del siglo XX. Allí está todo, absolutamente igual:
los errores de la oposición, la huida al exilio, las ayudas familiares para los
que quedaron bajo el comunismo y la subordinación de los militares al dictador
de turno. Veo que en tantos años nada ha cambiado y todo es
predecible, porque la oposición sigue ciegamente un guión escrito hace un
siglo, siempre el mismo, siempre asombrosamente efectivo.
Empecemos
por el éxodo de quienes huyen de Venezuela. Nadie quiere expatriarse sino
cuando se trata de resguardar la vida o la subsistencia. Por lo general, en
estos casos cada expatriado encuentra en su percepción de lo ocurrido a
uno o varios culpables, a los que jamás perdonará por haberlo desarraigado de
su tierra natal. En los grandes éxodos que ocurren por razones
políticas, la norma es alimentar una mezcla de rencores y verdaderas o falsas
razones, que para la mayor desgracia del expatriado, le impiden actuar con
objetividad.
Los
actuales pleitos en la diáspora venezolana, se reflejan en una igual
confusión de la oposición dentro del país, con lo cual se repite algo que en el
curso de la Historia ha ocurrido miles de veces cuando un segmento de la
población huye de su país natal. El signo distintivo de esos éxodos es
la incapacidad de los refugiados de unirse en un solo bloque y menos el de
servir de guía de unidad para los que quedaron en la patria desvalida.
Son
tantos los ejemplos de pleitos entre grupos de exiliados, que
uno llega a la conclusión de que se trata de una norma – cualquiera que fuese
la nación y/o la época. Podríamos empezar por lo más famoso, como lo fue la
huida de los aristócratas rusos a raíz de la revolución del año 1917. Esa
primera oleada de refugiados nunca aceptó formar un frente común
con el grupo siguiente de expatriados, como lo fueron los primeros revolucionario
en el caso de Trotski y sus seguidores. Entre los refugiados de la primera ola
y los de la segunda, la diferencia en tiempo era de menos de una década,
pero cada grupo ya era parte de distintas tendencias políticas
internas, que los hacia irreconciliables. Jamás hubo una unión franca y
articulada de todos los refugiados de una sola nación, sino una lucha entre
ellos mismos, en vez de unirse contra el enemigo común que se había apoderado
de su país.
Recuerdo
personalmente las diásporas salidas de los países de Europa oriental cuando
muchos huyeron del comunismo al finalizar la II Guerra Mundial. Los que
habían tenido antes de la guerra gobiernos democráticos, seguían peleando entre
ellos en la diáspora, cada uno por su partido político y eran incapaces de
pensar que en su situación, ya no había ni partidos, ni elecciones, mucho menos
posibilidad de formar un gobierno.
La
diáspora proveniente de algunos de esos países, como fue el caso de Rumania y
Yugoslavia, no solamente se vio dividida entre diversos partidos políticos de
antaño, sino que existían los realistas que defendían a una derrocada
monarquía, enfrentados a los exiliados republicanos de su misma nacionalidad,
como si de sus enfrentamientos internos dependiera un gobierno, a todas luces
inexistente.
Dos
ejemplos son particularmente aleccionadores. En Yugoslavia, el rey Pedro II fue
depuesto en 1945 y el país terminó siendo gobernado por un dictador comunista,
Josip Broz Tito, pero en el exilio pululaban los partidarios del rey
enfrentados a los demócratas que soñaban con una república y en vez de ponerse
de acuerdo contra Tito, los exiliados peleaban entre ellos. En Rumania, el rey
Miguel I fue depuesto en 1947 y lo reemplazó varios años más tarde el dictador
comunista Nicolae Ceaucescu. Recuerdo haber conocido en esa época en Paris a
varios refugiados rumanos, férreamente divididos entre partidarios del rey
depuesto y partidos políticos republicanos, cuando ninguna de las dos facciones
tenía la menor posibilidad de imponerse en su país natal. Siendo en aquella
época Rumania un país petrolero, los exiliados soñaban con regresar a su tierra
y explotar la riqueza petrolera. Sueños vacíos, porque los comunistas
permanecieron en el gobierno de Rumania desde el fin de la II Guerra
Mundial hasta el fusilamiento de Ceaucescu en 1989, cuando se desmembró el
imperio soviético.
Lo que
intento explicar con estos ejemplos sacados de la vida misma de cada grupo de
exiliados, es que la norma en estos casos suele transformar al exilio en un
caldo de cultivo de intrigas internas, con cada grupo “preparándose” de modo
absurdo a “posicionarse” para gobernar a la hora de un hipotético
“regreso”. Asombra la incomprensión de las realidades del momento y la
incapacidad de asumir que el exilio tiene su propio mandato, el de la unidad, y
su rol inmediato, importantísimo, de apoyo y ayuda para los que quedaron en la
patria.
Durante
los años de la postguerra, se habían creado en Inglaterra agencias que a cambio
de un pago contratado por los parientes en el exilio, conformaban y enviaban
paquetes de ayuda a la familia que había quedado bajo el sistema comunista.
Recuerden que soy lituana, – país que fue ocupado por la Unión Soviética desde
1940 hasta 1990 – y mi mamá, desde Venezuela, apartaba cada mes de los sueldos
de la familia, el dinero para el paquete a enviar a Lituania a través de
Inglaterra. Se trataba para mi familia de un sacrificio grande, porque estaba
de prepago un leonino impuesto de aduana cobrado por la Unión Soviética para
dejar entrar el paquete, lo que se convertía en un obligado impuesto mensual,
pagado, en nuestro caso desde C aracas, a la dictadura comunista. Todo
esto volvió a mi memoria, cuando salió en estos días el decreto de Nicolás
Maduro del cambio de Bs.2.500.000 por dólar para las remesas familiares, como
gancho para apoderarse con esa tasa de cambio, de los dólares que el
exiliado manda a su familia. En los países comunistas, aquel chantaje impuesto
a las familias siempre ha sido parte del sistema.
Pasemos
ahora a las penurias. Tan inherente al comunismo es la ausencia de alimentos y
servicios básicos, que – como se ve en el párrafo anterior -, esto forma parte
de un sistema, apoyado en la calculada desigualdad entre quienes son comprados
por el régimen para que le sirvan y quienes no lo son y padecen hambre.
El sistema consiste en que los primeros sometan a los segundos, que son,
precisamente, todos los demás ciudadanos considerados de segunda. En
esa desigualdad entre opresores y oprimidos, los recientes sueldos para altos
oficiales de la Fuerza Armada Venezolana (entre Bs. 118.000.000
y 240.000.000 mensuales) son parte del sistema, como también parte del sistema
es el máximo castigo al militar cuando empieza a subir en importancia. En
Rusia esto ocurrió con el mariscal Tujachevski fusilado en 1937; en Cuba, el
general Ochoa fue fusilado en 1989 y en Venezuela, el general Baduel está
encarcelado desde 2009. Los tres fueron vencedores en sus respectivas tareas:
Tujachevski aseguró la victoria del comunismo en el campo de batalla; Arnaldo
Ochoa era el vencedor de Angola y Baduel fue el salvador de Chávez el 11
de abril. Hasta en la destrucción de ellos, no hay nada nuevo.
En
realidad, lo de Venezuela sigue el manual en todos los ámbitos. Es algo que la
oposición venezolana no se ha acostumbrado a descifrar, ni siquiera después de
dos décadas de enseñanza diaria.
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