Sinaí Pérez 07 de julio de 2018
Se le
iluminan los ojos cuando habla de Venezuela. Tal cual como el que recuerda su
primer amor, ese que tuvo a los 12 años, que tal vez no funcionó pero sí que le
dejó buenos recuerdos. A Nestor se le sale uno que otro suspiro cuando tiene
que referirse a su país, del cual le tocó salir cuando tenía apenas 27 años.
Mientras
unos venían la solución dibujada en una boina, él solo vio problemas. Tal vez
ser inmigrante se le coló en las venas bajo su piel morena. Su papá, Martín
González, emigró de las Islas Canarias a Venezuela, en medio de la guerra civil
española. Justo cuando todo era diferente, Caracas era la ciudad de las
oportunidades.
Bien
lo supo Nestor. Su nacimiento provino de esa maravillosa combinación de razas.
Martín era isleño y María, su mamá, venezolana de pura cepa. Ambos se
conocieron, se enamoraron, y además de él, tuvieron otras dos muchachas. Así
poco a poco construyeron su hogar, su rincón, su vida.
Lo
mismo planeó hacer Nestor aquella primera vez que decidió emigrar a la tierra
de su papá en el año 2.000. Sin embargo, las cosas no salieron bien. Aunque
viajó junto a su esposa e hijos pequeños la nostalgia pudo más y se regresó a
su patria, después de ocho meses. El frío de aquella Santa Cruz de Tenerife no
pudo acobijar a ninguno de ellos.
La
segunda vez, cuatro años después, volvió a armarse de valor. Esta vez, solo. En
poco tiempo consiguió un empleo de comercial, lo que en Venezuela sería un
vendedor de tarjetas de crédito. Ganaba por comisiones y la situación no
marchaba tan mal.
“El
empleo de por sí era inestable, pero verdaderamente lo que me hizo mal fue no
tener a mi familia cerca. Esta vez aguanté menos. Solo estuve por cinco o
cuatro meses y me devolví, pero con la convicción de que lo intentaría otra vez
y con toda mi familia”, afirmó Nestor.
Y así
fue. ¡A la tercera va la vencida!, dijo en el año 2006 donde se despidió
definitivamente de su tierra. Las lágrimas y el dolor no faltaron. Sabía que no
iba a ser fácil, pero ya había trazado un camino que quería recorrer.
Al
primer mes, recién llegado, consiguió un trabajo atendiendo una papelería, en
la que aún, 10 años después, sigue trabajando con el mismo amor de aquellos
primeros días. En poco tiempo pudo alquilar un apartamento, tener para el
mercado y pagar sus cuentas. Cosa que no tuvo, ni siquiera, siendo empleado
bancario en Venezuela.
“Sabía
que no iba a tener los mismos amigos, que no iban a ser los mismos chistes, ni
el mismo dialecto, pero sabía lo que quería para mí y eso me hizo mantenerme
positivo y dispuesto”, aseguró Nestor.
Hoy,
16 años después del primer salto de valentía, y a sus 42 años de edad, Nestor
sabe que Venezuela nunca será España, ni viceversa. La gente es diferente, el
clima es diferente, la situación es diferente.
En
todos lados no hay quien te reciba con un beso en la mejilla y te ofrezca una
arepa, o una sopa si te ven con cara de ratón. No todos saben decir tan rápido,
“te quiero”. Ni tampoco conocen el poder curativo de un abrazo si te lo dan en
el momento indicado.
Aunque
comenta que no se arrepiente de haberse convertido en un emigrante, hay cosas
que si lamenta haber perdido.
“Extraño
sentarme en la calle a hablar con mis amigos, tomarnos unas cervezas. Extraño
ir a una fiesta en casa de alguien, no en una discoteca como se hace en otros
países”, suelta con nostalgia.
Estar
lejos de los últimos años de vida de sus papás es lo que más le duele.
Renunciar a estar junto a ellos, ha sido de las cosas más difíciles que ha
vivido.
“Nadie
quiere irse de su tierra”, dice cuando recuerda a su papá, el mismo que lloraba
internamente no estar cerca de los suyos, así como tanto ha llorado él y su
familia. Ser extranjero no es fácil, ni lo será. Pero eso no lo detiene.
Aunque
todos los días se enfrenta a un lugar distinto al que lo vio nacer, no pierde
su guaguancó. Eso se lleva en las venas. Cada vez que puede y quiere canta
salsa y se destaca luciendo sus pasos de baile, esos que aprendió en el barrio
Altavista de Catia, donde vivió la mayor parte de su vida y conoció el amor, en
1.60 metros de estatura, lleno de pecas.
¿Qué
si le gustaría volver? Lo piensa todos los días. Eso se le nota con tan solo
verlo hablar. Por algo aún se sirven empanadas en su mesa y su casa está llena
de muñecas llaneras, camisas de los Cocodrilos y los Leones del Caracas. No hay
día en el que no hable de Venezuela o se refiera a ella.
No le
importa desvelarse viendo un partido de la Vinotinto, hasta el último minuto.
Sin importar si van ganando o perdiendo. Le pasa lo mismo que con el país. No
importa si hoy está mal y el permanece a kilómetros de distancia. Siempre
estará hasta el último minuto, ahí, con las botas puestas y el tricolor a flor
de piel.
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