Tomás Páez 28 de julio de 2018
@TomasPaez
La
alarma migratoria vende, escribió alguien de quien no logro acordarme. Unos
abultan los datos para infundir terror entre los ciudadanos, y como pretexto
para interrumpir el flujo migratorio, y otros porque creen que de ese modo se
hace más patente el deterioro de las condiciones que explican por qué los
ciudadanos emigran. Aunque por motivos distintos, ambas posturas coinciden en
la necesidad de frenar la movilidad humana: para evitar la fuga de cerebros y
que los países menos desarrollados financien a los de mayor desarrollo, o para
impedir la mezcla cultural y racial que afecta el desarrollo de estos últimos
países, o para evitar el “robo” de empleos.
La
alarma también es cualitativa, alude a los epítetos, muchos de ellos
despectivos, con los que se caracteriza a la diáspora. Hay quienes la catalogan
como integrada por violadores, portadores de enfermedades y de destrucción.
Esos rasgos no definen a las diásporas, por más que se intente, pues la
realidad es que es un fenómeno mucho más individual, complejo, multifactorial y
plural. Esos apelativos, además de inútiles, son perjudiciales para la
interacción humana.
Un
claro ejemplo de lo que ese alarmismo vende lo encontramos en las displicentes
afirmaciones hechas por los voceros de la dictadura venezolana, que cifra en 6
millones el número de colombianos en Venezuela. Lo dicen con desparpajo, a
sabiendas de la inexactitud del dato y de su falta de asideros empíricos. Un
análisis más concienzudo y responsable, llevado a cabo por especialistas de
ambos países, confirma que en realidad el dato real es menos de un tercio de
ese número.
Un
alarmismo similar experimenta el dato de la diáspora venezolana. Solo basta con
recorrer la información de prensa de los dos últimos años para hallar las
inconsistencias y la forma como se inflan los números. Nuestra contribución a
esclarecer la situación es la información que hemos recabado en el Observatorio
de la Diáspora, cuyos registros se extienden por más de 90 países y centenares
de ciudades y, como siempre aclaramos, no se trata de un censo.
La
cuantificación y caracterización de la diáspora es un dato de mucho interés
para fines electorales y para defender su derecho político como ciudadanos en
todo el mundo. Es además importante para conocer las magnitudes de los
problemas que este régimen ha causado a jubilados y pensionados, a los
refugiados y solicitantes de asilo, a los niños y jóvenes que la dictadura ha
convertido en “apátridas” porque les niega el acceso a los documentos de
identidad.
La
forma como se mira el fenómeno de la diáspora signa el sentido y el alcance de
la política que se elabore para articularse a ella. Por esta razón adquiere
sentido analizar el “alarmismo” con el que se aborda el tema migratorio, que en
sí mismo carecería de interés si de ello no derivaran consecuencias políticas
que han colocado a las diásporas como una de las prioridades de la agenda
política global.
De un
modo irreflexivo, gobernantes y partidos políticos alientan la xenofobia con
discursos, llenos de falacias, que crean realidades y actitudes intransigentes
y que propician políticas públicas excluyentes y desintegradoras. Convierten la
inmigración en un arma política para obtener votos y la identifica como la
responsable de los problemas existentes y por venir. Desde esta forma de mirar
la diáspora se erigen las políticas del cierre de fronteras, construcción de
muros y vallas, se cierran puertos y se crean campos de inmigración. Asumen,
quienes así piensan, que existe una raza y una cultura superior y distinta.
Otra
mirada extrema del fenómeno de la diáspora es la que la concibe como una
especie de despojo mediante el cual los países de mayor desarrollo relativo se
aprovechan del capital humano formado en los de menor desarrollo, privando a
estos últimos del know-how que les impide progresar.
Estos
extremos se tocan, pues para ambos la movilidad humana es perjudicial; para
unos el daño se causa en el país receptor, y para otros, en el país de origen.
Quienes ven con miedo el arribo de nuevos inmigrantes enaltecen su
“nacionalismo” y “patriotismo”, promueven la hostilidad y siembran el miedo al
inmigrante con los siguientes argumentos: desplazan a los trabajadores del
país, ponen en riesgo la seguridad nacional,
deterioran las ciudades a las que llegan que convierten en regiones del
Tercer Mundo y además en el país no cabe un extranjero más. Les piden y exigen
que se larguen del país en el que viven con sus hijos.
Veamos
algunos datos y evidencias empíricas que contradicen las posturas que hemos
apuntado en los párrafos previos. Los estudios del Banco Mundial calculan que
si los países ricos admiten un incremento de 3% de la fuerza de trabajo a
través de la flexibilización de los procesos migratorios, ello arrojaría
beneficios que la institución cifra en más de 300.000 millones de dólares. La
diáspora dinamiza el consumo y la inversión. Otros estudios realizados por la
institución en torno al papel de las remesas muestra que son la mayor fuente de
financiamiento de los países en desarrollo, mucho más que la inversión
extranjera directa, y supera en más 2 veces el financiamiento que proviene de
la ayuda internacional.
Además,
los citados informes añaden que este instrumento es más confiable en la medida
en que hay una persona tras cada envío, y que las remesas son contracíclicas; a
diferencia de los grandes inversionistas, tienden a crecer cuando las
condiciones del país de origen empeoran. Las remesas también juegan un
importante papel en los pequeños negocios. En los países de origen, estos se
sostienen gracias a los recursos que reciben por este medio. La experiencia
venezolana confirma estos hallazgos. Las remesas que enviaban los inmigrantes
que el país recibió permitieron a familiares y amigos de estos, en sus países
de origen, mejorar sus condiciones de vida, estudiar y recibir los regalos de
Navidad o del Día de Reyes.
Además,
el cierre de fronteras es contrario a la libertad de mercado y la diáspora ha
aumentado en la medida en que el mercado se ha hecho más global. Asimismo, los
inmigrantes, con independencia de su calificación, son un activo y no una
carga. En países como España ha significado un rejuvenecimiento de la fuerza de
trabajo y una garantía para la sobrevivencia del Estado de bienestar. Como ya
dijimos, dinamizan el consumo de bienes y servicios y muchos emprenden, creando
riqueza y empleo en el país receptor.
Venezuela,
parafraseando a J. F. Kennedy en su reflexión sobre la inmigración a Estados
Unidos, fue un país referencia y cobijo para los oprimidos del mundo e, igual
que Estados Unidos, se benefició de todos los aportes que hicieron las
sucesivas oleadas migratorias provenientes de Europa y Latinoamérica. Esta
práctica de brazos abiertos es la consecuencia de concebir al migrante no como
una carga sino como un aporte, como un ser humano al que es necesario integrar en
el país de acogida.
Son
tantos los beneficios en todos los planos que cuesta entender las propuestas
diseñadas para impedir el flujo migratorio entre fronteras. La apertura de
finales de la década de los ochenta en Latinoamérica confirma que la libertad de
movimiento de bienes y servicios se fortalece cuando se facilita la libertad de
movilidad del know-how que produce esos bienes y servicios. Compartimos la
afirmación de Robert Guest, quien sostiene que la diáspora contribuye a
disminuir la pobreza global.
En el
otro extremo se ubican quienes ven la migración como fuga y, por ende,
destrucción de un país que se priva de ese capital humano. El estudio de Oded
Stark sobre este tema es muy elocuente. Afirma que la diáspora puede impulsar
las habilidades y competencias más que deprimirlas en el país de origen.
Además, quien emigra no solo aporta, también adquiere nuevas habilidades,
competencias y posibilidades de acceder a tecnologías e infraestructuras
inexistentes en el país de origen.
El
migrante vive entre el país de origen y el de acogida, entre dos culturas,
entre dos o más lenguas, dos formas de relacionarse. En el país de acogida debe
reinventarse y todo ello exige un grado de apertura a la nueva realidad, a las
nuevas instituciones, a las nuevas tecnologías e ideas. Quien migra se mueve,
circula, en palabras de Anna Lee Saxenian: los migrantes van y vienen. En ese
movimiento, en ese ir y venir, utilizan su nuevo know-how, sus redes y recursos
para desarrollar iniciativas, proyectos y para emprender negocios en ambos
países. Esto no será posible mientras persistan las actuales circunstancias de
Venezuela o se verá reducido a los contactos mínimos que puedan sobrevivir: hay
que tener presente que la mano represora del socialismo convierte la
interacción humana en un “sálvese quien pueda” y en un “todos contra todos”.
Por ello el conocimiento y la tecnología retroceden, involucionan, pues el
conocimiento solo puede avanzar en contextos de cooperación y competencia. Un
ejemplo es la ciudad de La Habana, el centro de decisión de Venezuela, el mejor
museo del automóvil de la primera mitad del siglo pasado, y ello porque los
repuestos para mantenerlos funcionando y los recursos para adquirirlos
provienen de la diáspora cubana.
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