Mario Vargas Llosa
03 de septiembre de 2019
Salvo
excepciones, América Latina elige gobiernos que la alejan del camino del
progreso
El segundo hombre fuerte de Venezuela, Diosdado
Cabello, enfurecido porque, debido a la vertiginosa inflación que azota a
su patria, el bolívar ha desaparecido de la circulación y los
venezolanos solo compran y venden en dólares, ha pedido a sus
compatriotas que recurran al "trueque" para desterrar del país de una
vez por todas la moneda imperialista.
Es seguro que los desdichados venezolanos no le van a
hacer el menor caso, porque la dolarización del comercio no es un acto gratuito
ni una libre elección, como cree el dirigente chavista, sino la única manera
como los venezolanos pueden saber el valor real de las cosas en un país donde
la moneda nacional se devalúa a cada instante por la pavorosa inflación -la más
alta del mundo- a la que han llevado a Venezuela sus irresponsables dirigentes
multiplicando el gasto público e imprimiendo moneda sin respaldo. La alusión al
trueque de Cabello es una diáfana indicación de ese retorno a la barbarie que
vive Venezuela desde que, en un acto de ceguera colectiva, el pueblo venezolano
llevó al poder al comandante Chávez.
El trueque es la forma más primitiva del comercio,
aquellos intercambios que realizaban nuestros remotos ancestros y que algunos
pensadores, como Hayek, consideran el primer paso que dieron los hombres de las
cavernas hacia la civilización. Desde luego, comerciar es mucho más civilizado
que entrematarse a garrotazos como hacían hasta entonces las tribus, pero yo
tengo la sospecha de que el acto decisivo para la desanimalización del ser
humano ocurrió antes del comercio, cuando nuestros antecesores se reunían en la
caverna primitiva, alrededor de una fogata, para contarse cuentos. Esas
fantasías los desagraviaban del espanto en que vivían, temerosos de la fiera,
del relámpago y de los peores depredadores, las otras tribus. Las ficciones les
daban la ilusión y el apetito de una vida mejor que aquella que vivían y de
allí nació tal vez el impulso primero hacia el progreso que, siglos más tarde,
nos llevaría a las estrellas.
En este largo tránsito, el comercio desempeñó un papel
principal y buena parte del progreso humano se debe a él. Pero es un gran error
creer que salir de la barbarie y llegar a la civilización es un proceso
fatídico e inevitable. La mejor demostración de que los pueblos pueden,
también, retroceder de la civilización a la barbarie es lo que ocurre
precisamente en Venezuela. Es, en potencia, uno de los países más ricos del
mundo, y cuando yo era niño millones de personas iban allá a buscar trabajo, a
hacer negocios y en busca de oportunidades. Era, también, un país que parecía
haber dejado atrás las dictaduras militares, la gran peste de la América Latina
de entonces. Es verdad que la democracia venezolana era imperfecta (todas lo
son), pero, pese a ello, el país prosperaba a un ritmo sostenido. La demagogia,
el populismo y el socialismo, parientes muy próximos, la han retrocedido a una
forma de barbarie que no tiene antecedentes en la historia de América Latina y
acaso del mundo. Lo que ha hecho con Venezuela el "socialismo del siglo
XXI" es uno de los peores cataclismos de la historia. Y no solo me refiero
a los más de cuatro millones de venezolanos que han huido del país para no
morirse de hambre; también a los robos cuantiosos con los que la supuesta
revolución ha enriquecido a un puñado de militares y dirigentes chavistas,
cuyas gigantescas fortunas han fugado y se refugian ahora en aquellos países
capitalistas contra los que claman a diario Maduro, Cabello y compañía.
Las últimas noticias que se han publicado en Europa
sobre Venezuela muestran que la barbarización del país adopta un ritmo frenético.
Las organizaciones de derechos humanos dicen que hay 501 presos políticos
reconocidos por el régimen y, pese a ello, se hallan aislados y sometidos a
torturas sistemáticas. La represión crece con la impopularidad del régimen. Los
cuerpos de represión se multiplican y el último en aparecer ahora opera en los
barrios marginales, antiguas ciudadelas del chavismo y, debido a la falta de
trabajo y la caída brutal de los niveles de vida, convertidos en sus peores
enemigos. Las golpizas y los asesinatos a mansalva son incontables y quieren,
sobre todo, mediante el terror, apuntalar al régimen. En verdad, consiguen
aumentar el descontento y el odio hacia el gobierno. Pero no importa. El modelo
de Venezuela es Cuba: un país sonámbulo y petrificado, resignado a su suerte,
que ofrece playas y sol a los turistas, y que se ha quedado fuera de la
historia.
Por desgracia, no solo Venezuela retorna a la
barbarie. La Argentina podría imitarla si los argentinos repiten la locura
furiosa de esas elecciones primarias en las que repudiaron a Macri y dieron
quince puntos de ventaja a la pareja Fernández-Kirchner. ¿La explicación de
este desvarío? La crisis económica que el gobierno de Macri no alcanzó a
resolver y que ha duplicado la inflación que asolaba a la Argentina durante el
mandato anterior. ¿Qué falló? Yo pienso que el llamado "gradualismo",
el empeño del equipo de Macri en no exigir más sacrificios a un pueblo
extenuado por los desmanes de los Kirchner. Pero no resultó; más bien, ahora
los sufridos argentinos responsabilizan al actual gobierno -probablemente el
más competente y honrado que ha tenido el país en mucho tiempo- de las
consecuencias del populismo frenético que arruinó al único país latinoamericano
que había conseguido dejar atrás el subdesarrollo y que, gracias a Perón y al
peronismo, regresó a él con empeñoso entusiasmo.
La barbarie se enseñorea también en Nicaragua, donde
el comandante Ortega y su esposa, después de haber masacrado a una valerosa
oposición popular, ha retornado para reprimir y asesinar opositores gracias a
unas fuerzas armadas "sandinistas" que se parecen ya, como dos gotas
de agua, a las que permitieron a Somoza robar y diezmar aquel infortunado país.
Evo Morales, en Bolivia, se dispone a ser reelegido por cuarta vez presidente
de la república. Hizo una consulta para ver si el pueblo boliviano quería que
él fuera de nuevo candidato; la respuesta fue un no rotundo. Pero a él no le
importa. Ha declarado que el derecho a ser candidato es democrático y se
dispone a eternizarse en el poder gracias a unas elecciones manufacturadas a la
manera venezolana.
¿Y qué decir de México? Eligió abrumadoramente a López
Obrador, en unas elecciones legítimas, y en el país prosiguen los asesinatos de
periodistas y mujeres a un ritmo aterrador. El populismo comienza a carcomer
una economía que, pese a la corrupción del gobierno anterior, parecía bien
orientada.
Es verdad que hay países como Chile, que, a diferencia
de los ya mencionados, progresa a pasos de gigante, y otros, como Colombia,
donde la democracia funciona y parece hacer avances pese a todas las
deficiencias del llamado "proceso de paz". Brasil es un caso aparte.
La elección de Bolsonaro fue recibida en el mundo entero con espanto, por sus
salidas de tono demagógicas y sus alegatos militaristas. La explicación de ese
triunfo fue la gran corrupción de los gobiernos de Lula y Dilma Rousseff, que
indignó al pueblo brasileño y lo llevó a votar por una tendencia contraria, no
una claudicación democrática. Desde luego, sería terrible para América Latina
que también el gigante brasileño comenzara el retorno a la barbarie. Pero no ha
ocurrido todavía y mucho dependerá de lo que haga el mundo entero, y, sobre
todo, la América Latina democrática para impedirlo.
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