Moisés Naím 10 de noviembre de 2019
@moisesnaim
En
2011, Libia se rompió en mil pedazos. Con la autorización de la ONU, una amplia
coalición de países atacó el país, una turba asesinó a Muamar el Gadafi, su
sanguinario régimen colapsó y el país se fragmentó. Eventualmente, se
consolidaron dos Gobiernos, uno con sede en Trípoli y otro en Tobruk. Cada uno
tiene un líder, fuerzas armadas, una burocracia e, incluso, su propio banco
central y su papel moneda. Además, ambos Gobiernos cuentan con el apoyo de
otros países. El de Trípoli tiene el reconocimiento de la ONU, mientras que al
de Tobruk lo apoyan, entre otros, Egipto, Emiratos Árabes Unidos, Arabia Saudí
y Rusia.
El
control de los ricos campos petroleros de Libia ha sido motivo de fuertes
enfrentamientos armados pero, hasta ahora, ninguno de los dos Gobiernos ha
podido derrotar al otro. Adicionalmente, en territorio libio operan con gran
autonomía centenares de milicias, tribus, grupos terroristas —incluyendo a Al
Qaeda y el Estado Islámico (ISIS, en sus siglas en inglés)— así como
organizaciones criminales que trafican drogas, personas y armas. La amplia
disponibilidad de todo tipo de armas entre la población hace la situación aún
más peligrosa.
El
prolongado colapso del país se ha convertido en un problema europeo. Trípoli
queda a solo 300 kilómetros de Lampedusa, la isla italiana en la cual han
desembarcado miles de inmigrantes africanos que llegan a Libia y, desde allí,
entran a Europa. El caos y la corrupción reinantes en el país africano hacen
muy difícil controlar estos flujos de personas, que generan inmensas ganancias
a los traficantes.
Nada
de esto estaba en los cálculos de las potencias extranjeras que intervinieron
militarmente en Libia. La prioridad era acabar con el régimen de Gadafi y
evitar que el lunático líder cometiera un genocidio. El plan era que, una vez
derrocado Gadafi, un Gobierno de transición convocaría elecciones que
iniciarían el tránsito de Libia hacia la democracia. La explotación de sus
enormes reservas petroleras financiaría el relanzamiento económico del país.
Ocho años después del ataque militar, este promisor “día después” ni ha
llegado, ni se vislumbra.
Venezuela
corre el peligro de volverse la Libia del Caribe. Por supuesto que son países
muy distintos y sus circunstancias difieren significativamente. Pero, las
semejanzas son sorprendentes.
Al
igual que en Libia, en Venezuela también hay dos centros de poder enfrentados
que, hasta ahora, no han podido desalojar al otro. Juan Guaidó es el presidente
encargado y su legitimidad constitucional es reconocida por más de 60 países,
incluyendo las principales democracias del mundo. Nicolás Maduro llegó a la
presidencia a través de elecciones certificadamente fraudulentas y usurpa el
poder gracias al respaldo de las Fuerzas Armadas y de grupos paramilitares.
Cuenta con el apoyo de Cuba, Rusia, China, Irán, Turquía y Siria, entre otros
países.
Tanto
Libia como Venezuela son Estados fallidos con Gobiernos incapaces de desempeñar
funciones básicas. Ninguno de los dos Gobiernos controla todo el territorio
nacional y ese vacío ha sido llenado por una multiplicidad de peligrosos
actores. En Libia operan Al Qaeda y el Estado Islámico mientras que en
Venezuela actúan el ELN y las FARC, los grupos narcotraficantes colombianos.
Caciques regionales, milicias y bandas criminales también controlan regiones y
ciudades o partes de ellas.
En
Libia hay grandes emporios criminales que trafican con gente. En Venezuela hay
influyentes emporios que trafican con drogas y minerales. Libia es un gran
bazar de armas. Venezuela también. En ambos países reina la anarquía y la
criminalidad. Y ambos se han convertido en el foco de una grave crisis
regional. Los inmigrantes africanos que llegan de Libia han desestabilizado la
política de Europa, mientras que la llegada de millones de refugiados
venezolanos está desestabilizando la política en Colombia y otros países. Libia
y Venezuela también se parecen en que ambos son países petroleros que no logran
producir y exportar los enormes volúmenes de crudo que les permitirían sus
vastas reservas. Ambas naciones están sometidas a sanciones internacionales y
están en la mira del Kremlin. Vladímir Putin logró que Rusia alcanzase a tener
una gran influencia en el conflicto sirio. Ahora está tratando de lograr lo
mismo en Libia y en Venezuela.
En
ambos países ha habido diálogos y negociaciones con mediación internacional que
han fracasado.
Otro
rasgo común de las crisis de Libia y Venezuela es que la fatiga está creando
desaliento y desazón. Las crisis que se enquistan, alargándose sin perspectivas
de una solución, dejan de tener prioridad para una comunidad internacional
agobiada por otros conflictos y emergencias humanitarias. Los kurdos, los
rohinyá, y los refugiados de Yemen, Siria, Turquía y Centroamérica compiten por
la atención y los recursos de la comunidad internacional.
Lamentablemente,
gobiernos, organismos internacionales y medios de comunicación ya muestran
señales de fatiga con respecto al estancamiento de la situación en Venezuela.
Si en los próximos meses no hay cambios en el statu quo, la inercia y el
“más-de-lo-mismo” se impondrán. Esto hay que evitarlo como sea.
Moisés
Naím
@moisesnaim
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