ALBERTO BARRERA TYSZKA 16 de marzo de 2020
@Barreratyszka
El
debate entre la izquierda y la derecha en Venezuela funciona como una mala
caricatura. Son retóricas estrujadas hasta el agotamiento para justificar una
realidad más signada por las pugnas de poder
“Nos
duele la patria. Nos preocupa la cruda realidad que vive nuestro pueblo, las
necesidades por las están pasando los millones de venezolanos que hoy padecen
esta terrible crisis histórica”. Cualquiera podría pensar que estas comillas
pertenecen a Juan Guaidó, que así habló el líder de la oposición venezolana
hace pocos días. Pero no. En realidad son mucho más viejas. Son palabras del
teniente coronel Hugo Chávez, desde la cárcel, en 1992, pocos meses después de
intentar dar un golpe de Estado. Han pasado casi treinta años – con dos décadas
de “revolución” y una enorme bonanza petrolera en la mitad- pero sin embargo
Venezuela sigue hundida en su tragedia. Y ahora está mucho peor: los conflictos
son mayores, la violencia se ha institucionalizado, y los escenarios de
solución se han agotado o son inviables. La encrucijada más bien parece un
callejón sin salida.
Tras
la caída del general Pérez Jiménez (1958), uno de los logros fundamentales de
la democracia venezolana fue el establecimiento de la política como proceso,
como experiencia, como forma de asumir y debatir los asuntos públicos y las
relaciones sociales. Después de siglo y medio signado por el caudillismo
militar, el país se estrenó y comenzó a desarrollarse sobre el ejercicio de
poder civil. Este impulso modernizador transformó a Venezuela durante dos
décadas pero, con el tiempo, comenzó a hacer aguas y a generar una crisis que
-20 años después- terminaría en el fracaso del modelo neoliberal y el
predominio de unas élites, políticas y económicas, hundidas en la corrupción,
alejadas de las grandes mayorías e incapaces de leer la realidad. En este
contexto, apareció Hugo Chávez. Como síntoma de una sociedad que parecía a
punto de estallar y, también, como regreso del tentador fantasma del
militarismo: la antigua idea de que el orden lleva uniforme.
Cuando en 1998, Chávez ganó en las elecciones, Teodoro
Petkoff, ex guerrillero legendario, intelectual y periodista, resaltó que uno
de los problemas cruciales con el nuevo mandatario era que hablaba “nuestro
lenguaje”. Esta breve observación señalaba ya el tipo de proyecto que podía
representar Chávez: detrás de una retórica de izquierda, seguía intacta la
vocación militar, la naturaleza personalista y autoritaria. De hecho, Chávez invirtió
mucho tiempo y esfuerzos en convertirse en el eje central del país,
construyendo un Estado a su conveniencia, con un protagonismo cada vez mayor de
los militares frente a un poder cada vez más debilitado de la ciudadanía. Su
relación con Cuba, la ocupación del país que le permitió al régimen de la isla,
tiene que ver mucho con esta intención. Para Chávez, Fidel era un ejemplo, un
modelo exitoso, capaz de pasar más de 50 años en el poder y mantener su
prestigio. Para Castro, la riqueza venezolana representaba una nueva
resurrección. La ideología, en realidad, estaba en segundo plano. El llamado
“socialismo del siglo XXI” terminó siendo una gran fantasía rentista. La
“revolución bolivariana” fue solo una ficción de la bonanza petrolera. Cuando
cayeron los precios, el país quedó al desnudo: quebrado, sin instituciones,
convertido en un cuartel.
Chávez supo aprovechar su inmenso talento
comunicacional para crear una narrativa radical e irritante. Actuaba como un
nuevo rico, irresponsable y derrochador, pero hablaba como si fuera el Che
Guevara. Reprodujo y mejoró la retórica del bloqueo (Cuba sí / Yankees no)
y mantuvo internamente un continuo estado de polarización. Esto terminó
produciendo también una nueva derecha en Venezuela. No solo como propuesta política,
articulada a partidos y movimientos, sino sobre todo como fórmula de
racionamiento, como identidad cultural, que pretende explicar toda la historia
reciente con muchos adjetivos denigrantes y con un solo sustantivo: la
izquierda.
Todo esto también forma parte del mismo proceso de una
oposición a la que le ha sido muy difícil sobrevivir durante estas dos décadas.
Desde su primer Gobierno, Chávez logró que se eliminará el financiamiento
oficial a los partidos y, de manera constante, se dedicó a satanizar y
descalificar a cualquiera que lo adversara. Sin embargo, también el liderazgo
político opositor cometió muchos errores. Basta recordar el intento de golpe de
Estado en 2002 o la decisión de no participar en las elecciones parlamentarias
de 2005. Pero sin duda el tema de la unidad ha sido una de sus fragilidades
principales, así como la falta de una propuesta sólida y clara, de una relación
más cercana con los sectores populares, con sus códigos, con sus necesidades y
aspiraciones.
La muerte de Chávez (2013), el desplome de los precios
del crudo y la consecuente crisis económica, sin embargo, colocaron la
encrucijada en una nueva dimensión. En diciembre de 2015, con un esfuerzo
unitario y un trabajo político en todo el territorio, por primera vez la oposición
obtuvo una victoria aplastante en el parlamento. Este hecho abrió la
posibilidad de un cambio en el país. La oposición, con mayoría absoluta en el
poder legislativo, podía cambiar la configuración de las instituciones, sobre
todo del poder electoral dominado por el chavismo, así como de auditar y
controlar todas las decisiones y acciones del poder ejecutivo. A partir de ese
momento, el chavismo entendió que no podía seguir dependiendo de la voluntad
popular. Con una maniobra inconstitucional, ocupó el Tribunal Supremo de
Justicia y, desde esa instancia, comenzó a bombardear el nuevo parlamento. El
clímax de esta nueva etapa estalla en 2018 cuando, en un proceso absolutamente
irregular, el chavismo adelanta las elecciones presidenciales y reelige a Maduro para
un nuevo período. La oposición no reconoce la legitimidad de la presidencia y
una parte importante de la comunidad internacional, encabezada por Estados
Unidos, Canadá y la Unión Europea, se suman a este desconocimiento.
Durante estos últimos años, mientras el caos económico
ha avanzado de forma vertiginosa, la confrontación política parece paralizada
en una peculiar dinámica institucional: el país, al menos de manera nominal,
tiene dos presidentes, dos asambleas, dos embajadores ante distintos
organismos…La internacionalización de la crisis también ha traído el problema
migratorio y el estancamiento diplomático en una mecánica de amenazas y
presiones que recuerda la Guerra Fría.
En el caso de Venezuela, el debate entre la izquierda
y la derecha ya solo funciona como una mala caricatura. Es un esquema que no
sirve para analizar lo que ocurre en el país. Son retóricas gastadas,
estrujadas hasta el agotamiento para justificar una realidad más signada
actualmente por las pugnas de poder, las mafias, el narcotráfico y la
corrupción… En toda la ruta de robo y lavado de casi un millón de millones de
dólares, se cruzan distintas ideologías y diferentes territorios. A la hora del
saqueo, no hay antagonismos políticos.
El chavismo, asentado en el poder militar y asumiendo
sin pudor que la democracia solo es un simulacro, se ha refugiado en el
ejercicio de la violencia. Un informe de la ONU denuncia la tortura y el
asesinato político, así como más de 8.000 casos de ejecuciones extrajudiciales
en los últimos años. La oposición por su parte, fragmentada y sin plan común,
ofrece una imagen asociada a Trump que no solo respalda la narrativa
oficialista sino que reduce las posibilidades de futuro al marco de una
improbable invasión. Los dos bandos tratan de hacer política a partir de la
presión internacional y ambos, además, parecen estar dispuestos a soportar el
sacrificio que suponen las sanciones para una mayoría cada vez más
despolitizada, cada vez más obligada a tratar de sobrevivir.
En estas circunstancias, ¿acaso se puede llegar a
algún tipo de acuerdo? ¿Realmente el chavismo está dispuesto a negociar? ¿Puede
la oposición llevar adelante un proceso de transición? La única alternativa que
existe parece aún lejana. Quizás lo primero es hacer que la negociación sea
posible. Es imprescindible salir del callejón y regresar a la encrucijada.
ALBERTO BARRERA TYSZKA
@Barreratyszka
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