Ricardo Combellas 21 de marzo de 2022
La democracia es un intento nunca acabado de congeniar la libertad y la igualdad. Por un lado promueve el reconocimiento y protección de unos derechos, sean vistos como inscritos en la naturaleza humana, sea como producto del proceso civilizatorio de la humanidad, que encuentran hoy su base de sustentación en la Declaración Universal de los Derechos Humanos, adoptada por la ONU el año 1948. Como ha señalado Norberto Bobbio, la Declaración puso en movimiento un proceso a cuyo término los derechos del hombre deberían ya no solo ser proclamados o idealmente reconocidos, sino efectivamente protegidos incluso contra el mismo Estado que los ha violado. El principio de la igualdad, integrado a los derechos humanos junto a la libertad, atiende a un concepto que une la democracia antigua de Atenas en los siglos V y IV a.C (lo que ellos denominaban la isonomia, entendida como la igualdad de todos los ciudadanos ante la ley, y la isegoria, el derecho de todos los ciudadanos a participar directamente en la toma de decisiones) , con la democracia moderna, regida por el principio de igualdad de oportunidades, tal como la conocemos hoy. En suma, la relación entre las clásicas libertades civiles y políticas con las modernas libertades (los derechos económicos y sociales) no es una relación antagónica, sino una relación de complementariedad.
Los
derechos humanos encuentran una rica plasmación en nuestra Constitución, la
cual estipula claramente en sus disposiciones normativas la obligación de los
órganos del Poder Público de garantizarlos y promoverlos, por la sencilla razón
de su superioridad axiológica, y su consecuencia en que todo acto de las ramas
del Poder Público que menoscabe los derechos humanos garantizados por nuestra
carta magna es nulo, y acarrea responsabilidad de los funcionarios que los
violen. Dicho en términos sencillos: el poder constituyente (limitado por los
derechos humanos) crea la Constitución, que a su vez limita las
arbitrariedades del poder y lo somete al derecho. En conclusión, la democracia
moderna, surgida en Occidente y que más viva que nunca se ha expandido por el
orbe, armoniza el principio de la democracia y el Estado de Derecho, con
sus dos soportes, los derechos humanos y la división de poderes, este último
entendido como escudo de protección frente al poder despótico (la dictadura), y
su pretensión de imponer su poder por encima de la Constitución y de la ley.
El
régimen de Maduro ha sido fuertemente cuestionado por sus reiteradas
violaciones de los derechos humanos, tal como se manifiesta en diversos y
prolijos informes, tanto de organizaciones de la sociedad civil nacional
e internacional, como de entidades de la jerarquía de las Naciones Unidas y la
Organización de Estados Americanos, a lo cual se une nada menos que la Corte
Penal Internacional. No es el caso aquí abundar en el punto, a lo cual
basta añadir la realidad que habla por si misma de alrededor de 6 millones de
venezolanos que se han visto obligados a abandonar la patria en la búsqueda de
un destino mejor, para significar que cualquier diálogo o negociación que se
reabra entre sectores legitimados de la oposición democrática y el régimen,
debe tener como tema central la garantía de los derechos humanos, vistos estos
en su globalidad, que por supuesto incluye el alivio de las
sanciones internacionales que actualmente pesan duramente sobre las
crudas necesidades que sufre la inmensa mayoría de los venezolanos, sino también
y necesariamente el respeto y garantía por parte del régimen de los derechos
civiles y políticos recogidos en la Constitución, como lo son entre otros el
derecho a la vida, la libertad personal, el debido proceso, el derecho a la
libre expresión de ideas y pensamientos, el derecho a la información, el
derecho al sufragio y las garantías electorales, el derecho de asociación
política, y la garantía fundamental de una justicia imparcial e independiente
del Poder Ejecutivo.
No es
tarea fácil, pero constituye una obligación de los sectores de la
oposición que se sienten a negociar temas tan álgidos, luchar por el
respeto de los derechos consagrados en nuestra Ley Superior. La Constitución es
nuestro Alfa y Omega. Ratificada en dos oportunidades por el pueblo venezolano,
algo excepcional en la historia del constitucionalismo contemporáneo, goza de
una superior legitimidad. Bajo su égida y su orientación recoge el mejor
orgullo de luchar con la razón por su reivindicación y fortaleza.
Tomado
de: https://www.elnacional.com/opinion/las-libertades-y-el-regimen-de-maduro/
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