Pía Riggirozzi 13 de octubre de 2024
La creciente crisis migratoria en
Centroamérica, simbolizada por el flujo sin precedentes de migrantes a través
del peligroso Tapón del Darién, se ha convertido en un claro símbolo de las
fallas en la gobernanza regional y los crecientes desafíos humanitarios en la
gestión de poblaciones desplazadas.
Desde 2020, el número de migrantes que cruzan el Tapón del Darién se ha disparado de 8.000 a los casi 500.000 de finales de 2023, según la Agencia de la ONU para los Refugiados (ACNUR), que informa de que son principalmente ciudadanos de Venezuela (casi el 60%), así como de Haití, Ecuador y, más recientemente, de China.
Niños, personas con discapacidades y aquellos
que sufren enfermedades crónicas o problemas de salud mental constituyen un
porcentaje importante de estos grupos de migrantes. Cientos de miles de
migrantes irregulares de diferentes países cruzan el Tapón del Darién a Panamá
desde Colombia. La mayoría intentan llegar a los Estados Unidos. La selva del
Darién separa América del Sur de América Central y es la única interrupción en
la Carretera Panamericana, que une a las Américas.
Este aumento en la migración irregular ha
llevado a políticas más estrictas en los Estados Unidos, lo que ha resultado en
la deportación de muchos migrantes, a menudo a países de Centroamérica.
Recientemente, un giro hacia políticas aún más restrictivas ha llevado a un cambio
significativo en la política en las Américas.
El nuevo presidente electo de Panamá, José
Raúl Mulino, asumió el cargo en julio de 2024 con la promesa de «cerrar el
Darién» como respuesta a la crisis humanitaria. La decisión de cerrar el cruce
del Darién llevó a la instalación de una valla de alambre de púas, con
profundas implicaciones para las dinámicas migratorias regionales y los
derechos humanos de los migrantes. Esta acción unilateral, junto con las
deportaciones financiadas por EE. UU., tiene varios impactos clave y plantea
importantes preguntas sobre la responsabilidad estatal en la provisión de
protección.
Primero, cerrar el cruce obliga a los
migrantes a buscar rutas alternativas, que probablemente sean más largas y
peligrosas. Esto aumenta el riesgo de violencia, explotación y
condiciones adversas durante el viaje, y también podría alimentar redes de
tráfico de personas a medida que los migrantes recurren a coyotes para
nuevas rutas, exponiéndolos a más explotación y abuso, como se ha informado.
El cierre y las deportaciones violan
fundamentalmente las obligaciones de los estados bajo el derecho internacional
y los derechos humanos, incluido el derecho a solicitar asilo y protección
contra la deportación a lugares donde los migrantes enfrentan riesgos
significativos. Además, estas acciones infringen principios básicos de dignidad
y protección humanitaria, lo que exacerba el sufrimiento de individuos que ya
huyen de condiciones extremas de hambre, violencia y pobreza.
Los migrantes ahora bloqueados por la valla
de alambre de púas se encuentran en una situación de mayor vulnerabilidad, con
un acceso inadecuado a servicios básicos como alimentos, agua, atención médica
y refugio. El cierre del cruce del Darién por parte de Panamá, combinado con la
pausa en el asilo bajo la administración de Biden en EE. UU., ha creado una
situación crítica para los migrantes en la región, que están varados y en un
limbo.
Esta situación ha expuesto una profunda
crisis de gobernanza, no solo a nivel bilateral sino regional. El corredor que
conecta Colombia y Panamá se ha convertido en un microcosmos de sistemas
regionales que han fallado a la hora de proteger a las personas desplazadas. En
lugar de proporcionar soluciones, estas estructuras están atrapadas en una
dinámica global que criminaliza a los migrantes y limita su acceso a la
protección y a derechos básicos.
En la 79ª Sesión de la Asamblea General de
las Naciones Unidas, Mulino, el presidente panameño, sorprendió a muchos al
distanciarse del discurso de su predecesor, Laurentino Cortizo Cohen, quien, un
año antes, en la 78ª Sesión de la Asamblea General de las Naciones Unidas,
declaró: «Es una situación insostenible… en la que somos víctimas y no
responsables». Pero Mulino también ha optado por una postura más pragmática,
suavizando la dura retórica del cierre de fronteras. Reconociendo la necesidad
de un enfoque regional y multilateral, su discurso aboga por la cooperación más
allá de las fronteras nacionales, marcando una clara ruptura con la tendencia a
culpar a otros países.
Un punto clave en el discurso de Mulino fue
su alejamiento de la narrativa oficial que durante años insistió en que «el
Darién no es una ruta; es una selva». En lugar de perpetuar esta visión, el
presidente reconoció que el Darién es, de hecho, un paso migratorio, y la
prioridad ahora es convertirlo en seguro y eficiente. ¿Qué significa una ruta
«segura y eficiente»? Eso aún está por definirse, pero sugiere un enfoque
más colaborativo y realista al problema, alejándose de la inacción que caracterizó
a las administraciones anteriores.
Un elemento clave de esta estrategia ha sido
su acercamiento al presidente colombiano, Gustavo Petro, lo que ha aliviado las
tensiones bilaterales y abre la puerta a la acción multilateral. Este nuevo
enfoque también presenta una oportunidad para revitalizar iniciativas
regionales como el Acuerdo de Cartagena, que podría ser crucial para repensar
la crisis migratoria desde una perspectiva más amplia. No se trata solo de
derechos humanos, sino también de vincular estos esfuerzos a los Objetivos de
Desarrollo Sostenible (ODS), particularmente en áreas críticas como la salud y
el medio ambiente, que han sido gravemente impactadas por la crisis migratoria
en la región.
El desafío ahora radica en convertir esta
retórica en políticas concretas. Sin embargo, aunque este es un paso
importante, el desafío regional de instituciones como la Comunidad Andina
(CAN), Mercosur y el Sistema de Integración Centroamericana (SICA) es que
actualmente carecen tanto de la capacidad como de una agenda clara para
impulsar esfuerzos compartidos o movilizar cooperación y recursos
transnacionales.
La cooperación regional basada en el respeto
a los derechos humanos y los compromisos internacionales será esencial para
garantizar que se protejan los derechos de los individuos perseguidos y
desplazados tanto a nivel nacional como regional.
La tarea es inmensa, pero este cambio en el
discurso representa una oportunidad para reevaluar las políticas fronterizas,
remodelar la respuesta regional y la cooperación internacional, y crear
soluciones más humanas y sostenibles a la crisis que afecta a cientos de miles
de personas desplazadas.
Pía Riggirozzi
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