Marta de la Vega 04 de noviembre de 2024
Sin entrar en consideraciones psicoanalíticas, tomamos de Freud la idea de que las pulsiones son inevitables estructuras orgánicas, inherentes a la naturaleza de los seres vivos y específicamente de los humanos. Resuena también la noción de vis en latín, “fuerza”, que Tomás Hobbes en su Leviatán, de 1651, identifica con el poder. Se trata de una tendencia, impulso o condición natural de los hombres que estos manifiestan para sacar el mayor provecho de los medios que tienen ante sí, siguiendo sus deseos, a fin de asegurar su bienestar futuro (capítulo 10).
Según
su concepción filosófica liberal, Hobbes parte de la convicción de que
todos los seres humanos son libres e iguales; tal condición inherente a su
naturaleza les convierte la vida en una “guerra de todos contra todos”
(capítulo 13). Para salir de esta condición de guerra constante, los individuos
acuerdan ceder su vis individual al soberano, quien detenta el
poder absoluto de coerción y control. Este traspaso de fuerza se basa en el
contrato social, en el cual la vis se centraliza en el soberano
o el Leviatán, el único autorizado para ejercer el poder coercitivo a fin de
garantizar la vida, la paz y la seguridad (capítulo 14).
Gracias
no solo a su voluntad de preservarse, porque la vida en el estado de naturaleza
es solitaria, pobre, malévola, bruta y corta, sino a su razón (logos),
que Hobbes entiende como el “cálculo de las consecuencias”, los individuos,
mediante la renuncia voluntaria a su poder, acuerdan transferir su poder a un
soberano. Así, Hobbes justifica el absolutismo, es decir, el poder
incondicionado, indivisible y sin límites de un autócrata. El liberalismo
no es sinónimo de democracia. En este sentido a Hobbes se le puede considerar
como precursor teórico de la autocracia contemporánea, aunque su propósito al
desarrollar su teoría no fue promover un régimen autocrático, sino buscar una
solución al caos y al conflicto inherente al estado de naturaleza.
Aunque
defendía la autoridad total del soberano, su teoría estaba más motivada por el
deseo de evitar la anarquía y la violencia que por una preferencia por la
opresión o el abuso de poder.
Para
garantizar la paz y la seguridad, era necesario un poder absoluto, que encarna
la figura del Leviatán, el soberano al que los individuos otorgan
autoridad total sobre sus vidas a cambio de protección. De allí se derivaban la
justificación de un poder centralizado y absoluto, el Estado como garante de la
seguridad y estabilidad frente a enemigos externos o internos y la legitimidad
de la obediencia incondicional, que nos recuerda la célebre “servidumbre
voluntaria” de Étienne de La Boétie, pensador del siglo XVI.
La
Boétie desarrolló esta idea en su ensayo Discurso de la servidumbre
voluntaria, escrito hacia 1548. En este texto La Boétie explora el
fenómeno por el cual los pueblos llegan a someterse a la autoridad de un tirano
sin que medie coerción directa. Su reflexión es una crítica a la opresión y
al poder arbitrario, cuestionando cómo es posible que las personas, siendo
libres, acepten someterse de manera voluntaria a un gobernante despótico. Según
él, esta servidumbre voluntaria surge porque los individuos se
acostumbran a la obediencia y, en cierto modo, renuncian a su libertad, ya sea
por comodidad, por temor o por la esperanza de obtener beneficios personales.
Adela
Cortina, en su libro Ética aplicada y democracia radical (1993),
se refiere a una auténtica democracia, que ella denomina “democracia radical”.
Esta implica lo contrario de lo que en la antigua Grecia se entendía por
democracia, equivalente a “demagogia” o lo que hoy consideramos “populismo”,
que era en realidad una “ochlocracia” o “gobierno de la chusma”, una
degeneración o forma pervertida de la politeia, de la res
publica, de la república de ciudadanos sobre la base de la “isonomía”, es
decir, de la igualdad entre ellos, que exige su participación en la toma de
decisiones.
Platón,
en la República, temía las “falsas y jactanciosas palabras” del
demagogo, y sospechaba que la democracia podía no ser más que un punto
de partida en el camino hacia la tiranía. Pero sabemos que los ciudadanos
eran muy pocos con respecto a la totalidad de la población en la polis,
en la ciudad. ¿Quiénes? Los que Cortina llama “interlocutores válidos”. Hoy,
todos los somos. Son los que intervienen desde una visión dialogante y crítica;
ni dogmática, ni facilista, ni complaciente, ni cómoda. ¿Por dónde discurre el
camino democrático? ¿Qué es un proceder democrático? Nos pregunta Adela
Cortina.
Es
urgente contestar estas cuestiones porque, “si bien es cierto que con la
excepción del Estado islámico fundamentalista, la democracia es el
único modelo de gobierno que goza en la actualidad de una amplia legitimidad
ideológica”, su significado sigue siendo ambiguo u oscuro. Propone dejar de
pensar la democracia como un dogma indiscutible, es decir, “emotivista”. El
emotivismo significa inducir conductas sin ofrecer razones, de forma acrítica,
esto es, en modo manipulador. Por comodidad reflexiva de la gente.
Pero
también porque, como señalará Anne Appelbaum en su libro El ocaso de la
democracia, la seducción del autoritarismo (2021), existe una
tendencia inseparable de la condición natural de los individuos hacia el
autoritarismo. Se apoya en Karen Stenner, una economista conductual que empezó
a investigar los rasgos de personalidad hace dos décadas, quien ha argumentado
que alrededor de una tercera parte de la población de cualquier país tiene lo
que ella denomina “predisposición autoritaria”.
El
autoritarismo es algo que atrae simplemente a las personas que no toleran la
complejidad: no hay nada intrínseco “de izquierdas” o “de derechas” en ese
instinto. Es meramente antipluralista; recela de las personas con ideas
distintas, y es alérgico a los debates acalorados. El resentimiento, la
venganza y la envidia son su telón de fondo.
Es el
riesgo que tenemos, dice Cortina, mientras permanezca en la oscuridad que sea
la democracia, que no es simplemente el gobierno del pueblo y para el pueblo.
Pues, como piensa Popper, es más bien “el gobierno de la ley que postula el
incruento despido del gobierno mediante un voto mayoritario”. Y si sigue siendo
ambiguo e impreciso el término, quedarán los ciudadanos sin capacidad crítica
frente a las realizaciones de las “democracias reales” y sin fuerza moral para
cooperar en su transformación.
Marta
de la Vega
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