Por Vladimiro Mujica, 19 Agosto,
2017
Es inescapable la inquietante
percepción de que las discusiones sobre la situación venezolana se desenvuelven
cada vez en mayor grado en un lenguaje de guerra. No se trata, por supuesto, de
una confrontación militar convencional entre dos ejércitos enemigos, y ni
siquiera de una guerra civil abierta y declarada. Cualquiera de los dos
escenarios anteriores exigiría la presencia de armas en ambos bandos
enfrentados, y es demasiado evidente que el dominio de las armas está del lado
del gobierno, las fuerzas de seguridad del estado, y las bandas para-militares
que operan como grupos informales de choque contra la población. El propio
concepto de “bandos enfrentados” es usado con mucha permisividad porque uno de
los “bandos” es la mayoría del pueblo venezolano y, el otro, es el régimen de
Nicolás Maduro que en la práctica se comporta como el gobierno colaboracionista
de una fuerza de ocupación informal dirigida desde Cuba, cuyo fin último es
mantener al chavismo en el poder y proteger los intereses del gobierno cubano
en Venezuela.
Para la resistencia a la
dictadura venezolana es vital entender las reglas de la guerra por el poder
para no incurrir en el grave error de creer en espejismos que parten de una
sobreestimación de nuestras fuerzas, ni confiar en un tipo de voluntarismo que
confunde duras realidades políticas con deseos bien intencionados. Inclusive si
se tiene razón y se es mayoría. El régimen pelea en todos los terrenos y
nosotros estamos obligados a hacer lo mismo en condiciones de profunda
desigualdad. Esto incluye la pelea con los mecanismos de la democracia
convencional como el acto de votar, por ejemplo. Estamos compelidos a hacerlo
no solamente porque creemos en uno de los actos fundamentales del ejercicio
ciudadano, sino porque dejar de hacerlo, le da la excusa perfecta al régimen
para presentarse como democrático en la arena internacional, un territorio que
para nosotros es vital.
He meditado largamente sobre los
complejos argumentos para acudir o no a las elecciones regionales y he
concluido que a pesar de que existen razones sólidas y respetables para no
hacerlo, se imponen las consideraciones que indican que es necesario mantenerse
en la mesa de juego de los mecanismos democráticos y participar. Contrariamente
a lo que un sector de la dirigencia opositora ha expresado, y que ha encontrado
amplio eco en las redes sociales, no se trata en absoluto de que con nuestra
participación validemos a la inconstitucional Asamblea Nacional Constituyente o
al tramposo CNE. Ninguna de estas instituciones se mantiene a través de nuestra
validación. Su existencia es un acto de poder que solamente se contrarresta de
dos maneras: o se vence al chavismo políticamente a través de los mecanismos
democráticos, o se produce una fractura en el poder inducida por una división
de las fuerzas armadas y el propio chavismo que encuentre apoyo en el pueblo y
en la comunidad internacional. Ambas salidas son constitucionales, pero a
ninguna de ellas es posible llegar con un acto de voluntarismo que decreta una
suerte de Hora Cero cuya materialización termina por ser imposible y crea un
estado de frustración y descontento en la población.
Eso nos lleva a otro territorio
sobre el cual he insistido en repetidas oportunidades en esta columna. El
liderazgo opositor de la resistencia ciudadana está obligado a comportarse como
una verdadera dirección política y no como una alianza de intereses disímiles y
agendas personales. El argumento de que la alianza opositora es diversa y que
esa diversidad es parte de nuestro espíritu democrático tiene que ser sopesado
en la misma balanza donde en el otro platillo está la naturaleza despiadada, y
con frecuencia monolítica, de nuestro adversario. Un régimen responsable de la
muerte de más de 100 venezolanos en las calles de la protesta de los últimos meses,
y que con una mano en la cintura elige a una ANC inconstitucional frente a los
ojos atónitos del mundo civilizado, es de temer y sus acciones deben ser
evaluadas en un mapa de acciones prácticamente de guerra contra el pueblo
venezolano.
Pero entender las acciones y la
lógica de la guerra que libra el gobierno contra el pueblo, no puede llevarnos
a corrompernos moral ni espiritualmente. Nosotros estamos del lado correcto de
la historia, y debemos evitar a toda costa que la dictadura pervierta nuestro espíritu
y transforme nuestro deseo de restablecer la democracia y la libertad en
Venezuela en un acto de venganza. La resistencia a la barbarie es un acto de
nobleza y espíritu ciudadano, y el único castigo que debemos desear para
nuestros opresores es el que establecen la Constitución y las leyes. En esta
materia, las inefables redes sociales son un hervidero de arrechera que clama
al cielo y al infierno por las cabezas de los chavistas y por las cabezas de la
MUD que han sido incapaces de entregarnos las de los primeros. Horroriza el
lenguaje y la sevicia de muchas de las expresiones que allí habitan. Conviene
quizás recordar que el triunfo último de la maldad consiste en que quienes se
le oponen terminen por abrazar sus métodos y enseñanzas.
Ganar esta confrontación
definitoria de nuestra historia, requiere mucho más que arrecheras. Tampoco la
ganaremos por tener razón, que la tenemos. Probablemente ya no podremos salir
de esto por medios puramente democráticos, como lo señaló recientemente Ramón
Muchacho, perseguido por el régimen al igual que más de una decena de alcaldes.
Pero nuestra Constitución alberga otras figuras en los artículos 333 y 350, que
se pueden ejercer con el apoyo conjunto de la comunidad internacional. Pero
todo esto requiere que podamos jugar en cualquier tablero que sea necesario,
inclusive si estamos seguros de que el régimen hará trampas, como en las
elecciones. En ese caso las mismas servirán para exhibir su impudicia y su
traición al pueblo. Nada mal frente a los ojos de la comunidad internacional.
Parafraseando a la leyenda del béisbol Yogi Berra: Este juego no se acaba hasta
que se acabe.
No hay comentarios:
Publicar un comentario