16 de septiembre de 2017
El descontento con la política en la
Colombia de hoy se parece al de la Venezuela prechavista. Pero el peligro aquí
no es el castrochavismo, sino la tentación del autoritarismo.
Un tema que surge con recurrencia por
estos días es que Colombia se puede estar pareciendo a lo que era Venezuela antes
de la llegada de Hugo Chávez. En otras palabras, hay tanto descontento con el
sistema político tradicional, que es posible que se le esté abriendo la puerta
a alguna fórmula de tipo antiestablecimiento. De ahí que también esté de moda
por parte de la oposición invocar el fantasma del castrochavismo.
La verdad es que hay muchas similitudes
entre Colombia y Venezuela antes de la revolución bolivariana. Eso no significa
que el país vaya a caer en el castrochavismo. Nadie quiere repetir un modelo
político y económico que ha sido no solo un fracaso, sino una catástrofe
humanitaria. Ningún candidato a la Presidencia quiere vivir lo que está
viviendo Nicolás Maduroy ningún pueblo quiere padecer lo que está
padeciendo el venezolano.
Pero sí es cierto que los colombianos en
este momento quieren algo diferente, como los venezolanos en 1998 cuando Chávez
barrió en las elecciones presidenciales. No saben qué, pero sí saben que no les
gusta lo que ven. Las encuestas demuestran que los candidatos que encarnan la
renovación muchas veces puntean. Gustavo Petro casi siempre está arriba y
Claudia López, Clara López y Sergio Fajardo por lo general están en el primer
pelotón. Ninguno es castrochavista, pero todos dan la impresión de representar
un rompimiento con lo que hay en la actualidad. Es una voz de protesta, sobre
todo, contra los partidos.
En ese aspecto es interesante comparar a
la Colombia de hoy con la Venezuela prechavista. Si tocara resumir los cinco
factores que llevaron al colapso al país vecino, serían: 1)el desprestigio de
los partidos, 2) la caída del precio del petróleo, 3) las medidas de austeridad
que requirió ese ajuste, 4) la corrupción y 5) la reelección.
La antesala del ascenso de Chávez fue el
Caracazo: los disturbios estallaron en Venezuela a raíz de la caída de los
precios del petróleo, lo que había obligado al gobierno a adoptar medidas de
austeridad que causaron mucho malestar. En Colombia la baja en el precio del
petróleo obligó al gobierno a recortar el gasto público y a introducir una
reforma tributaria para aumentar el IVA, lo que ha generado mucho malestar y se
refleja en los bajos índices de popularidad del gobierno.
En Venezuela los escándalos de corrupción
que tocaron al propio presidente de la república Carlos Andrés Pérez,
destituido por la Corte Suprema, generaron un repudio en la opinión pública
hacia la dirigencia política tradicional. En Colombia se está produciendo un
fenómeno similar con los escándalos que afectan a tres expresidentes de la
propia Corte Suprema de Justicia, al vicefiscal anticorrupción y a diversos
caciques regionales, por no hablar de los casos de Odebrecht o los carteles de
la contratación.
Otro paralelo tiene que ver con los
partidos políticos tradicionales. Chávez pasó por encima de Acción Democrática
(similar al Partido Liberal) y de Copei (equivalente al Partido Conservador).
Estos prácticamente habían desaparecido después de dos reelecciones
consecutivas, la de Pérez y la de Rafael Caldera. Algo parecido a los 16 años
de Uribe y Santos en
Colombia. El Partido Liberal y el Partido Conservador, protagonistas de 200
años de historia, hoy están marginalizados.
Y hay un símil aún más curioso: el jefe
natural de Copei, Rafael Caldera, dio un portazo y se salió de su partido para
fundar otro. Es lo mismo que acaba de hacer el expresidente Andrés Pastrana al
abandonar el Partido Conservador y querer revivir su antiguo movimiento, la
Nueva Fuerza Democrática.
Como se puede apreciar, los escenarios
tienes varias similitudes. Solo faltaría el actor principal: un Chávez. Alguien
tan radical por ahora no se ve. Pero claramente el terreno está abonado para
que surja una figura ajena a la clase política tradicional. Ese es el origen de
la teoría del outsider, que en Colombia difícilmente tendría la ideología
izquierdista a la que se fue aferrando Chávez después de llegar al poder. Sobre
todo después del viacrucis que ha tenido que padecer el pueblo venezolano con
un régimen bolivariano radical, autoritario y corrupto.
Porque así como hay elementos parecidos,
también hay algunas diferencias. La principal es de magnitudes. La riqueza petrolera
en el país vecino es enorme: tiene las reservas petroleras más grandes del
mundo. El boom de los años setenta, cuando se nacionalizó la industria
petrolera, no tiene parangón en Colombia. Tampoco lo tiene el tamaño de la
corrupción que se alimentó de la estructura económica rentista. Por la misma
razón, la caída de los ingresos en los ochenta fue mucho mayor que la que
afectó a Colombia en los últimos años.
También hay divergencia en la tradición
de los partidos. Los de Venezuela eran rígidos, con estructuras de mando
sólidas y disciplina impuesta desde arriba: desde las cúpulas, que allá
llamaban cogollos. Al final Chávez se aprovechó de la indignación contra esa
‘cogollocracia’, que llegó a contaminar no solo al gobierno y al Congreso, sino
los sindicatos, las elecciones de rectores en las universidades, hasta los
medios de comunicación. Los partidos colombianos han sido más flexibles y menos
autoritarios. En realidad su debilidad actual obedece a su exceso de
indisciplina. Las disidencias son frecuentes y la gente entra y sale de los
partidos sin mayores consecuencias. Eso explica los actuales 28 movimientos por
firmas que rayan en lo ridículo.
La fuerza de las instituciones también
ofrece dimensiones distintas. A pesar del descrédito actual, las de aquí son
más sólidas que las de la Venezuela prechavista. Y si en algún lugar se aprecia
esa realidad es en el Ejército. Un golpe de Estado como el de Chávez contra
Carlos Andrés Pérez en 1992 es impensable en este lado de la frontera.
Venezuela había vivido décadas de dictaduras militares en los siglos XIX y XX.
Colombia en cambio ha tenido una tradición de gobiernos civiles –con la breve
excepción de cuatro años bajo Rojas Pinilla–, y recientemente las Fuerzas
Militares jugaron un papel clave para hacer viable el proceso de paz con las
Farc, en obediencia a la autoridad civil, a pesar de su tradicional
escepticismo hacia la negociación con el enemigo.
Lo anterior significa que la similitud
del descontento institucional de la Colombia de hoy con la Venezuela de los
noventa no necesariamente tiene que conducir al mismo desenlace. La crisis
humanitaria del país vecino se ha convertido en el tema de conversación que
preocupa a todo el mundo en Colombia, desde la treintena de precandidatos
presidenciales hasta los ciudadanos del común.
Como el castrochavismo no está en el
horizonte, en Colombia se vislumbra una tentación autoritaria. En un país sin
credibilidad en los partidos, en la Justicia, ni en el Congreso, y en
estancamiento económico, lo que menos tiene posibilidades de ganar una elección
es lo que represente el establecimiento. En esas circunstancias se anhela una
fórmula que combine la autoridad con la lucha contra la corrupción. Esta no
necesariamente es de derecha ni dictatorial. El espectro va desde “el que diga
Uribe” hasta Claudia López. Los moderados, los de centro y los que no hablan
duro por ahora van en desventaja.
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