MERIDITH KOHUT y ISAYEN HERRERA 17 de diciembre de 2017
Apenas
a sus 17 meses, Kenyerber Aquino Merchán murió de hambre.
Su
padre salió de la morgue del hospital antes de la madrugada para llevarlo de
regreso a casa. Cargó al bebé esquelético a la cocina y se lo entregó a un
trabajador funerario que hace visitas a domicilio para las familias venezolanas
que no tienen dinero para realizar un funeral.
Se
podían ver claramente la espina dorsal y las costillas de Kenyerber mientras le
inyectaban los químicos de embalsamar. Las tías intentaban mantener alejados a
los primitos curiosos. Sus familiares llegaron con flores y reutilizaron cajas
de alimentos que reparte el gobierno a través de los Comités Locales de
Abastecimiento y Producción (CLAP), de las que dependen cada vez más los
venezolanos ante la escasez de comida y los precios altísimos, para recortar
dos pequeñas alas de cartón. Las pusieron cuidadosamente encima del ataúd de
Kenyerber, una práctica común entre los venezolanos, para que su alma pueda
alcanzar el cielo.
En
cuanto el cuerpo de Kenyerber quedó listo para que lo vieran comenzó el llanto
incontrolable de su padre, Carlos Aquino, un trabajador de construcción de 32
años. “¿Cómo puede ser esto?”, decía entre sollozos mientras abrazaba el ataúd
y hablaba con voz suave, como si pudiera reconfortar a su hijo en la muerte.
“Tu papá ya nunca te va a ver”.
El
hambre ha acechado a Venezuela durante años. Pero ahora, según médicos en los
hospitales públicos, está cobrando una cantidad alarmante de vidas de menores
de edad.
La
economía comenzó a colapsar en 2014. Las protestas y disturbios por la falta de
alimentos, las filas insoportablemente largas para conseguir suministros
básicos, los soldados apostados afuera de las panaderías y las multitudes
enfurecidas que saquean las tiendas han cimbrado varias ciudades.
Sin
embargo, las cifras de muertes por desnutrición continúan siendo un secreto
bien guardado por el gobierno venezolano. Durante una investigación de cinco
meses de The New York Times, los doctores en veintiún hospitales públicos de
diecisiete estados del país dijeron que sus salas de emergencia están
atiborradas de menores con desnutrición severa.
“Los
niños están llegando con unas condiciones muy precarias de desnutrición”, dijo
el doctor Huníades Urbina Medina, presidente de la Sociedad Venezolana de
Puericultura y Pediatría. Añadió que los médicos incluso están viendo cuadros
de desnutrición tan extrema como la que llega a presentarse en campos de
refugiados; casos que, dijo, eran extremadamente raros antes del colapso
económico del país.
Para
muchas familias de escasos recursos, la crisis ha sacudido por completo su
panorama. Padres como los de Kenyerber pasan días sin comer y, a veces,
terminan pesando lo mismo que un niño. Hay mujeres que hacen fila afuera de
clínicas de esterilización para evitar embarazarse de bebés a los que no van a
poder alimentar. Niños pequeños dejan sus hogares y se unen a pandillas que
escarban por doquier en busca de alimentos: sus cuerpos tienen cicatrices por
las peleas a cuchillo contra sus rivales. Adultos en multitudes revuelven la
basura de los restaurantes después de que estos cierran. Muchos bebés mueren
porque es difícil encontrar –o poder costear– la fórmula para el tetero,
incluso en salas de emergencia.
“Hay
veces que se te muere en las manos por deshidratación”, dijo la doctora
Milagros Hernández en la sala de emergencias de un hospital infantil en la
ciudad de Barquisimeto. El hospital, señaló Hernández, vio un aumento
pronunciado de personas con desnutrición hacia el final de 2016.
“Pero
2017 ha sido un incremento terrible de pacientes desnutridos”, dijo. “De niños
que te llegan lactantes y tienen el peso y talla de un recién nacido”.
Antes
de que la economía venezolana comenzara a desplomarse, casi todos los casos de
desnutrición infantil en hospitales públicos se debían a negligencia o abuso
parental. Pero entre 2015 y 2016, conforme se intensificó la crisis, se
triplicaron los casos de desnutrición infantil severa en los centros médicos de
la capital, según los doctores. Este año podría ser aun peor.
En
muchos países la desnutrición a estos niveles sería “por cualquier causa si hay
una guerra, una sequía, alguna catástrofe o un terremoto”, dijo la doctora
Ingrid Soto de Sanabria, jefa del Servicio de Nutrición, Crecimiento y
Desarrollo del Hospital de Niños J. M. de los Ríos. “Pero en nuestro país está
directamente relacionada con la escasez y la inflación”.
El
gobierno venezolano ha intentado encubrir la gravedad de la crisis y ya
prácticamente no emite estadísticas de salud. Esto genera un clima en el que
los doctores a veces temen registrar casos y muertes ligados a los fracasos de
la política pública.
Pero
las estadísticas que hay son impactantes. En el reporte anual de 2015 del
Ministerio del Poder Popular para la Salud se reportó un aumento de cien veces
en la tasa de mortandad de niños menores de cuatro semanas: de 0,02 por ciento
en 2012 a poco más de 2 por ciento. La tasa de mortalidad materna aumentó casi
cinco veces durante el mismo periodo.
Por
casi dos años el gobierno no publicó ningún boletín epidemiológico con
estadísticas como la mortandad infantil. Hasta que, en abril de este año,
apareció de repente un enlace en el sitio web oficial del ministerio con todos
los boletines no publicados. Mostraban que 11.446 niños menores de un año
habían muerto en 2016: un aumento de 30 por ciento en solo doce meses, ante la aceleración
de la crisis.
Los
nuevos hallazgos atrajeron la atención de medios nacionales e internacionales
antes de que el gobierno declarara que el sitio web había sido atacado y
quitara los boletines. La ministra de Salud fue destituida y se puso al ejército
a cargo de monitorear los boletines; ninguno se ha publicado desde entonces.
La
desnutrición también enfrenta censura dentro de los hospitales: muchos doctores
reciben advertencias de no registrarla en los antecedentes médicos de los
niños.
“En algunos
hospitales oficiales se ha prohibido el diagnóstico de desnutrición en las
historias clínicas”, dijo el Urbina.
Médicos
entrevistados por The New York Times en nueve de los veintiún hospitales
dijeron que sí llevaban un conteo. En el último año, dijeron, habían registrado
2800 casos de desnutrición infantil y alrededor de 400 de los menores que
llegaron famélicos murieron.
“Nunca
en mi vida he visto tantos niños con hambre”, dijo la doctora Livia Machado,
pediatra de práctica privada que da consultas gratuitas a niños que han sido
hospitalizados en el sanatorio Domingo Luciani, en Caracas.
Ese
hospital es de los pocos que todavía acepta ingresar a infantes desnutridos
para tratamiento. Otros hospitales los rechazan y les dicen a los padres que no
tienen suficientes camillas o suministros para tratar a los bebés. Casi todos
los hospitales venezolanos reportan escasez de insumos básicos, como leche de
fórmula.
El
presidente Nicolás Maduro ha reconocido que algunas personas pasan hambre en
Venezuela, pero ha rechazado recibir ayuda internacional pues dice que la
crisis es causada por una “guerra económica” impulsada por empresarios y
fuerzas extranjeras como Estados Unidos.
Venezuela
tiene las mayores reservas comprobadas de petróleo en todo el mundo. Sin
embargo, muchos economistas afirman que años de mal manejo de la política
económica han resultado en el desastre actual. El daño no era evidente cuando
los precios internacionales del petróleo eran altos. Pero a finales de 2014
comenzó a caer el precio del barril y la escasez y los precios de alimentos se
dispararon. El Fondo Monetario Internacional advirtió en octubre que la
inflación podría superar el 2300 por ciento el próximo año.
El
Ministerio para la Salud y el Instituto Nacional de Nutrición venezolano no
respondieron a solicitudes de entrevista ni de comentario sobre reportes
oficiales de salud con estadísticas sobre desnutrición. Pero la oposición, que
controla la Asamblea Nacional que fue despojada del poder, continuamente alerta
sobre la situación.
“Tenemos
un pueblo que se está muriendo de hambre”, dijo en noviembre Luis Florido,
asambleísta que dirige la comisión de relaciones exteriores. Dijo que la crisis
alimentaria en el país era una “emergencia humanitaria” que viven “todos los
venezolanos”.
‘Tantos tantos niños’
Kenyerber
nació sano y pesaba casi 3 kilogramos. Pero a su madre, María Carolina Merchán,
de 29 años, le picó un mosquito y se contagió del virus del Zika cuando el bebé
tenía tres meses. Tuvo que ser hospitalizada y los doctores le dijeron que no
podía amamantar.
La
familia no podía encontrar o pagar el alimento para el bebé y tuvieron que
improvisar con lo que tenían al alcance: teteros de crema de arroz o de harina
de maíz mezclada con leche entera. Eso no le daba a Kenyerber los nutrientes
necesarios.
A los
9 meses su padre lo encontró inmóvil en su cama, con la nariz ensangrentada.
Corrió a la sala de emergencia pediátrica del hospital Domingo Luciani, donde
pacientes y camillas atiborran los pasillos junto a soldados patrullando.
Kleiver
Enrique Hernández, de 3 meses, estaba recibiendo tratamiento cerca de donde fue
internado Kenyerber. Él también nació saludable –3,6 kilogramos– pero su madre,
Kelly Hernández, tampoco lo podía amamantar. Lo mismo: Hernández y su novio,
César González, buscaron sin tregua, pero no pudieron encontrar fórmula.
En una
búsqueda en línea del inventario de Locatel, una de las cadenas de farmacias
más grande de Venezuela, el Times encontró que solamente una de sus 64 tiendas
en todo el país tenía la fórmula para bebés que los doctores le recetaron a
Kleiver.
Y es
poco probable que Kelly y César siquiera hubieran podido pagarla. La
hiperinflación ha diezmado los salarios que se pagan en bolívares en
comparación con lo que valían hace dos años. Un surtido para un mes de la
fórmula que necesitaba Kleiver costaba dos veces más que el sueldo mensual de
González, un trabajador agrícola.
La
escasez de fórmula también afecta a los hospitales. Doctores en la sala de
emergencia del Domingo Luciani dijeron que no tenían abasto para alimentar a
pacientes como Kenyerber y Kleiver. La Encuesta Nacional de Hospitales 2016
halló que el 96 por ciento de los hospitales venezolanos reportaron no tener la
cantidad de fórmula que necesitaban para atender a los pacientes. Más de 63 por
ciento reportó que no tenía fórmula, punto.
Con
tan pocas opciones, la madre de Kleiver preparó teteros con almidón de arroz y
agua, a veces con leche entera si la podían encontrar. No era suficiente.
Los
padres de Kleiver lo habían llevado a tres salas de emergencia, pero los
hospitales estaban repletos. “Estaba desesperada viendo cómo tantos tantos
niños estaban en la misma situación”, dijo Hernández.
Cuando
los ingresaron al Domingo Luciani fue un gran alivio. Pero pronto comenzaron a
ver un flujo constante de padres que llegaban con sus bebés desnutridos y
terminaban yéndose en llanto: “¡Mi hijo está muerto!”.
Esperaron
con ansias a que la condición de Kleiver mejorara; dormían en una silla junto a
su cama o en un patio afuera, siempre pendientes por si el doctor les recetaba
algo.
Después
de pasar veinte días en el hospital, terminaron por sumarse a esas familias a
las que habían visto salir horrorizadas. Un equipo de doctores trabajó durante
horas para ayudar a Kleiver, llenándolo sin querer de sangre y moretones
conforme trabajaban para intubarlo. Parecía que su cuerpo sin vida había
recibido una golpiza para cuando los doctores aceptaron que no iban a poder
salvarlo.
Pese a
que la desnutrición severa es evidente, su diagnóstico no es sencillo. Incluso
cuando los doctores sí están dispuestos a reportarlo no necesariamente lo
incluyen como la causa oficial de defunción. La desnutrición grave puede
resultar en toda una patología que conlleva la muerte por falla respiratoria,
infecciones u otros malestares. Pero, en el caso de Kenyerber y Kleiver,
sucedió algo poco común en Venezuela: sus certificados de defunción sí muestran
a la desnutrición como la causa de fallecimiento.
Más de
cien amigos y allegados fueron al velorio en la casa de la familia de Kleiver,
que duró toda la noche. Sus tías y primos colgaron carteles decorados con
mensajes y caricaturas hechas a mano. Kleiver yacía debajo, en un pequeño ataúd
blanco, con las alas de papel.
Apenas
tres meses antes la familia había hecho carteles con mensajes y caricaturas
hechas a mano y las había colgado en la pared, para celebrar el nacimiento. Uno
de esos carteles, en forma de un globo, todavía estaba encima de su cama
durante el velorio.
“Bienvenido,
Kleiver Enrique, te quiero mucho”, decía.
Cuando
salió el sol el vecindario realizó una procesión hasta el cementerio. Hernández
colapsó cerca de una tumba cercana; no podía dejar de llorar. Se sentía
culpable de no haber podido amamantar a su hijo ni de encontrar la fórmula
láctea y no dejaba de decir: “¿Soy mala madre? Por favor, ¡dímelo!”.
Impotencia e indignación
La
doctora Milagros Hernández entró corriendo a la sala de emergencia del hospital
donde trabaja en Barquisimeto gritando: “Voy con un bebé de 18 meses. Le dieron
té de anís, leche de vaca y lo amamantaba una vecina. ¡Está malo!”.
Los
doctores y enfermeros en el Hospital Universitario de Pediatría Agustín
Zubillaga trabajaron rápidamente para evaluar al bebé, Esteban Granadillo.
Pesaba 2 kilogramos y se veía asustado.
“Dígame
lo que le dio de comer”, le preguntó la doctora Hernández a la tía abuela,
María Peraza, quien lo había llevado al hospital. “A ese niño se le destrozó el
estómago y posiblemente hasta el hígado”.
Cuatro
de las doce camas de la sala de emergencia estaban ocupadas por niños
desnutridos ese día de agosto. Los doctores dijeron que había llegado un caso
de desnutrición prácticamente cada día, algo que no sucedía hasta hace dos años
cuando se agravó la crisis.
Pero
solo había una fracción de los medicamentos necesarios. El entonces director
del hospital, el doctor Jorge Gaiti, dijo que había solicitado en junio 193
medicamentos que requerían a la agencia gubernamental responsable de
distribuirlos a los hospitales públicos. Solo cuatro de los 193 fueron
entregados, de acuerdo con los reportes en la computadora de Gaiti. El hospital
no cuenta siquiera con suministros básicos como jabón, jeringas, gasas, pañales
o guantes de látex.
Los
enfermeros les dan a los pacientes listas con objetos que deben buscar en
farmacias o comprar de vendedores del mercado negro, o bachaqueros, que se
encuentran cerca del hospital y venden suministros médicos difíciles de
encontrar a precios exorbitantes.
Hernández
estaba indignada y se sentía impotente como doctora al ver morir
innecesariamente a esos niños en su sala de emergencias: “Es injusto”.
La
madre de Esteban, según dijo la tía abuela, era soltera, tenía una discapacidad
y no podía amamantarlo. Desesperados, los familiares le pidieron a una vecina
con un infante que ayudara. La familia también le dio teteros de leche de vaca
o agua con camomila y anís para llenarle el estómago.
“No
conseguimos leche en ninguna parte. En vista de que no se nos muriera el niño
tuvimos que hacer eso”, dijo Peraza, la tía abuela, al reconocer que sabía que
era posible que el bebé tuviera problemas por ello. “Sí, hicimos algo malo,
pero yo digo que si no hubiéramos hecho eso el niño hubiera muerto”.
Peraza
se quedó en el hospital junto a la incubadora de Esteban durante días,
acariciando su estómago mientras le susurraba. Durante semanas, el bebé salió y
reingresó del hospital. Murió el 8 de octubre.
Tres
pisos más arriba en el hospital, los pediatras examinaban a una bebé de un mes,
Rusneidy Rodríguez, una semana después de que fue admitida por desnutrición
severa. Su madre, hospitalizada con una infección, no había podido amamantarla.
Como en el caso de Esteban, sus familiares no pudieron encontrar fórmula y
prepararon teteros con lo que pudieron: leche entera, crema de arroz o agua
mezclada con cebada.
La
sala de emergencia estaba desbordada; había camillas en los pasillos. A veces,
el hospital tenía que poner a dos pacientes en una sola cama.
En la
incubadora al lado de Esteban, una niña de cinco meses, Dayferlin Aguilar,
estaba batallando por mantener abiertos sus ojos y sonreírle a su mamá,
Albiannys Castillo.
Albiannys
había llevado a Dayferlin al hospital cuando la niña estaba muy débil: de
repente quedaba inconsciente y tenía una diarrea incontrolable. Los doctores la
diagnosticaron con desnutrición y deshidratación.
Castillo
no podía producir leche así que tenía que llegar a la una de la mañana a hacer
cola afuera de las farmacias para esperar a que abrieran y tratar de encontrar
fórmula. Casi nunca tenían o ya se les había acabado para cuando ella llegaba
al frente de la fila.
“Hija,
aquí está contigo tu mamá, que te quiere”, le decía a Dayferlin cuando la bebé
lograba abrir los ojos.
Murió
tres días después de ser internada en el hospital. La enterraron con unas alas
de color fucsia hechas de papel, con bordes turquesas, y con una corona que
combinaba.
Escarbando en la basura
Orianna
Caraballo, de 29 años, esperó en la fila durante horas con sus tres hijos
–Brayner, de 8 años; Rayman, de 6, y Sofía, de 22 meses– para ingresar a un
comedor comunitario organizado por una iglesia católica en Los Teques. No
habían comido nada en tres días.
Antes
de la crisis, Caraballo le daba de comer a sus hijos gracias a su trabajo en un
restaurante. Ahora llora mientras le da una cucharada de sopa a Sofía y cuenta
cómo sus hijos fueron quienes detuvieron su intento de suicidio.
No
podía vivir viendo cómo sus hijos estaban famélicos. Dice que los llevó afuera
de la casa, mientras Sofía dormía, y volvió a entrar ella sola antes de cerrar
la puerta. Luego Caraballo colgó un cable y se lo amarró al cuello. Cuando
estaba a punto de colgarse escuchó llorar a su hija.
“Algo
me decía: ‘Hazlo, hazlo, hazlo’”, recordó. “Y luego en otro oído me decía: ‘No
lo hagas, no lo hagas; mira a tus hijos’”. Su hijo la llamó y le pidió que
abriera la puerta. Se sintió culpable y decidió no colgarse.
Su
hijo mayor se ha desmayado varias veces en la escuela por no haber desayunado
ni cenado el día antes. Llora cada noche porque tiene hambre y, a los 8 años,
le ruega a su madre que lo deje trabajar para poder comprar comida para la
familia.
Un
informe reciente de las Naciones Unidas y la Organización Panamericana de la
Salud encontró que 1,3 millones de personas que antes podían alimentarse en
Venezuela no han podido encontrar la comida necesaria desde que se desató la
crisis hace tres años.
En
comedores comunitarios que visitó el Times, muchos padres que habían llevado a
sus hijos tenían empleos de tiempo completo. Pero la hiperinflación había
destruido sus sueldos y había acabado con ahorros. Una encuesta hecha en 2016
por tres universidades concluyó que había inseguridad alimentaria en nueve de
cada diez hogares venezolanos.
Caritas,
una organización de ayuda católica, ha estado pesando y midiendo a grupos de
niños menores de 5 años en comunidades pobres en varios estados a lo largo del
último año. El 45 por ciento de esos menores presentan algún tipo de
desnutrición, según su estudio.
Muchas
familias buscan comida en las calles o en basureros. Solo algunos son
indigentes y la mayoría dijo que no habían tenido problema en conseguir
alimentos antes de la crisis.
En
Morón, decenas de personas estaban hasta las rodillas en un basurero en busca
de comida y objetos reciclables que pudieran vender. El cercano Puerto Cabello,
alguna vez el impulsor de la economía local, ahora luce prácticamente vacío.
En el
basurero, muchas personasdijeron que antes trabajaban en el puerto, pero que
ahora estaban desesperados por encontrar comida para sus familiares, después de
que sus empleos desaparecieron cuando se redujo el tráfico portuario. Varias
madres dijeron que nunca imaginaron que tendrían que alimentar a sus familias
con lo que conseguían en la basura.
También
cada vez más familias mandan a sus hijos a pedir comida en las calles o a
trabajar para conseguir alimentos. Algunos nunca regresan.
La calle o el bisturí
Dos
hermanos caraqueños, José Luis y Luis Armas, de 11 y 9 años, respectivamente,
dicen que huyeron de su casa porque apenas había suficiente comida. Ahora viven
en las calles con otros niños que forman pandillas y se pelean con cuchillos
para defender o aumentar los territorios en los que mendigan o buscan entre la
basura.
Han
matado a varios de sus amigos, según dijeron los hermanos Armas. Luis se
levantó la camisa para mostrar una cicatriz que cruzaba todo su abdomen: fue lo
que quedó de un ataque con un machete de un miembro de otra pandilla. Casi
muere, aseguró Luis.
Los
hermanos dicen que prefieren vivir en las calles pese al peligro porque así
comen mejor que en sus casas. Pasan sus días mendigando, en busca de comida
tirada y de reciclables; se bañan en fuentes públicas y guardan sus
pertenencias en árboles y alcantarillas mientras buscan escaparse de la policía
y otras pandillas.
Nelson
Villasmil, un trabajador social del gobierno de la capital, dijo que antes de
la crisis la mayoría de los niños de la calle vivían ahí por negligencia o
abuso por parte de sus padres. Pero ahora cuando los entrevista le dicen que
dejaron sus hogares porque no había comida.
“Lo
que no encuentran en su casa lo consiguen en la calle”, dijo Villasmil.
Hace
tres meses, Yail Fonseca, de 13 años, dijo que dejó su hogar en Los Valles del
Tuy para buscar comida en Caracas.
“Me
fui de mi casa porque la cosa está dura”, dijo. “Ya ni comíamos bien”.
Afirma
que come mejor en las calles de la capital. Duerme debajo de un voladizo en un
parque de patinaje junto con otros adultos y niños sin casa, con los que
despierta a las seis de la mañana para buscar comida en la basura o para
pedírsela a los restaurantes locales.
En las
tardes practica a pelearse con palos con otros integrantes de su pandilla para
ser más ágiles cuando tengan peleas a cuchillo con rivales. El líder les exige
que practiquen por lo menos media hora cada día.
Ese
líder, un adulto que no quiso revelar su nombre, dijo que tenían un código: si
alguien es atacado por solo un integrante de otra pandilla debe protegerse
solo, incluso hasta la muerte, sin importar su edad. El resto del grupo se
meterá solo si un integrante es atacado por varios rivales a la vez. El líder
dijo que cuatro miembros de su pandilla fueron acuchillados a muerte en los
últimos meses. Varios de los niños que lo rodeaban se levantaron la camisa para
mostrar cicatrices.
A
veces, el Estado se involucra y saca a menores de edad de hogares en los que
hay hambre crítica. Después de que dos de sus hijos fallecieron por
complicaciones de la desnutrición, Nerio José Parra y Abigail Torres perdieron
a otros tres: se los llevaron trabajadores sociales.
Su
hija de siete meses, Nerianyelis, murió en septiembre de 2016 cuando la familia
no pudo encontrar leche de fórmula, dijeron Parra y Torres. Parra tenía un
trabajo de tiempo completo en una empresa que hace etiquetas, pero la pareja
dijo que solo podía darle de comer a sus hijos una vez al día. La mañana que
falleció Nerianyelis estaba muy callada y delgada. Los padres dijeron que la
llevaron al hospital, pero que no ayudó.
Abigail
recordó que estaba tan desconsolada que no dejaba que nadie se llevara el
cuerpo de su hija. Tuvo que intervenir el equipo de seguridad del hospital y
separarlas a la fuerza.
El 1
de diciembre murió Neomar, su hijo de 5 años, por desnutrición, deshidratación
y otros problemas, según el trabajador social de ese caso.
Después
de que falleció Neomar, los servicios sociales se llevaron a los tres hijos que
quedaban y los pusieron en casas hogar. Ahora la pareja visita a sus hijos ahí
y a los fallecidos en el cementerio.
El
peso de criar hijos en Venezuela es tal en estos momentos que muchas mujeres
prefieren esterilizarse. Un sábado de julio, poco después de que saliera el
sol, un grupo de mujeres jóvenes vestidas con batas quirúrgicas esperaban para
someterse al procedimiento durante un evento gratuito del hospital público José
Gregorio, ubicado en Caracas.
El
hospital dice que ha esterilizado a más de 300 mujeres. Ese sábado las
veintiuna mujeres formadas para la operación, de entre 25 y 32 años, dijeron
que ya tenían hijos y querían esterilizarse por la crisis económica. Cada una
temía embarazarse de nuevo por la escasez de pañales, fórmula, leche y
medicinas.
La
crisis también ha resultado en una escasez severa de pastillas anticonceptivas
y condones. Muchas de las madres en el evento de esterilización dijeron que sus
embarazos más recientes no habían sido ni planeados ni deseados, pero que no
tenían acceso a métodos anticonceptivos confiables.
Eddy
Farías, estilista de 25 años, dijo que estaba nerviosa por la operación pero
que su decisión era inamovible. Dijo que su sueldo en el salón, un empleo de
tiempo completo, no era suficiente para criar como madre soltera a sus cinco
hijos.
“Es
fuerte ser mamá”, dijo. “Si un niño se te enferma tienes que recorrer y
recorrer los hospitales”, añadió. “Es una guerra de sobrevivencia en el día a
día”.
Después
de la operación dijo que, más allá del dolor por el corte en su abdomen, se
sentía aliviada.
“Otra
vez embarazada, eso sería ir otra vez a la guerra por los pañales”, dijo. “Es
la guerra porque un paquete lo compras o bachaqueado”, añadió en referencia al
mercado negro, “o tienes que madrugar haciendo colas aquí y colas allá, y que
se cuela la gente”.
“Es
una guerra con la comida, con los pañales, con todas las cosas personales de un
niño”.
Sin comer para que sus hijos puedan
hacerlo
Seis
semanas después de que recortaran las alas de ángel de las cajas de CLAP para
Kenyerber, su familia todavía luchaba con el hambre.
Su
madre, María Carolina Merchán, dijo que ya solo pesaba 29 kilogramos porque se
saltaba comidas para que sus otros cuatro hijos tuvieran algo más en el plato.
Los trabajadores sociales dijeron que estaba muy desnutrida, al igual que su
madre, la abuela de Kenyerber, y su hija de 6 años, Marianyerlis. La familia ha
llegado a pasar hasta cinco días sin ingerir algo más que agua.
Marianyerlis
sigue a Merchán por horas mientras llora, rogándole que le dé comida. Merchán
se queda viendo hacia el piso mientras la niña solloza.
“Mamá,
¡tengo hambre!”, le dice.
Pesa
entre 9 y 13 kilos según cuánto llega a comer. De acuerdo con los Centros para
el Control y la Prevención de Enfermedades estadounidenses (CDC, por su sigla
en inglés), las niñas de 6 años que pesan menos de 18 kilogramos están en el
percentil más bajo del promedio de crecimiento infantil. Marianyerlis
recientemente se desmayó tras no haber comido durante días.
La
familia vive con otros parientes en un edificio de vivienda pública abandonado
que no tiene agua potable ni tuberías, y cuya electricidad funciona con
cableado improvisado. No es cómodo, pero su ingreso debe destinarse por
completo a la comida.
Los
retratos de los niños cuando eran bebés, entre los bienes más preciados de la
familia, adornan la pared. El único alimento en toda la casa es una bolsa de
sal y un limón.
“Esto
es una pesadilla”, dijo la hermana de Merchán, Andreína del Valle Merchán, de
25 años, al describir cómo los niños empiezan a vomitar, sudar frío y
aletargarse después de días de no haber comido. Su propia hija de 5 años ha
perdido casi 5 kilogramos en lo que va del año y ahora solo pesa unos 7,5
kilogramos.
Se
prevé que el sufrimiento de las familias venezolanas empeore en 2018. Más allá
de la previsión del Fondo Monetario Internacional respecto a la inflación, los
observadores están preocupados de que el gobierno seguirá rechazando recibir
ayuda por cuestiones políticas.
“Es
que si aceptan la ayuda, aceptan que aquí hay una crisis humanitaria y como
Estado reconoces que tu población es vulnerable y, por lo tanto, tu política no
sirvió”, dijo Susana Raffalli, especialista en emergencias alimentarias que
trabaja como consultora para Caritas en Venezuela (si quieres ayudar a los
niños venezolanos con malnutrición, puedes hacerlo aquí).
Según
los críticos, el gobierno ha utilizado la comida como una manera de mantenerse
en el poder. Antes de las elecciones más recientes, la gente que habitaba en
vivienda pública dijo que los visitaron representantes de los Comités Locales
de Abastecimiento y Producción (CLAP) –los grupos que organizan la entrega de
las cajas de alimentos provistas por el gobierno– y que los amenazaron con
cortarles el suministro si no respaldaban al chavismo en las urnas.
Los
familiares de Kenyerber no creen que vaya a mejorar la crisis económica. Temen
que otro de los niños vaya a morir.
“Lo
pienso día y noche y es lo que más me preocupa”, dijo Andreína.
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