Fernando Mires 18 de diciembre de 2017
Es
solo una constatación. Putin ejerce a nivel mundial cierta paternidad política
del mismo modo como los EE UU la ejercieron sobre gran parte del hemisferio
occidental hasta el día en que se les ocurrió elegir a un presidente
aislacionista. Por cierto, muchos prefieren seguir usando el concepto clásico
de “hegemonía”, pero según mi opinión el de paternidad calza mejor para entender
el tipo de relaciones establecido por Putin con diversos gobiernos, en
particular con algunos latinoamericanos
Hegemonía
supone, de acuerdo al politólogo Joseph Nye, jugar un rol directriz sobre otros
países mediante una superioridad militar o económica, o mediante una ideología
carismática como la que ejerce (¿o ejercía?) el Vaticano hacia las naciones
cristianas o como la que ejerció el Kremlin con respecto a las naciones
comunistas antes del cisma chino. En cambio, paternidad, el nombre lo dice, sigue
las líneas impuestas por una relación de parentesco.
Ahora,
lo que menos puede ejercer Putin, sobre todo si se toma en cuenta que Rusia
sigue siendo una enorme nación empobrecida, es hegemonía económica, como de
hecho la ejerce China en Asia. Basta anotar que entre las grandes migraciones
de fuerza de trabajo hacia Europa Occidental no solo se cuentan las islámicas
sino también las que provienen masivamente de Rusia.
Su
hegemonía militar la ejerce Rusia solo en países periféricos y, si se dan las
condiciones, en los huecos que abren las torpezas de los EE UU de Trump
(particularmente en el Medio Oriente) Sin embargo, Rusia, pese a sus
demostraciones de poderío frente a naciones militarmente débiles, no está en
condiciones de medir su tecnología bélica, no hablemos con los EE UU, sino con
la mayoría de los países europeos.
En
cuanto a la hegemonía ideológica, esta no puede ser ejercida por un gobernante
cuya característica fundamental es carecer de ideología (hecho que lo hace muy
imprevisible) Incluso la manipulación ideológica que practica Putin con
respecto a la religión ortodoxa es solo para el consumo interno. Por otra parte
es evidente que millones de jóvenes rusos se siente atraídos por la cultura
occidental en todas sus formas, desde las literarias, pasando por las musicales
y cinematográficas, hasta llegar a modos de vida e incluso al consumo barato.
Los jóvenes occidentales que en cambio se sienten atraídos por la cultura rusa
pueden ser contados con los dedos de la mano.
No:
Rusia no puede ejercer hegemonía económica, ni militar, ni cultural, ni
ideológica hacia Occidente. Pero eso, sin embargo, no le impide crear zonas
políticas de influencia, sobre todo en Europa del Este y del Sur. Además, y ahí
vamos, puede establecer con diversos gobiernos relaciones de parentesco. De ese
parentesco deriva el punto al cual me estoy refiriendo: su rol paternal. Putin
puede ser considerado, efectivamente, como el padre político de diversas
neo-dictaduras del siglo XXl, entre ellas las que pululan en el espacio latinoamericano.
Para
ser más preciso, la forma primordial de relación política que mantiene Rusia
con “sus” países periféricos (ex miembros de la URSS) es la dominación militar
en su más brutal expresión (Bielorrusia, Chechenia entre otros). La que
mantiene con la mayoría de los gobiernos del Este y del sur europeo (Hungría,
República Checa, Eslovaquia o Turquía) busca expandir zonas de influencia. En cambio, las que
comienza a establecer con algunos países latinoamericanos (Cuba, Nicaragua,
Venezuela, Bolivia) están basadas en relaciones de parentesco, vale decir, en
sincronías que se generan entre sistemas de dominación organizados de modo
idéntico o similar. Los gobernantes de esos países, si los agrupamos en
familias politológicas, serían efectivamente los verdaderos hijos de Putin.
¿Pueden
ser los regímenes políticos agrupados en familias como ocurre con los entes bio
y zoológicos? De hecho lo son, pero bajo el denominador de “tipos”. Las
tipologías socio y politológicas son equivalentes a las “familias” en las
ciencias naturales. Y lo son en dos sentidos. Por una parte, la similitud y,
por otra, el reconocimiento empático que se establece entre ellas. En el caso
de los regímenes autocráticos de Latinoamérica, todos, sin excepción, pueden
ser considerados hijos de Putin.
Autocráticos,
dicho en el exacto sentido de la palabra. La identificación entre poder,
pueblo, gobierno y estado es tan propia al sistema político ruso como lo es al
cubano, boliviano, nicaragüense y, si las cosas se dan como se están dando, al
hondureño. Por de pronto, al igual que el de Putin, el de sus nuevos hijos ha
emergido la mayor de las veces desde estructuras democráticas (deficitarias,
pero democráticas) Por lo mismo, conservan y se sirven de elementos propios a
la formación política de donde provienen, entre ellos, la celebración de
periódicas elecciones. No obstante, se trata solo de una mascarada. Las
elecciones libres y secretas han sido pervertidas en los países mencionados
hasta el punto de convertirse en rituales destinados a perpetuar el poder de
los neo-dictadores.
En
ninguno de esos países la oposición puede oponerse. En casi todos el detentor
del poder se reserva el derecho a vetar candidatos. En el caso del régimen de
Putin, sus principales desafiantes, o son periódicamente encarcelados como
sucede con el líder Alexi Navalni o aparecen muertos, incluso muy cerca del
Kremlin, como ocurrió al político disidente Boris Mentsov (hecho que hizo
recordar la muerte del cubano Oswaldo Payá) Maduro, siguiendo el ejemplo de su
padre político, ha inhabilitado a sus principales contrincantes: el prisionero
Leopoldo López y Enrique Capriles. Lo importante es que nadie en condiciones de
desafiar al poder establecido pueda hacer política activa.
Las
elecciones han llegado a ser en los sistemas putinescos meros actos de
consagración del poder infinito del autócrata. Los tribunales electorales,
simples ministerios al servicio del ejecutivo. El poder judicial cumple la
función de bloquear al poder parlamentario.Y no por último, el rasgo común a
todos, los altos mandos del ejército son miembros de la nueva clase dominante
establecida en el poder.
El ex
presidente de Bolivia, Carlos D. Mesa Gisbert, ha calificado los actos de Evo
Morales en aras de su reelección perpetua como una vía hacia el totalitarismo
(Los Tiempos, 03.12.2017) Pero quizás el término no es el más apropiado. No
permite, entre otras cosas, percibir “lo nuevo” que traen consigo esos
regímenes. Calificarlos como fascistas o estalinistas puede servir como
invectiva, pero para dar cuenta de las características comunes a todos ellos,
es insuficiente. Estamos, definitivamente, frente a un nuevo fenómeno. Ya
llegará la hora de denominarlo con términos más adecuados. Por ahora,
contentémonos con afirmar que todos sus representantes, de una manera u otra,
son hijos de Putin. Y lo son en el más exacto sentido del término.
En
medio del putinismo latinoamericano (de derecha o de izquierda, es lo que menos
importa) ha aparecido, sin embargo, una voz disidente: El ecuatoriano Lenín
Moreno. Enfrentado a la alternativa de ser un nuevo hijo de Putin, o el
refundador de la democracia ecuatoriana, ha optado por convocar al soberano, al
pueblo, en contra del putinismo re-eleccionista de Correa.
Moreno
merece ser apoyado por todos los demócratas latinoamericanos. Su gesta muestra,
una vez más, como esa luz aparecida una vez en Atenas puede reaparecer en
cualquier momento y en los lugares menos imaginados. Lenín Moreno, en el exacto
sentido acordado por Hannah Arendt al término, es un milagro político.Y, sobre
todo, no es un hijo de Putin
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