MAR CENTENERA 23 de enero de 2018
Hace
tres años, el venezolano Alessandro Talamo se quedó paralizado en mitad de la
calle en Buenos Aires. Había venido de vacaciones por 15 días, tenía una maleta
en la mano y en unas horas iba a subirse al avión de regreso a Caracas. No pudo
hacerlo. Después de disfrutar de dos semanas "de tranquilidad" en
Argentina, recordó el robo violento que padeció, a plena luz del día, en la
capital venezolana y el temor con el que se movía a diario allí. "No
vuelvo a Venezuela, tengo miedo", pensó Talamo, que entonces tenía 22
años. Fue uno de los 4.698 venezolanos que en 2015 tramitaron su residencia en
Argentina, según la Dirección Nacional de Migraciones. Dos años después, la
cifra se multiplicó por seis: en 2017 se inscribieron 27.075. A medida que la
situación se agrava, el número no para de crecer.
La
inseguridad y la inflación galopante son los motivos más citados entre los
venezolanos que han huido de su país para instalarse en Buenos Aires. Georgina,
ingeniera industrial de 33 años, renunció en 2015 a su trabajo fijo en una
refinería porque, aún sin hijos, con casa propia y coche "los gastos eran
más que los ingresos". Ahora trabaja como vendedora en una tienda de
accesorios en el barrio de Flores. Daniel Hartliep, de 21, tomó la decisión de
irse el año pasado, agotado de ver cómo la plata "valía menos, menos,
menos" de un día para otro y a duras penas lograba sobrevivir pese a
trabajar "de lunes a domingo" en su ciudad, Barquisimeto, 350
kilómetros al oeste de Caracas.
Hartliep
superó el infierno de trámites para legalizar sus papeles, vendió sus escasos
bienes -un coche, una Playstation 4 y ropa- y con lo que le dieron, equivalente
a 1.500 dólares, se subió a un autobús. Nueve días después, el pasado 10 de
diciembre llegó a Buenos Aires y se enteró de que lo habían estafado: la
habitación que reservó no estaba disponible. Sin desanimarse, buscó otra. En el
mes y 10 días que lleva en la capital argentina, ha pasado por tres
alojamientos y está expectante por empezar su cuarto trabajo, el primero con un
contrato formal.
Hace
una década, la mayoría de jóvenes que emigraba lo hacía para ampliar sus
estudios o conocer otras culturas. Licenciado en Relaciones Industriales,
Itsvan Zurita llegó a Buenos Aires en 2008 con 25 años y dinero suficiente para
vivir durante un año y estudiar un posgrado en branding. No había terminado la
especialización cuando encontró trabajo en una empresa multinacional, hizo
amigos, se echó un novio argentino y sus domingos empezaron a ser parecidos a
los de cualquier porteño, alrededor de un asado. "Buenos Aires pasó a ser
mi casa", señala.
Zurita
ha seguido la decadencia de su país natal desde lejos, pero hay varias imágenes
que no lo abandonan. Una se remonta a la última vez que fue a Caracas, en 2012.
"Uno de mis primos me llevó al aeropuerto y cuando subimos al auto acomodó
un arma. Cuando le pregunté me dijo que era por seguridad. Me quedé un segundo
sin entender y ahí fue decir: 'No quiero volver nunca más'", dice Zurita,
hoy socio de la consultora Átiblo, especializada en estrategia de marcas. El
otro golpe le llegó hace un par de años, al final de las últimas vacaciones de
su madre. "Vi su valija llena de comida, el 70% era comida. Me impresionó
y le pregunté: mamá, ¿de verdad está todo tan mal?"
Casi
todos los venezolanos que viven fuera del país ayudan a los familiares que
están dentro, en especial a sus padres y abuelos. Quien puede manda dinero vía
transferencias realizadas por circuitos ilegales y participa en redes de
conocidos o en negocios de contrabando para hacer llegar medicinas y artículos
de higiene personal a sus seres queridos.
Muchos
de los que eligen Argentina son jóvenes de clase media, media-alta, que ven más
futuro aquí que en Venezuela, aunque tengan que empezar de cero. "Me quedé
sin tener papeles, sin ropa, sin nada. Lo peor fue no haberme despedido de mi
familia", recuerda Talamo, a quien le faltaba un semestre para licenciarse
en Comunicación Social cuando se negó a subir al avión de vuelta. Pasó por el
departamento de ventas de un gimnasio y trabajó como "empleado
multiusos" en un pequeño restaurante antes de llegar también a Átiblo.
Cree
que sus primeros trabajos "fueron un reto" y no se imaginó en ellos
en Venezuela, pero en el otro lado de la balanza pone que le hicieron madurar y
la libertad con la que se mueve por las calles de Buenos Aires. "Allí sólo
vivía para estudiar y trabajar. Agarré miedo a la noche y no quería salir,
parecía un señor de 60 años", dice al echar la vista atrás. Estudiante de
una universidad privada, recuerda cómo un día un compañero lo llamó desesperado
desde el interior de su coche para contarle que estaba viendo cómo secuestraban
a un alumno y no sabía qué hacer. "Es muy doloroso, irnos es una decisión
forzada", subraya.
La
mayoría de recién llegados destaca que es fácil y rápido legalizar su situación
en Argentina. Coinciden también, salvo excepciones, en la hospitalidad.
"Estoy loco con la amabilidad de los argentinos. En Venezuela, con todo lo
que ha pasado, hemos llegado a un punto en el que o jodes o te joden y yo me
acostumbré a eso. Que un policía a mí me dé los buenos días y me pregunte si
estoy perdido, es muy loco. En Venezuela si se te acerca un policía tú te
asustas, les tienes miedo, porque son lo mismo que un delincuente pero con
permiso para matar", señala Harlip.
Pero
no todos se adaptan. La periodista Natalia Quiroga Sáez llegó a Buenos Aires
con su hermano en 2016 y un año después optó por regresar a Venezuela.
"Todo el tiempo que pasé en esta ciudad estuve deprimida porque yo nunca
me quise ir de Venezuela pero me vi forzada a hacerlo por situaciones
económicas", denuncia. En Caracas documentó las protestas de 2017 y la
salvaje represión policial, pero sufrió una crisis de ansiedad y se pasó a la
docencia universitaria. "La paga por clase de cuatro horas para septiembre
2017 equivalía a 4.000 bolívares, menos de 50% de lo que costaba un café",
comenta Quiroga Sáez. Ante la imposibilidad de ganar lo suficiente para comer,
hace unas semanas tuvo que volver a Argentina. "Vivir en Buenos Aires es
costoso y por eso tengo cuarto trabajos: pasante periodista en La Nación
online, profesora de inglés, de yoga y soy asistente de comunicaciones de un
empresario", explica.
Hay
otros a los que les va bien y con el paso de los años han empezado a abrir
negocios. En vez de enviar dinero para allá, convencen a sus familias para que
también emigren. Es el caso de Fernanda Socorro y su novio, Carlos,
propietarios de un pequeño café en Villa Ortúzar, Al Grano, desde 2016.
Aterrizaron hace siete y ocho años, respectivamente, y tras ellos han llegado
madres y hermanos. "Hay momentos en los que quiero volver, pero siento que
es imposible", opina Socorro, de 25 años. Carmen Ogliastre, su suegra,
está convencida de lo mismo. "Aunque cambie el Gobierno, desde el punto de
vista social vamos a tardar dos, tres décadas en recuperarnos", asegura
esta mujer, que dejó a su madre, hermanas, amistades y trabajo como
administradora de fincas para mudarse a un país en el que se siente segura.
"En Argentina vivimos. En Venezuela, con suerte, sobrevives", dice
con tristeza. "Mi hermana está jubilada y tiene dos hijos en Chile y uno
en Estados Unidos. Sin lo que le envían no podría vivir. El 80% de los ingresos
se va en comida", lamenta Ogliastre.
Las
aerolíneas han cancelado los vuelos directos entre Buenos Aires y Caracas y
ahora es obligatoria al menos una escala previa en Panamá o Colombia. Emigrar,
una opción que no está al alcance de cualquier venezolano, es cada vez más caro
y difícil, pero el éxodo no se detiene. "Nosotras éramos seis amigas y
todas estamos fuera", cuenta Socorro. Lo mismo repiten los demás: "El
que puede se va. Los aviones salen llenos y vuelven vacíos".

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