Tony Blair 12 de enero de 2018
El primer ministro del Reino Unido entre
1997 y 2007, y ahora presidente de la Iniciativa de Gobernanza para África,
escribe sobre el populismo de derecha y de izquierda que se tomó la política
global.
El
centro del espectro político en Occidente es un ámbito de pragmatismo, mesura y
evolución, donde los actores políticos rehúyen de los extremos y buscan el
acuerdo. Los centristas desconfían de la retórica grandilocuente y divisiva, y
por eso se habituaron a mirar el funcionamiento de la política un poco desde
arriba.
Pero
hoy la realidad los supera. Cunde el populismo de derecha y de izquierda, y ya
no sirven las reglas de antaño. Afirmaciones que hace unos años hubieran
inhabilitado a un candidato hoy son pasaporte al corazón de los votantes.
Propuestas políticas antes normales ahora se desprecian, y las estrafalarias
están de moda. Alianzas políticas que duraron un siglo o más se desintegran
debido a profundos cambios sociales, económicos y culturales.
La
derecha se resquebraja. El sentimiento nacionalista, xenófobo y a menudo
proteccionista imperante da lugar a una nueva alianza. En el Reino Unido, los
residentes de las viejas ciudades industriales que siempre apoyaron al
laborismo se unen a ricos desreguladores y empresarios en el rechazo a la forma
en que está cambiando el mundo y a la “corrección política”. No está claro que
esta coalición (y formaciones similares en otros países) pueda sobrevivir a sus
contradicciones económicas inherentes, pero yo no subestimaría el poder de
cohesión de un sentido compartido de alienación cultural.
Pero
como puede verse en las divisiones que atraviesan el Partido Republicano en
Estados Unidos, el Conservador en Gran Bretaña y toda Europa, una parte
considerable de la derecha todavía se ve como defensora del libre comercio, la
apertura de mercados y la inmigración como fuerza positiva.
La
izquierda también se divide. Una parte adopta una posición estatista mucho más
tradicional en política económica y una forma de política identitaria mucho más
radical en relación con las normas culturales. La otra se aferra a un intento
de ofrecer una narrativa nacional unificadora en torno de ideas de justicia
social y progreso económico.
Por
supuesto, puede ocurrir que los antiguos núcleos de la izquierda y de la
derecha recuperen el control de sus respectivos partidos políticos. Pero, por
ahora, los extremos mandan, dejando a muchos (socialmente liberales y
partidarios de una economía de mercado competitiva combinada con formas
modernas de acción colectiva) sin una morada política.
¿Es
una situación transitoria o estamos en un punto de inflexión?
La
causa de esta transformación de la política es la globalización. Hoy la
división real es entre los que la ven esencialmente como una oportunidad, con
riesgos que hay que mitigar, y los que creen que, a pesar de sus ventajas
visibles, la globalización está destruyendo nuestro modo de vida y hay que
ponerle estrictos límites.
A
veces lo he expresado como la diferencia entre una visión “abierta” del mundo y
una “cerrada”. Pero, aunque estas palabras capturan un aspecto esencial de la
divisoria, ya no me parecen adecuadas, porque se les escapa algo: cierta
sensación de que los “globalizadores” no están prestando atención a problemas
reales en el funcionamiento de su creación.
El
peligro de la política occidental es que, sin un centro amplio y estable, los
dos extremos choquen en una guerra sin cuartel. El grado de polarización que
hay tanto en Estados Unidos cuanto en el Reino Unido es alarmante. En ambos
casos, la gente se está dividiendo en dos naciones que no piensan igual, que no
trabajan juntas y que ni siquiera ven con agrado a la otra.
La
persistencia de esta situación es peligrosa, porque resta apoyo a la
democracia, paraliza los gobiernos, hace más atrayente el modelo autoritario.
Cuando el sistema político y económico se convierte en una competencia a todo o
nada, en algún punto los ganadores empiezan a mirar a los perdedores como
enemigos en vez de adversarios.
La
democracia no es sólo cuestión de forma, sino también de espíritu, y el nivel
actual de polarización es incompatible con el espíritu de la democracia. Por
eso necesitamos una política nueva que trate de tender puentes y reunir a las
personas. Y esta política difiere en dos aspectos de la política centrista del
pasado.
En
primer lugar, hay que entender que se necesitan cambios radicales, no meras
reformas graduales. Ya de por sí la tecnología transformará el modo en que
vivimos, trabajamos y pensamos. Debemos mostrar a quienes hoy se sienten
olvidados que hay un camino a través del desafío del cambio y que es
transformador. Y debemos responder a sus comprensibles temores en torno de
cuestiones como la inmigración; cuestiones complejas y multifacéticas que no
podemos limitarnos a ignorar cual lamentaciones de unos nativistas
“deplorables”.
Es
decir, debemos mostrar que hemos escuchado el malestar legítimo que algunos
aspectos de la globalización generan. En segundo lugar, debemos reconocer que
la política contemporánea no está funcionando a la altura del desafío. Aunque
para los políticos del centro de los partidos tradicionales sea tabú trabajar
juntos, hoy son ineficaces, no pueden decir lo que realmente piensan y son
incapaces de representar a aquellos que necesitan con urgencia quien los
represente.
En
síntesis, la revolución está demasiado a la orden del día para dejársela a los
extremos. El centro también tiene que volverse capaz de hacer estallar el statu
quo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario