Laureano Márquez 09 de febrero de 2018
La
definición de exilio es: “pena que consiste en expulsar o hacer salir a una
persona de un país o de un territorio”. Nunca tan bien dicho. El exilio es una
pena, en la plenitud de los sentidos de la palabra; un torcimiento del destino
contra la voluntad del que se va, dejando un vacío en el alma que perdurará por
siempre. Nadie quiere alejarse de su casa, de sus afectos, de sus sabores; en
definitiva, de todo aquello que le es familiar, que marca su manera de
pertenecer a esa patria mayor que es la humanidad. Si, además, el exilio se
produce en lugares con condiciones climáticas adversas —que, para un
venezolano, es todo aquello que esté más arriba del cabo de San Román y más al
sur del nacimiento del río Ararí—, la vida se nos vuelve gris porque el frío
duele. Alejar a un venezolano de su tierra fue siempre uno de los castigos predilectos
de nuestros dictadores: lo que llamaban “pena de extrañamiento”. Otra palabra,
esta última, también significativa, porque es “la acción o resultado de
extrañar y extrañarse”; es decir, añorar lo que eras y sorprenderte de lo nuevo
a lo que habrás de adaptarte.
Los
artistas venezolanos, cada vez más, vamos a donde están nuestros paisanos a
llevarles el pedazo del país que cada uno de nosotros ha sabido transformar en
arte según los dones que hemos recibido. Eso que antes hacían solo los
consagrados de nuestra tierra frente a las multitudes que los seguían por el
mundo, lo hacemos ahora artistas más modestos, en teatros más grandes o
pequeños, para llegar a ese creciente número de venezolanos que, por las
razones conocidas, ha tenido que mudarse de destino. Lugares cercanos y cálidos
como Panamá; remotos y fríos como Stavanger, en Noruega; desde la lluviosa
Escocia hasta la lejana Australia; en Estados Unidos —naturalmente— en esa
sucursal caraqueña que es Miami y en la remota Utah. Por el resto del continente
americano podríamos repasar el Himno a las Américas, que en todos los países
hay venezolanos. Quién se podría haber imaginado que viviríamos en el desierto,
en Dubái, en Japón o en Moscú; que transitar las calles de Madrid y encontrar
paisanos en sus aceras, en las tiendas o en los taxis sería algo común. Hay una
verdadera diáspora: esparcidos andamos por el mundo como si la misteriosa
lotería de la maldad nos hubiese separado a propósito, para sumar, a nuestra
división adentro, nuestra separación fuera.
La
nostalgia del exiliado la percibimos los artistas con mayor claridad: como
nuestros paisanos nos conocen por la calle y nos paran, llevamos una azarosa
estadística de ausencias y dolores, de dificultades, apuros y llantos. También
de éxitos fundados en el talento, en el ingenio, en el saber y en el esfuerzo.
De todo hay en el inmenso exilio venezolano: desde el que reproduce mañas y
ancestrales vicios, hasta el que se afana de una manera que jamás imaginó en
casa, con una fuerza interior que nunca creyó tener. Estos, para alegría de
nuestro gentilicio, constituyen la inmensa mayoría. El venezolano del exilio es
honesto, trabajador, estudioso, prudente, ahorrativo y —sobre todo— portador de
esa sabia humildad que quien se aleja de su patria conoce bien, tragando grueso
a veces, dejando pasar inhóspitos comentarios otras tantas y haciendo de
fontanero con su título de ingeniero cum laude, debidamente apostillado,
guardado en el armario de su casa.
El
mundo se ha ido llenado de venezolanos de éxito. No solo porque muchos han
triunfado en honestos negocios construidos con sacrificio, con suerte o con
ambas, sino también por el éxito cotidiano, con el que más frecuentemente —para
mi agrado— trabo contacto: el de sacar adelante una familia, el de ayudar de mil
maneras desde la distancia, haciendo algo por los que se quedaron y la pasan
mal. Me refiero al éxito de la bondad que hallo en los corazones de la gente de
mi tierra y que me conmueve cuando abrazo a un muchacho helado que hace
delivery en una bicicleta bajo la nieve de Madrid y me pide una foto que me
enaltece, por posar al lado de su coraje.
Vuelvo
a casa cargado con las alegrías y los dolores de mi gente, con su generosidad y
su bondad infinitas, sus sueños de vuelta y su esperanza inexpropiable. Una
chica de El Sistema toca el violín y sale corriendo a otro trabajo, luego de
acompañar al joven cantante que nos abre la presentación, venezolano también.
Un humorista que se fue a Tenerife me dice que sería un honor presentarme… y se
luce. Otro, en Espinho, hace magia en el escenario y también para vivir. Un
paisano que comenzó de camarero tiene su propio restaurante en Bizkaia. Siendo
dueño sigue de mesonero, porque él aprendió a servir. Empanadas en Madeira,
arepas en Madrid, cachapas en Bilbao: nuestra cocina toma el mundo y, aunque
los de allá los llamen “palitos rellenos de queso”, nuestros tequeños son
inconfundibles. Da gusto ver a los gringos que salen de ver Piaf hacer
comentarios en inglés sobre lo maravillosa que es Mariaca. En Viena, un médico
nuestro da conferencias por el mundo para salvar corazones. En Deusto, el padre
Mikel de Viana da cursos a los que quisiera asistir en Caracas. Ramírez triunfa
en Hollywood. En todas partes la gente del petróleo hace proezas y estudiantes
nuestros brillan en las universidades del mundo. La lista es larga y el espacio
es breve. Mientras unos insisten en hundirnos, el alma venezolana —adentro y
afuera— insiste en salir a flote, en mostrar que somos de una madera
insumergible, madera fina.
Sé que
esto también pasará y que esa diáspora volverá para ayudar a la reconstrucción.
En este duro momento, por esas inexplicables circunstancias del azar, me vino a
la memoria el poema que Borges escribe “Para a una versión del I King”:
El
porvenir es tan irrevocable
como el rígido ayer. No hay una cosa
que no sea una letra silenciosa
de la eterna escritura indescifrable
cuyo libro es el tiempo. Quien se aleja
de su casa ya ha vuelto. Nuestra vida
es la senda futura y recorrida.
Nada nos dice adiós. Nada nos deja.
No te rindas. La ergástula es oscura,
la firme trama es de incesante hierro
pero en algún recodo de tu encierro
puede haber un descuido, una hendidura.
El camino es fatal como la flecha
pero en las grietas está Dios, que acecha.
como el rígido ayer. No hay una cosa
que no sea una letra silenciosa
de la eterna escritura indescifrable
cuyo libro es el tiempo. Quien se aleja
de su casa ya ha vuelto. Nuestra vida
es la senda futura y recorrida.
Nada nos dice adiós. Nada nos deja.
No te rindas. La ergástula es oscura,
la firme trama es de incesante hierro
pero en algún recodo de tu encierro
puede haber un descuido, una hendidura.
El camino es fatal como la flecha
pero en las grietas está Dios, que acecha.
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