Redacción EC 27 de marzo de 2018
Las
mujeres cocinan en más de una docena de pequeños fuegos al aire libre.
Mientras, los hombres yacen tendidos en hamacas en el interior de un edificio
contiguo y los niños, desnudos con las barrigas hinchadas y las caras sucias,
corren alrededor del albergue para indígenas warao que escaparon de los
problemas de Venezuela.
Abierto
a finales del año pasado con capacidad para unas 250 personas, en este antiguo
almacén de la localidad fronteriza brasileña de Pacaraima viven más de 500, y
cada día llegan más. Sin más espacio para hamacas, la gente duerme sobre el
piso de concreto.
Los
trabajadores sanitarios se esfuerzan por detectar a los niños con sarampión
--uno de los del centro murió este mes-- y abordar la severa desnutrición
infantil, entre otros problemas.
"Todos
los venezolanos que llegan aquí están en una situación precaria”, señaló Luis
Fernando Peres, voluntario de la Federación Humanitaria Internacional La
Fraternidade, un grupo que trabaja en el albergue. "Los warao llegan en un
estado aún peor”.
Para
las autoridades brasileñas, que se afanan por acomodar a las decenas de miles
de venezolanos que cruzan la frontera norte del país escapando de la crisis
económica y política en su tierra natal, los indígenas warao son su mayor reto.
Tradicionalmente
pobres y marginados en Venezuela, los warao llegan con incluso más problemas de
salud que el resto de sus compatriotas. Esto, sumado a las diferencias
culturales y lingüísticas, supone que las autoridades no tengan otra
alternativa que habilitar albergues únicamente para ellos y esperar que puedan
regresar a sus tierras ya que la integración en la sociedad brasileña no parece
una opción realista.
Muchos
warao no tienen apenas educación y, en el mejor de los casos, un escaso
conocimiento del español, que al menos guarda alguna relación con el portugués
que se habla en Brasil. Solo se alojan con otros warao por su desconfianza
hacia los "criollos", el término que emplean para referirse a los
venezolanos no indígenas.
"Nunca
podríamos estar con criollos porque no sabes lo que podría pasar”, dijo
Teolinda Moralera, una warao de 40 años, mientras cocinaba un pollo al fuego.
Llegó al albergue dos semanas atrás con su esposo y sus hijos de 15, 18, 20 y
23 años.
Las
autoridades en Pacaraima, una polvorienta localidad fronteriza en el medio de
la Amazonia, dijeron que los warao comenzaron a llegar a la región en el 2016,
un año antes del inicio del éxodo masivo de venezolanos no indígenas.
El
“pueblo del barco”, el significado de su nombre en idioma warao, lleva siglos
viviendo en el Delta del Orinoco, en el noreste de Venezuela, a más de 800
kilómetros (500 millas) de Pacaraima.
En las
últimas décadas, la pesca en su territorio de origen disminuyó a consecuencia
del desvío y el aumento del calado de los ríos más importantes para su uso en
el transporte, lo que llevó a muchos a emigrar a las ciudades para vender
artesanías y mendigar. Cuando comenzó la crisis, su situación ya precaria no hizo
más que agravarse.
Muchos
de los entrevistados dijeron que el gobierno socialista de Venezuela encabezado
por el presidente Nicolás Maduro los abandonó hasta el punto de que en las
zonas en las que vivían no había servicios ni comida.
"Los
warao siempre fueron pobres. Con Maduro, nos empobrecimos aún más”, dijo
Sumilde González, de 40 años y que llegó al centro con su esposo y dos hijos
pequeños.
Los
primeros en llegar a Pacaraima vivían en las calles y pedían limosna, y se
negaban a acudir a albergues con personas no indígenas. Tenían pocas
perspectivas de trabajo. Quienes se lo pudieron permitir viajaron al sur hacia
Manaos, la mayor ciudad de la Amanzonia, o al este a la ciudad de Belem. Allí,
como en Pacaraima, muchos viven en la calle, mendigando y vendiendo artesanías.
Marcio
Coelho, coordinador del refugio de Pacaraima, dijo que abrir un centro solo
para los warao era la única forma de sacarlos de las calles.
"La
ciudad no tenía forma de acomodarlos”, añadió.
Una de
las posibilidades que se estudian es designar un terreno para la comunidad. El
gobierno federal acaba de anunciar sus planes para construir una “base de
apoyo”. El director de la Fundación Nacional del Indio, un organismo
gubernamental, comenzó a reunirse con líderes warao y con varios grupos
indígenas en el estado brasileño de Roraima.
Pero
no está claro si alguno de estos pueblos indígenas locales estaría dispuesto a
ceder parte de sus tierras. La fundación explicó en un comunicado que la base
sería temporal y que estaría supervisada por el ejército. No se ofrecieron más
detalles, y los correos electrónicos y llamados pidiendo más detalles no
obtuvieron respuesta.
Aunque
los refugios son una mejora, solo funcionarán mientras el gobierno y los
voluntarios sigan proporcionándoles todo lo que necesitan.
La
frustración de los residentes locales con los warao, y con la llegada masiva de
venezolanos en general, es palpable.
Pacaraima,
que solo tiene 11.000 habitantes y está rodeada por tierras indígenas, existe
básicamente para atender a los viajeros que cruzan la frontera en ambos
sentidos.
A la
vuelta de la esquina del refugio, Evaldo de Souza Rocha regenta un mercado de
pescado. Los warao siempre están pidiendo agua y rebuscan entre la basura por
la noche, hasta el punto de que puso candados en los cubos, explicó. La madera
que tenía en el exterior de su casa, con la que planeaba realizar una obra,
desapareció una mañana.
"Es
un detalle pequeño, pero importa”, dijo añadiendo que sospecha que la madera se
quemó en los fuegos del albergue.
Lizardi
Reinosa, un warao de 23 años que llegó con un hermano pequeño hace unos meses,
dijo que sus intentos de encontrar un trabajo siempre se toparon con un “no”
rotundo. Muchos jóvenes de la localidad se ganan unos dólares al día descargando
camiones.
"Me
dicen que solo le darán trabajo a los brasileños, no a los warao", dijo
Reinosa, que hace poco recorrió el pueblo con docenas de jóvenes más buscando
un lugar en el que poder jugar un partido de fútbol.
"¡Pónganse
a trabajar, warao!", les gritó un conductor al pasar junto a ellos.
Pese a
las dificultades y a su incierto futuro, muchos warao dicen estar felices de
estar en Brasil. Para algunos el albergue es un “paraíso” comparado con lo que
dejaron atrás.
Uno de
ellos es Beodilio Zapata, un joven de 23 años que cruzó la frontera
recientemente con su esposa y sus hijos de 1 y 2 años, ambos con una severa
malnutrición.
"Venezuela
es miseria", dijo mientras los niños, descalzos y con la barriga hinchada
y la cabeza llena de manchas por la desnutrición, se subían a él. "Todos
los que están allí quieren venir aquí”.
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