José Luis Franco 09 de marzo de 2018
Los
venezolanos que viven en nuestro país, continúan formando parte de una nación
que se imagina libre, con derechos, y que sueña con mejores condiciones de vida
para sus familias. Sin embargo, hoy son inmigrantes en una compleja sociedad
como la peruana, cuya economía ciertamente está mejor que la venezolana, no así
su manera de entenderse a sí misma y de comprender al otro: la ausencia de
empatía sigue siendo una tarea pendiente. Esto debido a la poca integración
entre nosotros como grupo social, y que tiene su correlato en la
discriminación, el machismo o el abuso de poder, por lo que francamente
preocupa la situación que ellos deben afrontar, como la disparidad basada en el
hecho de tener poco dinero, el aceptar trabajos poco remunerados o dedicarse al
comercio ambulatorio, entre otras desventajas.
A lo
largo de nuestra historia, nos hemos caracterizado por ser una sociedad de
migrantes dentro y fuera de nuestro territorio. Pero hoy en día, ante el masivo
arribo de venezolanos, parecemos haber olvidado este detalle. Prueba de ello
son los recientes ataques xenófobos (tanto de peruanos como de venezolanos)
registrados y de los cuales hemos sido testigos. Frente a ello, ¿qué respuesta
dar? ¿De qué manera podemos responder desde la fe al gran drama humano que
significa la migración?
Un
“signo de los tiempos”
La
migración forzada siempre es una desgracia, sin embargo, desde la fe podemos
verla como un hecho histórico a través del cual Dios nos habla planteándonos
preguntas. Es decir, un “signo de los tiempos”, un desafío social a la fe
cristiana y a la vida de cada ser humano, y por ende, nos exige dar una
respuesta. La Biblia está repleta de relatos sobre ello. El mismo pueblo de
Israel experimentó diversas etapas migratorias que marcaron su identidad, entre
ellas el exilio en Egipto y el éxodo a la Tierra Prometida. Haber sido
migrantes los abre a experimentar la gratuidad de Dios y al mismo tiempo a
rechazar toda relación de dominación y subordinación de los otros. Por eso,
Dios se lo recordará siempre: “amarán al emigrante, porque emigrantes fueron en
Egipto” (Dt 10, 19).
El
migrante junto con los huérfanos y las viudas, constituyen la trilogía típica
del mundo de los marginados en Israel, es la realidad de los pobres con sus
diferentes rostros y dimensiones (cultural, étnica, económica, género, etc.). Y
Dios tiene una preferencia por ellos y pide al pueblo de Israel no olvidar su
pasado para que aprendan a convivir en su presente, pero sobre todo les
recuerda la dignidad del ser humano, creado a su imagen y semejanza (Gn
1,26-27), lo cual está por encima de cualquier frontera.
Una
lectura al texto bíblico nos dará orientaciones para una respuesta a la
conducta que debemos asumir frente a la violencia que se está avivando en las
redes contra los migrantes venezolanos. Asimismo, es necesaria una lectura de
nuestra propia historia, ya que somos un país que se ha configurado a partir de
la confluencia de personas provenientes de distintos lugares, de modo que al
ocurrir un acto de violencia como los mencionados, debemos en primer lugar
observarnos en el espejo de nuestra historia personal y social. Mirarnos al
espejo también nos indica cuán auténticos somos.
Por un
lado, deploramos un régimen dictatorial y nos conmueve la gente que padece
hambre, pero cuando llegan a nuestras puertas los tratamos como ciudadanos de
segunda categoría al estigmatizarlos o al aprovecharnos de su situación. La
solidaridad no sólo debe ser de palabras, sino de gestos concretos, acciones
donde se refleje el valor de la persona, cuestión que Cristo expresa en el
Nuevo Testamento, donde su propia vida es la de un migrante y cuyo mensaje
central es el Reino de Dios para todos. Porque el Reino de Dios es una “Buena
Noticia”, que exige crear las condiciones adecuadas para una vida digna, preocupándonos
por aquel que se encuentra en una situación de mayor vulnerabilidad.
Un
desafío a la fe
Como
sociedad que se encamina al Bicentenario, debemos vencer nuestros miedos y
entender que los migrantes representan un capital humano que aporta a la construcción
de una nación. Bien haría el Estado en promover políticas de formalización de
su trabajo y de integración cultural, pero sin dejar de resolver nuestros
propios problemas internos de desigualdad e informalidad; en caso contrario
seguiremos alimentando el fantasma de la xenofobia. Igualmente, como cristianos
debemos entender que su presencia y situación desafían nuestra fe y esperan de
nosotros una respuesta. El papa Francisco frente a este tema ha señalado que
debemos articular cuatro verbos: acoger, proteger, promover e integrar.
Conjugar estos verbos representa un deber de justicia hacia ellos, y cada gesto
de solidaridad que manifestemos -por más insignificante que sea- engrandece
nuestra aspiración a ser una mejor nación y hace posible la esperanza en este
mundo.
Quisiera finalizar con la pregunta de Mateo 25, 38: “¿cuándo te vimos forastero, y te acogimos?” La fe no es un acto etéreo, sino un desafío constante y concreto en cada encuentro con el drama humano.
No hay comentarios:
Publicar un comentario