Redacción El Comercio 02 de abril de 2018
Las
salas de espera de la Terminal Terrestre de Guayaquil se convierten,
repentinamente, en embajadas solidarias de Venezuela. A diario, decenas de
venezolanos llegan a esta estación, agotados después de tres y hasta seis días
de viaje desde que dejaron atrás su país.
Sus
rostros reflejan cansancio, sueño, incertidumbre; pero también guardan un
brillo de esperanza y fe, de confianza en que superarán la crisis que los
obligó a dejar a sus familias en busca de una mejor situación económica.
“Allá
no hay sueldo que alcance. Al día se ganan unos 800 bolívares, pero hay que
gastar en movilización hasta 5 000 bolívares. El salario de un mes se sintetiza
en unos USD 5”, cuenta Randy Ojeda, un ingeniero agrónomo de Maracaibo.
Es
sábado por la mañana (24 de marzo del 2018) y llegó a la estación junto a su
esposa, cargado con comida. Hace poco más de un año bajaron de un bus en este
mismo lugar y ahora son parte del grupo 1 000 sonrisas por Venezuela, que da
asistencia humanitaria a los compatriotas que van de paso.
“Muchos
llegan desorientados, con tantos sueños en las maletas como llegamos nosotros.
Decidimos darles apoyo moral y espiritual”.
La
idea de crear el grupo nació de ecuatorianos y los venezolanos radicados en
Guayaquil tomaron la posta con dedicación. Son cerca de 30 integrantes, que
hacen hasta tres visitas por semana, en doble jornada.
En un
rincón del área de arribos de la terminal instalan mesas y ordenan las
provisiones. Hay envases con almuerzos, jugos, galletas para los niños, guineos
o ‘cambur’, como reconocen a esta fruta.
Luis
González y Pablo Molina son ‘cochos’; así les dicen porque son oriundos del
estado de Trujillo. Guayaquil no era su destino final, sino solo una parada
antes de llegar a Perú. “Hemos aguantado un poco de frío, un poco de hambre, un
poco de todo. Pero queremos salir pa’lante”, dice Molina.
En su
travesía por tierra, los venezolanos calculan que necesitan unos USD 200. El
dinero, prácticamente, se va en pasajes y les queda muy poco para alimentación.
María
Teresa Rosales es parte de la Asociación Civil Venezuela en Ecuador y explica
que esta iniciativa de apoyo se coordina desde varios ‘búnkeres’, las casas de
los colaboradores donde preparan y almacenan los alimentos que reciben por
donaciones.
“Sabemos
que esto no llena todas sus necesidades, pero los acompañamos con mensajes de
lucha, de positivismo”. Y en la práctica es así. Después de una oración, los
voluntarios reparten la comida.
Pero
el plato fuerte es el abrazo, la palabra de aliento, la conversación para
recordar los estados donde nacieron y sus planes. Ese es el antídoto para
combatir el daño emocional que les causa el ‘éxodo forzoso’, como lo califica
Pedro Rojas Villafañe.
“Las
estadísticas conservadoras hablan de entre tres y cuatro millones de
venezolanos, es de un 10 al 15% de la población que ha emigrado. Algunos
pensamos que puede estar llegando a los seis millones”, asegura este psiquiatra
llanero, que abandonó su patria hace cuatro años.
Para
Henry Peti fue duro salir de Maracaibo con su esposa y sus hijos de 4 y 6 años.
Los pequeños están inquietos y desde el miércoles -cuando empezó el viaje-,
recurrentemente le preguntan cuándo regresarán; él casi no puede hablar.
Este
chef cerró su restaurante y se unió a un grupo de vecinos con el propósito de
llegar a Chile, donde tienen conocidos. Como abogado, Tito Chorio es más
locuaz. Cuenta que el derecho, en su país, está; pero no hay entes para hacerlo
efectivo. "Eso, como profesional, te frustra".
Junto
a él hay ingenieros, médicos, estudiantes universitarios que abandonaron sus
carreras. Jaileth Manotas, una de las voluntarias, les comenta a los peregrinos
que la posición económica y la profesión son lo de menos en estos instantes.
"Hemos
salido con un propósito, no solo para vivir mejor sino para aprender a ser
mejores personas y regresar a la tierra donde Dios nos hizo nacer”, les dice.
Entonces el grito Venezuela hace retumbar la sala donde esperan el próximo bus.
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