Miguel Ángel Santos 22 de junio de 2018
Hace
algunas semanas fui invitado por una organización de emigrantes para
reflexionar sobre la diáspora venezolana. Propusieron organizar la discusión
alrededor de unas cuantas preguntas, que son las mismas que muchos venezolanos
dentro y fuera del país llevamos haciéndonos durante años. ¿Para qué sirve la
diáspora? ¿Qué debe hacer? ¿Cuál es su rol en la reconstrucción del país?
¿Tendremos la oportunidad de volver? ¿Cuántos de nosotros volveremos? ¿Qué
podemos hacer los demás? La invitación me abrió la oportunidad de repasar mi
propia experiencia en un exilio que ahora llega a su octavo año, me obligó a
poner en palabras algunas lecciones difíciles que he ido asimilando y que hasta
entonces habían quedado implícitas. No hay nada como ponerle palabras a las cosas,
a los sentimientos, para adueñarse de ellos.
Quiero
contarles tres historias que nos van a ayudar a pensar sobre la diáspora
venezolana: la historia de un país y su diáspora, la historia de un pequeño
pueblo y la historia de un emigrante, mi papá, que es también mi propia
historia.
El
país y la diáspora sobre la que les quiero hablar primero es Albania, un país
que sufrió un enorme colapso a finales de los años 80, en el que perdió el 37%
de su producto interno bruto en 5 años. Una catástrofe económica y social que,
sin embargo, se queda corta ante la de Venezuela. Nosotros hemos perdido el 39%
de nuestro producto interno bruto por habitante en 4 años y, según los
pronósticos, al final del año que transcurre estaremos en la vecindad del 50%.
Al igual que en Venezuela, en Albania este proceso de destrucción engendró una
diáspora colosal, un río de albaneses que escaparon a un país vecino –Grecia–
adonde llegaron justo a tiempo para disfrutar de una bonanza económica que se
extendería por algo más de una década. Varios años más tarde, en 2008, la crisis
financiera global acabó con el 25% del producto interno bruto de Grecia en
apenas cinco años. ¿Qué hicieron los albaneses que habían emigrado diez, quince
años antes, cuando ocurrió la crisis financiera que acabó con la ilusión de
armonía en Grecia?
Veamos
algunos números. A comienzos de 2008, había 2,8 millones de albaneses en
Albania, 600.000 en Italia y otros 600.000 en Grecia. Tras el colapso griego,
que disparó la tasa de desempleo y empezó a generar muchas presiones políticas
y sociales sobre los inmigrantes albaneses, un estimado de entre el 20% y 25%
de esos 600.000 regresaron a Albania. Según las investigaciones, la
probabilidad de retorno fue inversamente proporcional a la distancia entre el
lugar donde se habían asentado y la frontera con Albania, con las mayores tasas
registradas entre quienes apenas habían cruzado la frontera y las menores entre
quienes habían ido más lejos.
¿Cuál
fue el impacto de los albaneses que retornaron a Albania sobre la economía de
ese país? En primer lugar, generaron mayores salarios para los albaneses que no
se habían ido, lo que quiere decir que quienes regresaron vinieron a
complementar a los que se quedaron, no a sustituirlos. En particular, aquellas
industrias en donde los albaneses habían trabajado durante sus años en Grecia,
empezaron a aparecer y a crear empleo en Albania. Hay muchísimas historias
exitosas de nuevos negocios, de fincas extraordinariamente productivas. Cuando
uno se fija en qué están haciendo los albaneses que regresaron, se les observa
una propensión mayor a ser emprendedores, se hace menos común que estén
empleados y más frecuente que hayan decidido trabajar por cuenta propia e
iniciar sus propios negocios.
De
esta primera historia podemos aprender algunas cosas. En primer lugar, aun
cuando Albania y Grecia son vecinos inmediatos y, a pesar de que había una
crisis colosal en Grecia, apenas uno de cada cuatro (25%) o cinco (20%)
emigrantes albaneses en Grecia regresaron a Albania. Segundo, las tasas de
retorno son bajas porque, aún a pesar de las grandes variaciones, los niveles
siguen siendo muy distintos. Tras una década de expansión económica continua en
Albania y de recesión en Grecia, el ingreso por habitante en Grecia todavía es
cuatro veces mayor al de Albania. Eso, casi con seguridad, va a suceder con
nosotros. En el mejor de los casos, regresaríamos a un país con una mayor
probabilidad de experimentar un período de crecimiento prolongado, pero también
mucho más pobre que el país al que hayamos emigrado, independientemente de cual
sea. Tercero, la probabilidad de retorno es inversamente proporcional a la
distancia que ha viajado el emigrante para establecerse: mientras más lejos
haya ido, es menos probable que vuelva.
Me
parece importante que empecemos a pensar en una posibilidad distinta a la que
hemos entretenido durante los primeros años de exilio, o al menos en mi caso.
Para que Venezuela se recupere hace falta que muchos de nosotros regresemos,
sí, pero también hace falta que muchos no regresen, que se queden en donde
están y que contribuyan con el país de muchísimas otras formas, que van desde
el envío de remesas, hasta la apertura de sucursales, centros de atención al
cliente u oficinas regionales de las empresas que hayan constituido en el
exilio.
La
segunda historia viene de Chernóbil, donde se produjo una de las mayores
catástrofes nucleares de la historia. A raíz de la explosión de uno de los
reactores de la planta nuclear, se generó una zona de exclusión, una zona en
donde los científicos estimaron que los efectos de la radiación durarían 50 o
60 años, por lo que convenía desalojar a todos los habitantes que estuvieran
dentro de ese perímetro. No se equivocaron. Hasta el día de hoy, los medidores
continúan detectando una alta incidencia radioactiva en la zona. En total, se
estima que más de 60.000 personas fueron reubicadas. Pero hubo un grupo de
aproximadamente 200 personas, en su mayoría mujeres alrededor de los cincuenta
años de edad, que rechazaron la oferta de reubicación. Una vez ocurrida la
explosión y superada la alarma inicial, se fueron escurriendo gradualmente por
debajo de las verjas de la zona de exclusión, camino de vuelta a sus casas,
huertos y jardines. “Nos dijeron que de vez en cuando nos dolería mucho la
cabeza, y sí. Nos dijeron que nos dolerían las piernas, y también. ¿Y? La
radiación no nos asusta, nos asusta morir de hambre en un lugar extraño”. Las
babushkas (abuelas) de Chernóbil, como ahora se les conoce, decidieron
quedarse, alegando que dentro de ese perímetro, ahora radioactivo, es en donde
ellas habían nacido y crecido, donde estaban sus casas y amigos, allí estaban
enterrados sus muertos.
Esta
situación generó un experimento natural extraordinario. ¿Qué ha pasado con las
babushkas de Chernóbil en estos 32 años? Estas abuelas, en promedio, han
llegado a vivir entre 10 y 15 años más (según cómo se calcule y por qué se
controle) que quienes sí aceptaron la oferta de reubicación.
Creo
que esta historia guarda un mensaje muy especial para todos los venezolanos.
Para quienes por alguna u otra razón, personalísima e incuestionable, han
decidido quedarse en el país, la historia resalta que la fuerza que viene de la
proximidad con el hogar, la cercanía con la única tierra que se siente como
propia, el lugar en donde viven tus familiares y amigos y donde están enterrados
tus muertos, puede ser más fuerte que la propia radiación. Para aquellos que
han decidido emigrar, creo que esta historia nos invita a reconocer que lo que
nos ha sucedido es una experiencia muy dura. Empecemos por reconocer que así ha
sido y aceptémoslo en toda su dimensión. Me viene a la mente ahora mismo la
paradoja de James Stockdale, un vicealmirante de la marina de los Estados
Unidos quien sobrevivió siete años de cautiverio en el norte de Vietnam: no
confundamos la fe y la esperanza que debemos mantener en todo momento, con la
disciplina necesaria para confrontar los aspectos más brutales y crudos de
nuestra realidad.
La
tercera y última historia que quiero compartir con ustedes es la de un
emigrante en particular: mi papá. Mi papá nació en 1933 en un pequeño pueblo de
Galicia, Gueral, en la provincia de Orense. Su infancia y adolescencia
transcurrieron en un país en ruinas, ahogado bajo el peso de la dictadura de
Franco, tras una sangrienta Guerra Civil que se llevó consigo la vida de medio millón
de españoles en algo menos de tres años. Su madre murió cuando tenía doce
años. Apenas unos días antes de cumplir
diecinueve decidió seguir los pasos de sus hermanos mayores, quienes habían
salido a buscar fortuna lejos de España, concretamente en Argentina, Brasil y
Venezuela. En 1952 abordó el Julio César, un barco de la compañía naviera
Italmar, salido del puerto de Barcelona con rumbo a Montevideo, previa escala
en Dakar. Sus últimas noches en Barcelona las pasó en el Hotel Comercio, en el
número 15 de la Calle Escudilleros, cerca de la rambla. Tengo conmigo algunas
fotos del viaje, en donde se le ve con los pantalones cortos de aquel entonces,
junto con un grupo de recién conocidos en cubierta. Siempre que la miro, ahora
que sé lo que es el exilio, me pregunto qué tendría en mente. ¡19 años! Me
pregunto si esa sonrisa era de genuina aventura o si fue apenas una pose para
disimular en blanco y negro y ya para siempre su sensación de desencuentro.
Pasó seis años en idas y vueltas entre Montevideo y Buenos Aires, antes de
recalar a Caracas en 1958, tres días después del 23 de enero. La incertidumbre
de aquellos días le impidió a su hermano Constantino recogerlo en el puerto y
lo obligó a permanecer algunos días en una pensión en La Guaira. En aquel entonces,
el ingreso promedio de un trabajador venezolano era 32% mayor que en España.
Siempre
recuerdo los encuentros de los hermanos emigrantes, organizados en alguna
vacación en Río de Janeiro o en Caracas. Tengo en mi mente la voz de mi papá,
la entonación firme y la separación de las sílabas cuando quiere hacer énfasis
en algo. Y también tengo presente a mis tíos, asediados por los gobiernos
militares y las hiperinflaciones de Brasil y Argentina, cuando le decían:
“Artemio, ¡tú sí tuviste suerte cuando decidiste irte a Venezuela!”. En aquel
entonces, Venezuela se encontraba en la vecindad de su máximo esplendor
económico (1977). Mi papá asentía y todavía me parece que lo puedo escuchar
diciendo que sí, que “es un país con una moneda estable, donde, si trabajas
duro, puedes sacar adelante a tus cuatro hijos”.
Quise
traer a colación la historia de mi papá para ilustrar algunas cosas. La primera
de todas: ¿España se hundió por el hecho de que mi papá y millones de
emigrantes como él no regresaran jamás? Aunque haya estudios que documentan la
pérdida de capital humano en las décadas posteriores a la Guerra Civil y sus
consecuencias, la verdad es que, en el largo plazo, a España le ha terminado
por ir bastante bien. ¿Se perjudicó mi papá por no volver? No lo creo. A mi
papá también le fue bastante bien en la vida, levantó una familia y nos puso a
todos en un nivel mucho más alto que aquél en donde empezó. Volví a España con
él de vacaciones varias veces, pero nunca quiso regresar. Según él, siempre es
preferible ser extranjero en un país extraño que en el propio. Ésa es una
sensación que me hizo recordar aquella frase del poeta José Antonio Ramos
Sucre: todos somos exiliados de un país imaginario. Dentro de la familia,
¿alguien volvió alguna vez a España? Yo volví, bastante tarde en la vida. No me
fue nada bien. Pero tengo un hijo de once años, Constantino, que vive en
Barcelona y se siente como en casa en España.
Cuando
yo era pequeño, mi papá me llevaba con frecuencia a la Hermandad Gallega de
Valencia, un lugar en donde, apenas cruzar la entrada, uno se encontraba con
una rápida sucesión de gente muy parecida a él: los mismos cabellos blancos, la
sonrisa ingenua, el fuerte acento español, con sus eses, cés y zetas, los
suéteres azules y grises de cuello en V y alguna que otra boina. Siempre me
preguntaba: ¿cómo debe de ser esto?, ¿cómo se debe de sentir él, creciendo en
un lugar que no es el suyo?, ¿qué debe de sentir cuando cruza ese umbral a
partir del cual todo le empieza a ser más familiar y hasta le cambia el
carácter?, ¿qué se le quedó atrás y se ha perdido para siempre? Todas esas
preguntas de mi niñez se me han devuelto ahora como un búmeran desde que salí
de Venezuela hace ahora ocho años. ¿Qué nos pasó? ¿Por qué nos pasó lo que nos
pasó? ¿Vamos a volver? ¿Qué podemos hacer?
Muchas
veces me he preguntado en qué radica el hecho de que algunos emigrantes sean
exitosos, mientras otros son incapaces de superar la sensación de pérdida y se
encuentran irremediablemente consumidos por el exilio. Hay muchas historias de
emigrantes exitosos llenas de coraje y de heroísmo. Pero también hay muchos
otros que han sido deshechos por el exilio.
Stefan
Zweig, uno de los escritores más prolijos y económicamente exitosos de Alemania
antes de 1940, se deshizo tras su exilio en Nueva York y no pudo continuar
escribiendo. Según cuenta George Prochnik en El exilio imposible, André Maurois
estuvo de visita en casa de Zweig en el mismo año de 1940. Apenas unos meses
bastaron para anegarlo con una sensación de pérdida y de extrañamiento que no
sería capaz de superar. Le advirtió: “Ya verás cómo, poco a poco, los placeres
cotidianos de la vida se le hacen cada vez más esquivos al exiliado”. A Thomas
Mann, de visita en Nueva York en 1943, le dijo: “Sólo somos fantasmas, vivimos
deambulando por el país de los recuerdos”.
¿Qué
hace que algunos sean exitosos y otros no? Luego de mucho pensar, de sopesar
estas tres historias que he compartido con ustedes y muchas otras que me han
alumbrado durante las noches más oscuras de mi propio exilio, llegué a la
conclusión de que existen tres factores que pueden determinar esa diferencia.
Mi
papá suele recordar con nostalgia esos primeros días llenos de extrañamientos,
en los que aquel papelito que llevaba en el bolsillo, con la dirección en letra
corrida del Centro Gallego en la calle Larrañaga en Montevideo, fue su
salvavidas. Allí le bastó con llegar y decir de dónde venía para que se
hicieran cargo de él, le dieran alojamiento y lo instruyeran en relación con
los trabajos disponibles. Tuvo una comunidad de apoyo que le prestó una
asistencia material y moral y le permitió empezar a trabajar y –después de
trastabillar algunos años, como nos ha pasado a todos– llegar a Venezuela en
una situación más favorable. Los exiliados venezolanos no hemos sido capaces de
desarrollar estas redes. El exilio nos resulta una experiencia nueva que jamás
habíamos experimentado como sociedad y, en consecuencia, no hemos adquirido
todavía el know-how y la destreza que sí tenía España –con una larga tradición
de emigrantes– a mediados del siglo pasado. Es una cosa que entiendo que nos
haya tomado tiempo y cuya ausencia me angustia muchísimo por estos días, y me
angustió en su día en Barcelona cuando era yo quien necesitaba ayuda. Hay
cientos de miles de compatriotas llegando ahora mismo a un sinnúmero de países
en una situación muy precaria. Algunos se han visto obligados a dejar a sus
familias atrás, con la esperanza de poder traérselos consigo más adelante.
Otros viajan solos. Todos llevan su vida en una o dos maletas, una fórmula que
describe una sensación común entre quienes se fueron, porque uno siempre siente
que tenía mucho más que eso (y sin duda alguna es así).
Suele
ser un tema de conversación entre los exiliados el qué podemos hacer por
Venezuela. Se evalúan iniciativas de mucho mérito para atender diferentes
emergencias y carencias que sufren nuestros compatriotas en Venezuela. Yo quiero
invitarlos a pensar de una forma diferente. Venezuela es esa geografía que
demarca nuestros límites, sí, pero el país también comprende a todos los
venezolanos, independientemente de dónde estén. No hay distinción. Una de las
grandes cosas que puede organizar la diáspora venezolana es una red de centros
de asistencia con sedes en diferentes lugares para asistir a los venezolanos
recién llegados allí. Necesitamos nuestro equivalente de la Hermandad Gallega,
el Centro Asturiano o el Hogar Canario. Esa red es crucial para darles a
nuestros exiliados la oportunidad de volver a empezar de cero y valerse por sí
mismos. Una vez allí, cada uno será capaz de levantarse por cuenta propia.
El
segundo factor que me ha llamado la atención es cómo las personas estructuran
la narrativa de su propio exilio. La narrativa que adoptemos –entendida como
las historias que nos contamos a nosotros mismos y a los demás, sobre lo que
nos ha sucedido– es un elemento crucial. A nosotros nos pasó algo muy duro,
reconozcámoslo, nos quedamos sin la fuerza vital que hizo sobrevivir a las
babushkas de Chernóbil y nos hemos expuesto a un proceso que puede ser más duro
que la propia radiación. Eso nos ha sucedido a todos, pero no todos
reaccionamos de la misma manera.
Pongamos
un ejemplo ajeno a nuestra geografía. Yo estuve el año pasado en Ruanda. Antes
de viajar, tuve la oportunidad de leer muchísimo sobre el país y de conversar
con el presidente Paul Kagame durante una de sus visitas a la Kennedy School.
Su familia se vio obligada a salir de Ruanda durante una de las primeras olas
genocidas en 1963. Se instalaron en un campo de refugiados en el distrito de
Ankole, en Uganda. Para quienes ostentan una posición acomodada, como fue el
caso de los Kagame, verse obligado a abandonar su país en una edad intermedia
es un proceso duro que suele pulverizar certezas y resquebrajar los cimientos
de individuos y familias. Quienes atraviesan por semejante trance con
frecuencia se suelen alinear alrededor de dos narrativas muy distintas:
víctimas y héroes. La familia de Paul Kagame no fue la excepción. Asteria, su
madre, extrajo de sus reservas una fortaleza interna hasta entonces
desconocida. Puso a un lado los recuerdos de su pasado privilegiado y la
nostalgia por el paraíso perdido y se abocó a trabajar la tierra, sudando codo
a codo con los demás refugiados para mantener a su familia bien alimentada.
Vivió lo suficiente como para ver a su hijo convertirse en presidente de
Ruanda. Falleció en 2015 a la edad de ochenta y cuatro años. Deogracias, familiar
y confidente del Rey Mutara III, dueño de vastas cantidades de ganado y
parcelas de tierra en el norte de Ruanda, no fue tan resistente. El exilio se
llevó consigo lo mejor de él, sumiéndolo en una profunda depresión que le
traería una muerte prematura.
Las
historias que nos contamos a nosotros mismos sobre lo que nos sucedió, nuestros
valores y cómo reaccionamos ante la adversidad, son importantes. Aunque nos
parezca que no es así, nuestra narrativa es una elección personal. Yo me he
quejado muchísimo de lo que nos pasó, me he lamentado muchas veces de no estar
en Venezuela, de no poder pasar buscando a mis amigos una tarde cualquiera, de
no tener con quién hablar cuando me siento extraviado. A mi papá, en cambio,
jamás lo oí quejarse. Siempre habla de su decisión de partir como de una
aventura, le gusta repetirnos que se debatía entre Venezuela, Australia o
Canadá. Creo que es hora de que empecemos a prestarle atención a la forma en
que entendemos y nos contamos nuestra propia historia. Todos hemos enfrentado
circunstancias difíciles, y entre nosotros hay grandes historias personales de
coraje y valentía.
El
último factor que según he aprendido en estos años influye de manera
determinante en el fracaso o el éxito del emigrante es la aceptación. Toda la vida
se podría describir como un proceso a través del cual aprendemos a qué cosas
nos debemos enfrentar y qué cosas debemos aceptar. El exilio está entre estas
últimas. Esto va mucho más allá de ser optimista o pesimista. De eso se trata
la paradoja de Stockdale: hay que empezar siempre por enfrentar los hechos
brutales de nuestra realidad en toda su extensión, cualesquiera que sean,
diseñar una estrategia para salir adelante y, ahí sí, tener una fe
inquebrantable de que vamos a salir adelante. En ese orden.
Yo,
durante un tiempo, me negué a aceptar mi propia condición de emigrante. Era
cuestión de tiempo, un “mientras tanto, mientras aquello se da”. Así he pasado
la mayoría de estos años en una suerte de tienda de campaña emocional. Como
dice Gabrielena Alcalá: “Yo nunca me fui de Venezuela. No hubo un día. Yo me
fui yendo con los años”. Y creo que esta actitud, con la cual me identifico,
nos hace daño. Según cuenta el propio Stockdale, entre sus compañeros de
cautiverio en Hanoi, quienes murieron más temprano fueron los optimistas a
ciegas, los que, para poder lidiar con la dura realidad, se convencían a sí
mismos de que saldrían “el próximo diciembre”, “la próxima semana santa”, “las
próximas pascuas”. La llegada de esos hitos sin que se materializara la liberación
terminó por matarlos de tristeza.
Yo
creo que es importante que muchos de nosotros empecemos a asimilar que esto
puede tardar algunos años y, en función de eso, empecemos a pensar más en
preservarnos a nosotros mismos. No hay ningún exiliado más imposibilitado de
ayudar a la reconstrucción de su propio país que aquél que se encuentra
emocional, mental y económicamente impedido. En las clases de liderazgo de Ron
Heifetz en la Kennedy School uno aprende que quienes pretenden liderar deben
poner especial atención en preservarse a sí mismos. Un líder que se neutraliza
a sí mismo pierde toda capacidad de liderar. Ese “mientras tanto” en el que yo
he pasado la mayor parte de mis ocho años de exilio y en el que muchos
venezolanos recién emigrados se encuentran ahora no es sano. Terminemos por
aceptar nuestra condición de emigrantes, pensemos en preservarnos y veamos qué
podemos hacer por Venezuela y por los venezolanos que están llegando a muchos
lugares en condiciones muy precarias.
Entre
esas pocas cosas de literatura que a uno le trataron de enseñar en el
bachillerato venezolano está la Odisea, una larga historia escrita en un tono
extraño y poblada –o al menos eso solía pensar– de nombres maracuchos. En la
Odisea se narra el regreso de Ulises a Ítaca tras el fin de la guerra de Troya.
La guerra se ha extendido por diez años y Ulises está ansioso por retornar a
casa, en donde lo esperan su esposa Penélope y su hijo Telémaco. Pero los
dioses han decidido que Ulises –Odiseo– debe pasar otros diez años deambulando
antes de volver a Ítaca. Cuando uno revisa en los mapas modernos el enorme
periplo de Odiseo al salir de Troya y lo cerca que estuvo de Ítaca en varias
ocasiones, le entra una enorme desazón. Una desazón así como la que muchos
sentimos en las elecciones de la Asamblea Nacional en diciembre de 2015. ¡Ya
estábamos ahí! Pero no fue así. No lo supimos reconocer, nuestro barco pasó de
largo. Constantine Cavafys, un poeta griego nacido en Alejandría, escribió un
breve poema que cuento entre mis favoritos y al que recurro con frecuencia, en
donde descifra la Odisea y el significado de esos diez años. Son apenas tres
estrofas, donde reinterpreta el sentido del viaje personal y lo coloca en un
plano similar, e inclusive superior, al propio destino:
Ítaca
I
Cuando
emprendas el viaje de vuelta a Ítaca
pide que el
camino sea largo,
lleno de
aventuras y descubrimientos.
No temas a
los lestrigones y a los cíclopes,
ni al
colérico Poseidón.
Nunca
encontrarás seres así en tu camino
si tu pensar
es elevado,
si una
extraña y selecta sensación
agita tu
espíritu y tu cuerpo.
Ni a los
lestrigones, ni a los cíclopes,
ni al
salvaje Poseidón encontrarás,
a menos que
los lleves dentro de tu alma,
a menos que
sea tu alma quien los ponga frente a ti.
II
Pide que el
viaje sea largo.
Que haya
muchas mañanas de verano en que llegues
¡con qué
placer y alegría!
a puertos
donde nunca antes hayas estado;
detente en
los emporios comerciales de Fenicia
y hazte con
hermosas mercancías,
madreperla,
coral, ámbar y ébano,
y toda
suerte de perfumes sensuales –
tantos
perfumes sensuales como puedas;
ve a muchas
ciudades egipcias
y adquiere
montones de conocimientos de sus sabios.
III
Mantén a
Ítaca siempre en tu mente.
Volver allí
es tu destino.
Pero no
apresures nunca el viaje.
Mejor si se
extiende por años,
de manera
que seas ya viejo cuando vuelvas a la isla,
enriquecido
con todas las experiencias y aprendizajes del camino,
y sin
esperar que Ítaca te traiga riqueza alguna.
Ítaca te ha
dado el maravilloso viaje.
Sin ella,
jamás hubieses zarpado del puerto,
y ya no
tiene nada más que darte.
Y si la
encuentras pobre, Ítaca no te habrá engañado.
Sabio como
ya te habrás vuelto, lleno de experiencias,
ya habrás
entendido lo que estas Ítacas significan.
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