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La doctora Belkisyoslé Noya da clases en la consulta con los pacientes. Dirige el Instituto de Medicina Tropical desde 2016. |
Valentina Oropeza 20 de julio de 2018
Jueves
El
bioanalista ajustó el microscopio y la gota de sangre se hizo nítida. Parásitos
con cola se movían fuera de los glóbulos rojos. Volvió a girar el ocular. Los
parásitos tenían forma de C. No esperaba ese resultado. La prueba buscaba
confirmar malaria pero aquella sangre estaba infectada con Trypanosoma cruzi.
La paciente tenía Enfermedad de Chagas. Era una niña de nueve años y vivía en
Chacao. El bioanalista no había escuchado de contagios en el corazón urbanizado
de Caracas.
El
chipo infectado con Trypanosoma cruzi transmite la Enfermedad de Chagas. Pica y
deja heces llenas de parásitos. Cuando la persona se rasca, el parásito penetra
la piel, llega a la sangre y viaja hasta el corazón. Una segunda posibilidad de
contagio es menos común pero más agresiva: ingerir alimentos o bebidas
contaminadas con las heces del chipo infectado.
El
bioanalista conocía bien al parásito. Lo había estudiado en el curso de
Parasitología del Instituto de Medicina Tropical (IMT) de la Universidad
Central de Venezuela. Lo había visto muchas veces en el laboratorio del
Hospital Universitario de Caracas. Por eso sabía que estaba frente a una
emergencia. Buscó al pediatra y le preguntó si la paciente tenía picadura de
chipo. La niña había llegado a consulta después de varios días con fiebre alta.
Era diciembre de 2007. Tenía la cara hinchada y no podía levantarse de la cama.
Si atravesaba la fase aguda de la enfermedad y no había rastro de contacto con
un chipo, probablemente habría otros casos. Necesitaban ayuda.
La
Enfermedad de Chagas afecta a siete millones de personas en el mundo. Ocasiona
cardiopatías en tres de cada diez pacientes, calcula la Organización Mundial de
la Salud (OMS). A veces ataca el esófago y el colon; en oportunidades deteriora
las funciones neurológicas. Estigmatizada por su relación con la pobreza, es
una enfermedad tropical olvidada según la OMS. Si el parásito había llegado al
corazón de la niña, corría el riesgo de morir.
El
pediatra y el bioanalista salieron del Hospital Universitario, caminaron una
cuadra dentro de la UCV y entregaron los resultados en el IMT.
–Vi un
Trypanosoma. Tenemos Chagas en Chacao –dijo el bioanalista.
La
doctora Belkisyoslé de Noya se puso los lentes y leyó los exámenes. Dirigía la
Sección de Inmunología, el laboratorio especializado en diagnosticar Chagas.
Comenzó a estudiar Medicina en la UCV a los 16 años, a finales de los sesenta.
Recién graduada de médico, se marchó a Nueva Orleans para estudiar
Parasitología Médica en la Universidad de Tulane, becada por el Consejo
Nacional para Investigaciones Científicas y Tecnológicas de Venezuela. En 1980
comenzó a dar clases en el IMT. Dirige el instituto desde 2016.
Noya
quedó fascinada con los parásitos desde el pregrado, cuando fue alumna del
doctor Félix Pifano en la Cátedra de Medicina Tropical. Pifano fundó el IMT en
1947, después de sobrevolar la Ciudad Universitaria con Rómulo Betancourt para
escoger la ubicación del Instituto. Pidió que lo construyeran al lado del
Jardín Botánico de Caracas.
Tres
endemias aquejaban a los venezolanos a mediados de los cuarenta: la malaria, la
anquilostomiasis y el Chagas. El mosquito Anopheles transmitía la malaria. Las
larvas del parásito Necator americanus entraban al cuerpo por la planta de los
pies y llenaban la barriga de gusanos (anquilostomos). Las picaduras de chipos
propagaban el Chagas. Pifano participó en la campaña que dirigió el doctor
Arnoldo Gabaldón para erradicarlas. Rociaron DDT y mataron al Anopheles,
difundieron mensajes para que los venezolanos usaran zapatos y combatieron el
uso de la palma y el bahareque para construir viviendas. Eran el hospedaje
soñado para los chipos. Pifano se encargó del estado Yaracuy, donde había
trabajado como médico rural. Gracias a esta política, Venezuela se convirtió en
el primer país en deshacerse de la malaria.
Durante
los 43 años que Pifano dirigió el IMT, crió y estudió al Rhodnius prolixus, el
chipo más común al norte de Suramérica, huésped de la palma y el bahareque.
Desde hace más de 70 años, el instituto ha liderado el diagnóstico,
tratamiento, prevención e investigación de las enfermedades tropicales en
Venezuela.
Viernes
Noya
se reunió con la mamá y la abuela de la paciente con Chagas. Le contaron que la
niña tenía un perro. La doctora pensó que quizás la mascota portaba el
parásito. El lunes le tomarían una muestra. En Caracas predominaba el
Panstrongylus geniculatus, un chipo que se adaptó a la ciudad y ya no buscaba
palma ni bahareque, sino focos de luz como bombillos, pantallas de televisores
o computadoras. Se alojaba en perros, gatos y ratas.
La
mamá y la abuela de la paciente agradecieron las explicaciones de la doctora.
Estaban convencidas de que todo saldría bien. Mientras Noya las despedía en la
puerta del consultorio, la abuela comentó que esa mañana se había topado con
una maestra de la Escuela Municipal Andrés Bello de Chacao, donde estudiaba su
nieta. También estaba en el hospital. Tenía fiebre y la cara hinchada. Dijo que
otras colegas tenían los mismos síntomas. Noya entró en alerta. No estaban
frente a un caso aislado. Debían encontrar a todos los infectados antes de que
fuera demasiado tarde.
La
doctora fue al Hospital Universitario y confirmó que la maestra estaba
infectada con Trypanosoma cruzi. Al igual que la niña, tampoco tenía picaduras.
Noya llamó a la escuela y habló con la directora Graciela Borrero. Después de
trabajar 20 años como profesora de Educación Física, aquel era su primer año al
frente de la escuela. Noya le explicó que dos miembros de la comunidad escolar
tenían Enfermedad de Chagas. Le dijo que el único denominador común entre las
pacientes era la escuela. Borrero confirmó que varios estudiantes faltaron a
clases la semana anterior. Algunos maestros habían pedido reposo. Tenían
fiebre, les dolía la cabeza y lucían hinchados. Noya le advirtió que debían
iniciar una encuesta epidemiológica lo más pronto posible.
Lunes
Noya
llegó a la escuela acompañada por médicos y bioanalistas del IMT para tomar
muestras de sangre. Borrero convocó una reunión para informar a los padres
sobre la investigación epidemiológica. Unos estaban consternados, otros
ofrecieron ayudar. Una madre preguntó por qué los médicos del IMT decían que
sus hijos estaban enfermos si no los habían examinado. Ella prefería consultar
a su pediatra de confianza. Cuando se enteraron de que había una maestra
internada en el Hospital Universitario, varias colegas pidieron tener prioridad
para sacarse la sangre. Borrero se negó. Primero los niños.
Martes
Un
alumno de la sección B de preescolar sufrió un derrame pericárdico. Tenía cinco
años. Murió.
Isía
estudiaba en la sección A y también tenía cinco años cuando contrajo el Chagas.
Ernisa Borrero, su mamá, la llevó a varios pediatras y ninguno logró
diagnosticarla. Nada le bajaba la fiebre ni la inflamación en la garganta. Isía
lloraba tanto que Ernisa perdía la calma. Era enfermera. Un médico recomendó
darle miel con aceite de resina para bajarle la fiebre. Ernisa confió en la
sugerencia y le rezó a su papá, que había muerto unos meses atrás, para que no
se la llevara.
Miércoles
El
teléfono repicó en casa de Ernisa. Era Graciela, su hermana, la directora de la
escuela.
–¿Isía
sigue enferma? –preguntó Graciela.
–Nada
le baja la fiebre –respondió Ernisa.
–Tráela.
Tenemos dos pacientes en la escuela con Enfermedad de Chagas. Unos doctores
investigan cuántos niños están afectados.
–¿Chagas?
No puede ser. Eso no tiene cura.
–Ayer
se nos murió un niño de preescolar –dijo Graciela. Comenzó a llorar.
Jueves y viernes
Noya y
su equipo se mudaron al IMT. Tomaron muestras de sangre a mil pacientes aquella
semana de diciembre de 2007. Estacionaron sus carros día y noche dentro de la
universidad, a las puertas del instituto, resguardados por vigilantes. Se
turnaban para comer y no interrumpir el procesamiento de las pruebas de ELISA,
un método de diagnóstico que permitía identificar si la sangre de cada paciente
tenía anticuerpos contra el Trypanosoma cruzi. Si la concentración de
anticuerpos superaba 0,230 unidades de absorbancia, el paciente estaba
infectado.
Los
investigadores dividieron a los pacientes. Grupo 1: asintomáticos. Grupo 2:
síntomas leves o moderados. Grupo 3: pacientes muy enfermos, en casa u
hospitalizados. Almacenaron la información en una base de datos: nombre y
apellido, edad, sexo, diagnóstico, manifestaciones clínicas, hospitalizado o
no, lugar de hospitalización. A medida que obtenían resultados, imprimían el
diagnóstico de cada paciente en hojas que llevaban un membrete con el logo del instituto
y los valores que obtenían en las pruebas.
La
doctora Noya trabajó con su esposo, Oscar Noya, médico parasitólogo también; la
pediatra Raiza Ruiz-Guevara, la bióloga Zoraida Díaz Bello y el bioanalista
Luciano Mauriello. Diagnosticar a todos los pacientes era tan urgente que
pasaban las noches en el laboratorio.
La semana siguiente
Detectaron
103 infectados. 77 eran niños y 26 adultos. La infección era leve o moderada en
la mitad de los casos. En los demás era grave. Muchos corrían el riesgo de sufrir
derrame pericárdico, como el estudiante de preescolar. Nunca habían tratado a
tantos pacientes con Chagas al mismo tiempo. Nunca habían identificado un
contagio de esa magnitud en el país, menos aún en Caracas. Estaban frente al
primer brote oral de Enfermedad de Chagas registrado en Venezuela.
En la
primera fase de la infección por vía oral no hay síntomas. El Trypanosoma cruzi
se reproduce en el estómago y se disemina por el organismo. El parásito circula
libremente; el organismo todavía no dispone de anticuerpos para combatirlo. Se
desplaza a través de la sangre, se aloja en los músculos del corazón y lo
inflama. Todo puede ocurrir en ocho días.
Un
niño diabético que nunca comía del menú escolar apareció libre de Chagas en las
pruebas. Reforzó la sospecha de que los pacientes infectados comieron o
bebieron algo contaminado que se repartió en la escuela. El desafío era
descubrir cómo se contagiaron.
La
Escuela Municipal Andrés Bello repartía desayunos, almuerzos y meriendas a 130
estudiantes en 2007. La mayoría cursaba preescolar, primero, segundo y tercer
grado. Servían arepas con jamón y queso, sándwiches, avena, pabellón o pasta
con carne o pollo, tortas y galletas, acompañados con chicha o jugos de frutas
naturales. Cuando sobraban bebidas, se repartían entre los maestros. Todo se
preparaba fuera. No había cocina en la escuela.
Para
identificar el alimento infectado, Noya y su equipo preguntaron a los pacientes
qué habían ingerido. Descartaron las comidas y quedaron las bebidas. No todos
habían tomado avena ni chicha. Examinaron la lista de jugos hasta que
descubrieron el único que bebieron los 103 contagiados en un desayuno en la
escuela: jugo de guayaba. El doctor Noya planteó la hipótesis de que la
infección se propagó a través de ese jugo. Si encontraban un chipo en el lugar
donde lo prepararon, confirmarían el origen del contagio.
El
Ministerio de Salud envió unos inspectores al barrio El Tamarindo, al norte de
Caracas. La señora que hizo el jugo vivía en una casa de bloques a medio
construir, a unas cuadras del Hospital Vargas. No consiguieron chipos. La
doctora Noya le encomendó el segundo intento al investigador del IMT Matías
Reyes. Era biólogo con doctorado en Entomología y Ecología en la Facultad de
Ciencias de la UCV. Estudiaba el ciclo de vida de los insectos y sus relaciones
con los humanos y el medio ambiente. Criaba zancudos, moscas, cucarachas y
chipos en la sección de Entomología Médica del IMT. Inauguró el departamento.
Diseñó los muebles del laboratorio donde trabajaba y supervisó al carpintero
que los instaló, en un módulo detrás del edificio principal del instituto. A
veces dormía en el laboratorio para monitorear los experimentos.
El
profesor Reyes visitó la casa, vio unos perros y preguntó dónde dormían. Supuso
que buscaba un Panstrongylus geniculatus, el chipo más común en Caracas. Le
señalaron un rincón. Al lado había un matero. Encontró un chipo vivo debajo del
matero que permitía constatar la hipótesis del equipo médico del IMT: el jugo
de guayaba había sido el vehículo de la infección. A pocos metros había una
ventana sin vidrios, detrás del fregadero de la cocina. La señora que preparó
el jugo le contó a Reyes que hirvió las guayabas en la noche y puso la olla
frente a la ventana, sin taparla. Había un bombillo encima de la olla.
La
dueña de una bodega cercana a la casa donde se preparó el jugo ofreció su
negocio como centro de acopio de chipos. Los días siguientes, vecinos del
barrio recogieron chipos que encontraban en sus casas con la técnica que les
enseñó el doctor Reyes: abrir una caja de fósforos, ponerla sobre el insecto,
cerrarla cuando estuviese cubierto, anotar en la caja el día, la hora, el lugar
y la información de contacto de la persona que lo capturó, y llevarlo al
IMT.
Apenas
arrancó el tratamiento de los pacientes, las bases de datos en el instituto
comenzaron a crecer. Los investigadores añadían renglones para registrar las
pruebas: exámenes de sangre, rayos X, evaluaciones físicas,
electrocardiogramas. Tomaban fotos para documentar los efectos de la enfermedad
en niños y adultos. En el bioterio, donde se crían animales para
experimentación, asignaron un ratón a cada paciente. Llevaban sus nombres. Les
inocularon muestras de la sangre infectada. Después de 11 días, les hicieron
punciones cardíacas a los ratones. Sembraron la sangre en medios de cultivos y
aislaron el parásito. Identificaron dónde estaba la infección en cada paciente
y crearon antígenos para desencadenar respuestas inmunitarias. Trataron a los
pacientes con Nifurtimox y Benznidazol, los únicos dos medicamentos, viejos y
tóxicos, que existen contra la Enfermedad de Chagas.
Daireth
Juárez tuvo fiebre, salpullido y dolor en la espalda. Tenía 7 años cuando se
contagió. Su corazón se inflamó. Salud Chacao le dio un monitor de ritmo
cardíaco (Holter) para registrar la actividad de su corazón por 24 horas. La
escuela donaba pilas para los aparatos. Le aplicaron un primer tratamiento de
tres meses. Su mamá le mezclaba la medicina con jugo de durazno, de lo
contrario era intragable. Tenía náuseas todo el tiempo. Perdió peso. Seis meses
después repitieron las pruebas. El parásito todavía estaba activo. El
tratamiento volvió a comenzar.
Una década después
Noya y
su equipo siguieron la evolución de los pacientes de Chacao durante los años
siguientes. Los citaban para el control anual en el IMT y repetían las
evaluaciones. Publicaron artículos en revistas científicas nacionales y
extranjeras sobre el primer brote oral de Chagas documentado en Venezuela.
Un
lunes de marzo de 2016, la doctora Noya recibió una llamada desde el instituto.
Estaba en un congreso científico en España. El fin de semana reventaron la
puerta del laboratorio de Inmunología a mandarriazos y robaron las siete
computadoras que almacenaban la información sobre los pacientes de Chacao. Lo
que no había salido en pendrive o por correo electrónico de aquel laboratorio,
había desaparecido.
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Los delincuentes han destruido las puertas del Instituto de Medicina Tropical a mandarriazos. |
Asaltaron
el IMT 71 veces desde mayo de 2014 hasta abril de 2018. La doctora Noya
registra en una base de datos lo que han perdido en cada robo y los números de
denuncias ante el Cuerpo de Investigaciones Científicas, Penales y
Criminalísticas.
Se han
llevado desde microscopios hasta pocetas. El IMT compró puertas de seguridad
con los recursos que podría destinar a proyectos de investigación. Unas puertas
siguen siendo de madera, como las diseñó Carlos Raúl Villanueva. Otras fueron
reemplazadas por rejas y candados. A dos profesores los atracaron en el estacionamiento
y les robaron los carros, los celulares, las carteras. Después de dar clases,
los científicos llegaban a los laboratorios a las 5:00 de la tarde y trabajaban
hasta las 8:00 de la noche. Ahora se van a las 4:00 pm y salen en grupo.
El
profesor Reyes un día llegó al laboratorio de Entomología Médica y no estaban
las neveras donde guardaba los reactivos. Tampoco la cafetera. Otro día
desaparecieron los equipos de investigación de campo: un peachímetro,
altímetros, brújulas, GPS, botas. Otro día se llevaron las tuberías de agua
corriente. Hasta que arrancaron el cableado eléctrico y el laboratorio quedó
sin luz, al igual que las secciones de Biohelmintiasis, Cardiología, el Centro
de Análisis de Imágenes Biomédicas Computarizadas y el bioterio. El edificio
posterior del IMT no tiene electricidad desde el año pasado.
El
primero de mayo de 2018 se quedaron sin Internet. Robaron 120 metros de cables
de la Escuela de Medicina Luis Razetti, donde se encuentra el nodo que
suministra conexión a 11 dependencias de la UCV, la mayoría dedicadas a la
salud: el Instituto de Medicina Tropical, el Instituto Nacional de Higiene, el
Instituto Anatómico, el de Inmunología, el Servicio de Oncología, el Decanato
de la Facultad de Medicina, la Escuela de Medicina, las facultades de Farmacia
y Odontología, el edificio de Trasbordo y la Organización de Bienestar
Estudiantil. Durante varias semanas solo hubo conexión desde las 8:00 hasta las
11:00 de la mañana. La UCV se convirtió en una cantera de cobre robado para
revender en el mercado negro.
El
laboratorio de Entomología Médica se volvió oscuro y caliente. Se llevaron el
aparato del aire acondicionado. Como los cambios de luz y temperatura no
afectan a los insectos, hay carameleras de vidrio y tobos llenos de mosquitos,
chiripas, cucarachas y chipos. En una de ellas están los nietos de los Rhodnius
prolixus que crió Pifano. Son cepas puras, útiles para pruebas genéticas. En
2000, el Ministerio del Ambiente calificó la colección biológica de animales
vivos en insectarios del IMT como la mejor de Caracas.
Se
escucha el aleteo de los bichos mientras un estudiante de posgrado expone ante
el profesor Reyes desde su computadora personal. Cargó la batería en casa para
que le diera tiempo de mostrar todas las láminas de su tesis. El doctor puede
caminar con los ojos cerrados por el laboratorio. Se sabe de memoria el
contenido de cada frasco y el avance de cada experimento.
Cuando
una empresa solicita certificar la calidad de un insecticida, el laboratorio de
Entomología Médica del IMT lo prueba en 200 a 400 cucarachas alimentadas con
perrarina que contiene 22% de proteínas. No pueden tener menos que eso. Cuando
los insectos para experimentación están débiles, se corre el riesgo de
certificar insecticidas de calidad dudosa por errores en la muestra. A veces
los investigadores pagan la perrarina de sus bolsillos.
Después
de que los delincuentes mataron a cinco de los ocho perros que custodiaban el
bioterio, se volvió la sección más asaltada del instituto. Jeferson Muñoz
criaba 250 ratones para las pruebas de Chagas y toxoplasmosis allí en 2012.
Seis años después, quedan dos ratones para diagnóstico. Un gato gris se asoma
por las ventanas de los laboratorios que mantienen alguna actividad. Una vez
los ladrones se llevaron -o soltaron- 50 ratones que Jeferson infectó con
Trypanosoma cruzi para una investigación. Supone que las jaulas de plástico les
parecieron valiosas. Evita imaginar a los 50 ratones sueltos por el monte que
conecta al IMT con el Jardín Botánico y el barrio La Charneca, repleto de
potenciales infectados de Chagas.
En el
laboratorio de al lado, el de Micología, reventaron los estantes donde
almacenaban esporas de años de investigación. Como eran hongos altamente
contagiosos, los Bomberos y la Brigada de Control de Emergencias del Instituto
Nacional de Higiene sellaron el área, la aislaron y la descontaminaron.
El
bioterio del IMT no puede mantener a los ratones. En Venezuela no se produce
ratarina desde 2017. Es el alimento ideal para cumplir las condiciones de
experimentación que estipulan los protocolos científicos internacionales. La capacidad
de diagnóstico e investigación del instituto se desploma sin ratones. Ya no
hacen la prueba TORCH para comprobar si las mujeres embarazadas tienen
toxoplasmosis, rubéola, citomegalovirus, herpes o hepatitis. Solo quedan
reactivos para detectar toxoplasmosis y trozos de papel para entregar los
resultados escritos a mano. Se acabaron las hojas membretadas y la tinta para
imprimirlos.
En
junio de 2018, la Organización Panamericana de la Salud reportó picos
históricos de contagio de malaria y difteria en Venezuela en 2016 y 2017. Los
investigadores del IMT tienen la experiencia y la experticia para liderar una
campaña nacional de emergencia que frene la transmisión de estas enfermedades
tropicales, opina Rafael Orihuela, director adjunto del IMT por diez años y
exministro de Salud.
El
presupuesto que la universidad asigna al IMT no alcanza para comprar
detergentes y limpiar las áreas comunes. Alumnos y profesores se pusieron
guantes quirúrgicos para podar los jardines en 2017. Así celebraron los 70 años
de la fundación del instituto.
El
Posgrado Nacional de Parasitología entró en cierre técnico en 2017. No hubo
dinero para costear los experimentos que hacen los estudiantes como trabajos de
grado, por primera vez en 21 años.
Si en
2018 ocurriera un brote de Chagas como el de Chacao, en el IMT no podrían ver
los parásitos con cola y forma de C fuera de los glóbulos rojos. El laboratorio
de Inmunología no tiene luz desde el año pasado por el robo de los cables. De
los cuatro microscopios que había, robaron tres. Como ya no crían ratones en el
bioterio, tendrían que comprarlos en el Instituto Nacional de Higiene, que
tampoco tiene ratarina. Once años después, no podrían detectar, diagnosticar y
tratar a un centenar de pacientes infectados con la Enfermedad de Chagas en una
semana.
Otro
investigador emigró. En los pasillos del Instituto de Medicina Tropical, los
profesores discuten, dudan, se lamentan. Unos iniciaron trámites para
marcharse. Otros confían en que la situación del país cambiará; esperarán unos
meses a ver qué pasa. La doctora Noya tiene familia en España. Cada vez que analiza
el dilema, concluye lo mismo: “¿Qué voy a hacer en España? Aquí curo gente.
Aquí me necesitan. Aquí nací y aquí me quiero morir”.
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