Hugo Coya 18 de agosto de 2018
@Hcoya
“Ahora los protagonistas de esos pesares
son los venezolanos que acogieron a muchos de los nuestros y que, sin
miramientos, nos abrieron los brazos y nos permitieron disfrutar de la bonanza
que hoy se les esfumó”.
Aquella
tarde del 24 de diciembre de 1991 al bajar del avión que me trasladaba de París
a Madrid mi alegría por el inminente reencuentro con familiares y amigos se
esfumó de golpe para experimentar, en carne propia, una sensación hasta ese
momento desconocida: saber qué significa no ser bienvenido en un país por el
simple hecho del lugar donde naciste.
Estaba
oscureciendo, tenía prisa, temía que la medianoche navideña me alcanzara en
medio del camino. Quizás por eso no me percaté, al principio, de la forma en
que los guardafronteras del aeropuerto internacional de Barajas trataban y se
referían a los pasajeros que procedíamos de algún país latinoamericano.
Cuando
llegó mi turno, uno de ellos me pidió el pasaporte, observó el origen nacional
estampado en la carátula y abandonó todo vestigio de gentileza, si es que la
poseyó alguna vez. Apretó entonces el gatillo de una voz cargada por el
desprecio y me preguntó silabeando en voz alta –como si supusiera que no iba
entender el idioma que ambos compartíamos– acerca de las razones de mi viaje,
el tiempo de estadía, mi lugar de hospedaje y la cantidad de dinero en efectivo
que portaba para, luego, advertirme que en caso de incumplir uno de los
requisitos no podría ingresar a España.
Sin
siquiera abrir mi documento para verificar mi identidad, si era poseedor de una
visa, conocer mi profesión, las veces que visitaba el país o darme la
oportunidad de atender a sus múltiples interrogantes, se enfrascó con un colega
en un sostenido intercambio de chistes xenófobos acerca de los ‘sudacas’ que,
según él, se descolgaban de sus países para ir a gozar de la prosperidad
española. Mientras trataba de discernir acerca de la situación y responder a la
altura de las circunstancias, sentía que algo se quebraba en mi interior.
Comprendía
por primera vez que dejando de lado mi condición de corresponsal extranjero
–que me permitía no tener ningún problema para ingresar a distintos países– era
un ciudadano de segunda clase, padeciendo en carne propia aquello que sufrían y
seguro aún sufren millones de personas que son discriminadas. En el caso
específico de los peruanos, vivíamos tiempos en los que miles de nosotros
huíamos del dramático cascabeleo de la crisis económica y el terrorismo,
parapetándonos en naciones que nos proporcionaran al menos la esperanza de una
vida sin tantos sobresaltos.
Nos
veíamos obligados a dejar la tierra que amábamos, enfrentar renuncias
familiares, miradas desconfiadas, malos tratos, lentitudes espectrales en los
controles migratorios, comentarios despectivos, salarios mediocres y titulares
que destacaban nuestra nacionalidad cada vez que algún compatriota incurría en
un acto delincuencial.
Quienes
han vivido en España deben haber leído, visto, escuchado tantas veces
comentarios o chistes denigrantes hacia los latinoamericanos así como a la
prensa de ese país regodearse al hablar de la ‘banda de los peruanos’ que
durante años ocupó las secciones policiales por ser una de las longevas
organizaciones criminales, formada por ladrones multirreincidentes que se
especializaban en el robo de automóviles en las autopistas catalanas.
Hoy
los tiempos han cambiado. No somos más los apestados de antes que arriesgaban
el pellejo en tierras extrañas ni formamos parte de esa añeja ola de
inmigrantes que invadimos Argentina, Chile, Estados Unidos, España, Italia,
Japón o Venezuela. Ya no necesitamos salir por el apremio, pues aquella
precariedad en la que vivíamos nos amenaza un poco menos.
Ahora
los protagonistas de esos pesares son los venezolanos, aquellos que acogieron a
muchos de los nuestros cuando recalamos en su territorio y que, sin
miramientos, nos abrieron los brazos, nos proporcionaron una cama para dormir,
compartieron sus arepas, nos dieron de beber sus tizanas y permitieron que
gozáramos con ellos de la bonanza que hoy se les esfumó.
Como
si estuviéramos aquejados por ese mal que padecen las sociedades opulentas que
ni siquiera somos y aún estamos lejos de ser, hemos comenzado a olvidar esos
cuentos de otros tiempos, transitando por ese callejón oscuro que nubla la
memoria y la gratitud para hacerles padecer a los venezolanos aquello que
nosotros padecimos.
Recostados
sobre su desesperación, se les contrata por la mitad de los salarios que ganan
los peruanos, se les obliga a trabajar en largas y extenuantes jornadas sin
descanso, se les humilla, se les insulta, se les atribuye también beneficios
que no poseen, tratos preferentes o, incluso, posibilidad de cambiar los
resultados de las próximas elecciones.
Al
mismo tiempo se les estigmatiza en los titulares de la prensa cada vez que uno
de ellos comete un delito dando a entender que la criminalidad aumentó a partir
de su masiva llegada, omitiendo que esta existía mucho antes de que la grave
crisis económica estallara en Venezuela y la represión del régimen de Nicolás
Maduro los obligue a escapar y venir al Perú.
No se
trata de ocultar el impacto que esta crisis humanitaria trae consigo o de
esconder el agudo problema social que se está generando desde que el Perú
decidió abrir sus puertas a los venezolanos al punto de recibir cada día a un
promedio de 2.000 personas que se incorporan a nuestro territorio en búsqueda
de alguna forma de sobrevivir.
Pero
tampoco debemos seguir levantando la espesa humareda que recubre la xenofobia,
ni cultivando el odio hacia el otro, al extranjero, pues lo único que hace es
exacerbar la violencia, dividirnos como sociedad y deshumanizarnos poco a poco.
Ahora
más que nunca es necesario recordar que hubo una época en que también fuimos
ese otro que hoy no queremos ver, que en otro lugar del tiempo y el espacio
fuimos aquellos venezolanos, aquellos exiliados de un país en ruinas que algún
día –esperemos que no– podríamos volver a ser.
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