Jurate Rosales 08 de agosto de 2018
Con
asombro, al final de mi vida veo la repetición exacta de una película vista en
mi juventud. Me doy cuenta que los venezolanos no inventan nada nuevo, repiten
los mismos gestos, errores y desaciertos que marcaron a toda Europa oriental en
la segunda mitad del siglo XX. Allí está todo, absolutamente igual: los errores
de la oposición, la huida al exilio, las ayudas familiares para los que
quedaron bajo el comunismo y la subordinación de los militares al dictador de
turno. Veo que en tantos años nada ha cambiado y todo es predecible, porque la
oposición sigue ciegamente un guión escrito hace un siglo, siempre el mismo,
siempre asombrosamente efectivo.
Empecemos
por el éxodo de quienes huyen de Venezuela. Nadie quiere expatriarse sino
cuando se trata de resguardar la vida o la subsistencia. Por lo general, en
estos casos cada expatriado encuentra en
su percepción de lo ocurrido a uno o varios culpables, a los que jamás
perdonará por haberlo desarraigado de su tierra natal. En los grandes éxodos que ocurren por razones
políticas, la norma es alimentar una mezcla de rencores y verdaderas o falsas
razones, que para la mayor desgracia del expatriado, le impiden actuar con
objetividad.
Los
actuales pleitos en la diáspora
venezolana, se reflejan en una igual confusión de la oposición dentro del país,
con lo cual se repite algo que en el curso de la Historia ha ocurrido miles de
veces cuando un segmento de la población huye de su país natal. El signo
distintivo de esos éxodos es la incapacidad de los refugiados de unirse en un
solo bloque y menos el de servir de guía de unidad para los que quedaron en la
patria desvalida.
Son
tantos los ejemplos de pleitos entre grupos
de exiliados, que uno llega a la conclusión de que se trata
de una norma – cualquiera que fuese la nación y/o la época. Podríamos empezar
por lo más famoso, como lo fue la huida de los aristócratas rusos a raíz de la
revolución del año 1917. Esa primera oleada de refugiados nunca aceptó
formar un frente común con el grupo siguiente de expatriados, como lo
fueron los primeros revolucionario en el caso de Trotski y sus seguidores.
Entre los refugiados de la primera ola y los de la segunda, la diferencia en
tiempo era de menos de una década, pero cada grupo ya era parte de distintas
tendencias políticas internas, que los hacia irreconciliables. Jamás hubo una
unión franca y articulada de todos los refugiados de una sola nación, sino una
lucha entre ellos mismos, en vez de unirse contra el enemigo común que se había
apoderado de su país.
Recuerdo
personalmente las diásporas salidas de los países de Europa oriental cuando
muchos huyeron del comunismo al finalizar la II Guerra Mundial. Los que habían tenido antes de la guerra
gobiernos democráticos, seguían peleando entre ellos en la diáspora, cada uno
por su partido político y eran incapaces de pensar que en su situación, ya no
había ni partidos, ni elecciones, mucho menos posibilidad de formar un
gobierno.
La
diáspora proveniente de algunos de esos países, como fue el caso de Rumania y
Yugoslavia, no solamente se vio dividida entre diversos partidos políticos de
antaño, sino que existían los realistas que defendían a una derrocada
monarquía, enfrentados a los exiliados republicanos de su misma nacionalidad,
como si de sus enfrentamientos internos dependiera un gobierno, a todas luces
inexistente.
Dos
ejemplos son particularmente aleccionadores. En Yugoslavia, el rey Pedro II fue
depuesto en 1945 y el país terminó siendo gobernado por un dictador
comunista, Josip Broz Tito, pero en el
exilio pululaban los partidarios del rey enfrentados a los demócratas que
soñaban con una república y en vez de ponerse de acuerdo contra Tito, los
exiliados peleaban entre ellos. En Rumania, el rey Miguel I fue depuesto en
1947 y lo reemplazó varios años más tarde el dictador comunista Nicolae Ceaucescu.
Recuerdo haber conocido en esa época en Paris a varios refugiados rumanos,
férreamente divididos entre partidarios del rey depuesto y partidos políticos
republicanos, cuando ninguna de las dos facciones tenía la menor posibilidad de
imponerse en su país natal. Siendo en aquella época Rumania un país petrolero,
los exiliados soñaban con regresar a su tierra y explotar la riqueza petrolera.
Sueños vacíos, porque los comunistas permanecieron en el gobierno de Rumania desde el fin de la II Guerra Mundial
hasta el fusilamiento de Ceaucescu en 1989, cuando se desmembró el imperio
soviético.
Lo que
intento explicar con estos ejemplos sacados de la vida misma de cada grupo de
exiliados, es que la norma en estos casos suele transformar al exilio en un
caldo de cultivo de intrigas internas, con cada grupo “preparándose” de modo
absurdo a “posicionarse” para gobernar a
la hora de un hipotético “regreso”. Asombra la incomprensión de las realidades
del momento y la incapacidad de asumir que el exilio tiene su propio mandato,
el de la unidad, y su rol inmediato, importantísimo, de apoyo y ayuda para los
que quedaron en la patria.
Durante
los años de la postguerra, se habían creado en Inglaterra agencias que a cambio
de un pago contratado por los parientes en el exilio, conformaban y enviaban
paquetes de ayuda a la familia que había quedado bajo el sistema comunista.
Recuerden que soy lituana, – país que fue ocupado por la Unión Soviética desde
1940 hasta 1990 – y mi mamá, desde Venezuela, apartaba cada mes de los sueldos
de la familia, el dinero para el paquete a enviar a Lituania a través de
Inglaterra. Se trataba para mi familia de un sacrificio grande, porque estaba
de prepago un leonino impuesto de aduana cobrado por la Unión Soviética para
dejar entrar el paquete, lo que se convertía en un obligado impuesto mensual,
pagado, en nuestro caso desde C aracas, a la dictadura comunista. Todo esto volvió a mi memoria, cuando salió
en estos días el decreto de Nicolás Maduro del cambio de Bs.2.500.000 por dólar
para las remesas familiares, como gancho para apoderarse con esa tasa de cambio, de los dólares que el
exiliado manda a su familia. En los países comunistas, aquel chantaje impuesto
a las familias siempre ha sido parte del sistema.
Pasemos
ahora a las penurias. Tan inherente al comunismo es la ausencia de alimentos y
servicios básicos, que – como se ve en el párrafo anterior -, esto forma parte
de un sistema, apoyado en la calculada desigualdad entre quienes son comprados
por el régimen para que le sirvan y
quienes no lo son y padecen hambre. El sistema consiste en que los primeros
sometan a los segundos, que son, precisamente, todos los demás ciudadanos
considerados de segunda. En esa desigualdad entre opresores y oprimidos, los
recientes sueldos para altos oficiales
de la Fuerza Armada Venezolana (entre Bs. 118.000.000 y 240.000.000 mensuales)
son parte del sistema, como también parte del sistema es el máximo castigo al
militar cuando empieza a subir en importancia. En Rusia esto ocurrió con el
mariscal Tujachevski fusilado en 1937; en Cuba, el general Ochoa fue fusilado
en 1989 y en Venezuela, el general Baduel está encarcelado desde 2009. Los tres
fueron vencedores en sus respectivas tareas: Tujachevski aseguró la victoria
del comunismo en el campo de batalla; Arnaldo Ochoa era el vencedor de
Angola y Baduel fue el salvador de
Chávez el 11 de abril. Hasta en la destrucción de ellos, no hay nada nuevo.
En
realidad, lo de Venezuela sigue el manual en todos los ámbitos. Es algo que la
oposición venezolana no se ha acostumbrado a descifrar, ni siquiera después de
dos décadas de enseñanza diaria.
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