Jesús Valdés, Franklin Bonalde y María Rojas, en la Casa del Migrante. |
Ignacio de la Rosa 31 de julio de 2018
Superaron a los bolivianos, que
históricamente han sido los primeros. Llegan desde Venezuela hombres solos pero
también familias enteras.
“Lo
que más quiere uno es volver a su tierra y con su familia. Es difícil tener que
vivir de este modo, pero en Venezuela tampoco se puede vivir. La gente está
muriendo de hambre, literalmente”. Franklin Bonalde (40) es venezolano
e ingeniero industrial. El último tiempo que vivió en Bolívar, su
estado natal, trabajó vendiendo artículos en la web, hasta que llegó a Mendoza
hace casi 2 meses.
“El
salario no me alcanzaba y la única forma de sustentar los gastos era vendiendo
cosas por internet. Pero el flete se volvió impagable también, por lo que
decidí vender mi auto y mi televisor, cosas mías y de mis amigos; todo para
poder comprar un pasaje de avión que me trajera a Argentina. Allá no se puede
ni siquiera comprar comida con la hiperinflación”, sintetiza el hombre con
calma y angustia, sentado en una de las sillas del amplio salón de la
imprescindible Casa del Migrante (en Dorrego), minutos después de
haber tomado una cena temprana.
Allí
son varios los extranjeros en situación de vulnerabilidad que encuentran un
techo y una compañía amigable sin costo, y donde pueden cocinar y comer algo.
Como
él, son muchos los venezolanos que recurren diariamente a ese refugio
para cenar, pasar la noche y tomar un desayuno antes de volver a la calle:
ya sea para trabajar en alguna changa que pueda surgir o para patearla buscando
cómo (sobre) vivir.
“No
siempre estamos y coincidimos todos acá, pero hay algunas noches en que hemos
llegado a ser entre 12 y 17 venezolanos. Hay familias enteras”, dice el hombre,
quien trabajaba en una obra en construcción hasta hace unos días, cuando se
enfermó y los médicos le detectaron una infección en los pulmones.
Ya son
la mayoría
Según
destacaron desde la delegación provincial de Migraciones, 70% de las
radicaciones de extranjeros que se están gestionando en Mendoza son para
ciudadanos venezolanos. “Por primera vez en la historia están
superando las radicaciones de ciudadanos bolivianos, que siempre han sido las
más tramitadas”, destacó el delegado de Migraciones, Pablo Narváez, quien
agregó que estas personas llegan en calidad de turistas y aquí inician el trámite
de exilio.
“La
decisión de dejar la tierra y la familia es realmente durísima. Uno siempre
quiere intentar esperar y aguantar hasta que se acomode la situación. Pero no
pasa. Tener que irse de esta manera no es como irse de paseo. ¡Ojalá lo
fuera!”, reconoce Jesús Valdés (47), quien llegó hace un mes y medio a
Mendoza con su mamá, María (69).
Ambos
son de la región conocida como La Guayana (también en Bolívar)
y sueñan con poder reencontrarse con sus otros familiares, muchos de los cuales
están preparando todo para venirse cuanto antes.
“En el
mundo se habla mucho de la situación en Venezuela. Pero lo que ocurre realmente
es -por lo menos- tres veces peor de lo que se dice. Tenemos una inflación de
500.000% y la predicción es que cierre el año en 1.000.000%. Un dólar está a
3.500.000 bolívares y se consigue en el mercado negro”, sigue Jesús, quien
trabajaba como comerciante en su país y también fue camarógrafo y carpintero.
Desde
que llegó a Mendoza, Valdés trabajó en una obra en construcción, estuvo a cargo
del armado de un circo (ese es el empleo más estable que ha tenido) y ha
ayudado en la cocina de algunos restoranes.
Los
desterrados
El 4
de junio, el avión en el que viajaba Franklin Bonalde desde Manaos
(Brasil) aterrizó en Buenos Aires. “Prácticamente escapé de mi país.
Quise venir a Mendoza porque sé que es un lugar muy importante”, reconstruye el
hombre, abrigado con una campera de corderoy, pantalones largos y chancletas
con medias.
En
Bolívar quedaron su esposa, su hijo de 11 años y su mamá, a quienes más
extraña. También están sus 3 hermanos, 2 de los cuales no tienen planificado
moverse de su patria ya que “no les va tan mal”.
“Trato
de no pensar mucho en mi familia, porque me angustia. Y también tratamos -con
quienes estamos aquí- de tranquilizarnos entre nosotros”, resume.
Mientras,
Jesús termina de cocinar en el amplio horno del establecimiento, Hizo algo
parecido a la cachapa (plato típico venezolano), aunque el usar polenta en
lugar de maíz tierno dificultó la elaboración. Y el gusto tampoco es el mismo:
“No queda igual, pero es una forma de sentir que no nos hemos ido del todo de
Venezuela”.
Él y
su madre ahorraron lo suficiente para poder cruzar todo Brasil en avión; y
desde Iguazú hasta Mendoza viajaron en colectivo.
“El
venezolano está migrando mucho, y hay países donde ya no somos muy bien
recibidos porque nos ven como una peste. Por suerte en Argentina y en Mendoza
eso no ocurre, acá son muy generosos y atentos”, comentan madre e hijo.
Ahorrar
en dólares en Venezuela está prohibido y conseguirlos es todo un desafío dentro
del mercado negro. Para peor, el valor del bolívar (moneda venezolana) es
ínfimo. “No vale nada ya en Venezuela, menos va a valer afuera”, asume Valdés.
Jesús
sueña con traer a su esposa y 2 niños a Mendoza cuanto antes. “Todos los días
hablamos por WhatsApp. Eso nunca falla”, dice sonriente. En simultáneo, María
se acomoda su gorro de lana y acerca un poco más su silla al círculo que se ha
formado. “No estamos acostumbrados al frío, nunca hacen menos de 26 grados allá”,
se excusa.
“Quisiéramos
poder volver, pero a una Venezuela distinta. Es un hermoso país y siempre lo
extrañamos”, resume.
El
dinero no vale
La
situación económica en Argentina no aparece como la ideal y eso es algo que los
venezolanos tienen claro. Sin embargo, coinciden en que es
incomparable. “Aquí hay una crisis, pero para nosotros es una tontera. Acá
puede subir la carne y los cigarrillos, pero se consiguen y los supermercados
siguen con ofertas. Para nosotros parecen hasta imperceptibles esas variaciones",
resume Jesús Valdés.
Cuentan
que el salario mínimo en Venezuela es de 5 millones de bolívares,
que equivalen a menos de 2 dólares. “Un kilo de tomates cuesta
2 millones y 1 un kilo de carne 8 millones, por ejemplo. Con lo que en febrero
de este año se podía comprar una moto (70 millones de bolívares) hoy ni
siquiera alcanza para comprar 5 pollos”, grafica Valdés.
Yonair
(38) y Alberto Pérez (30) son hermanos y hace 4 meses llegaron a Mendoza,
provenientes de la región de Portuguesa. Los dos están trabajando en
un restaurante en Cacheuta. “Nadie quiere irse de su país pero la situación
está demasiado complicada. Es muy duro tener que dejar a tu familia, tu vida,
todo”, dice el primero. Como los demás, mantienen la ilusión de que sus esposas
e hijos puedan venir a instalarse con ellos.
Entran
como turistas no como refugiados
El
delegado de Migraciones en Mendoza, Pablo Narváez, destacó que ha
crecido considerablemente el número de venezolanos que llegan a Mendoza y que
tramitan la radicación.
“No
entran al país como refugiados, sino que llenan el formulario como turistas
para no tener problemas migratorios. Pero cuando ya están aquí, piden asilo
recurriendo a la Ley 25.871. Y el principal inconveniente es que no traen
consigo las partidas de nacimiento ni el equivalente al certificado de buena
conducta, ya que es algo que da el Gobierno y ellos vienen escapando”, explicó
el funcionario.
La
mayoría de los venezolanos entrevistados por Los Andes tienen turnos para
tramitar “la precaria” (así le llaman a la documentación provisoria que les
daría la residencia). “Estoy esperándola para poder tramitar la validación de
mi título aquí y poder trabajar como ingeniero industrial en Argentina”, contó
Franklin Bonalde.
La
Casa del Migrante
Dependiente
de la Iglesia y ubicada en Joaquín V. González 450 de Dorrego, la
Casa del Migrante es un albergue con cocina y comedor para que -sin costo- los
extranjeros que estén viviendo en situación de vulnerabilidad puedan tener un
techo y un espacio para comer.
“Tiene
sus normas, horarios de llegada y de salida. Venimos entre las 19 y las 20 para
cocinar algo -cada uno lleva y prepara su comida- y cenamos en el comedor.
Pasamos la noche en el albergue y por la mañana nos vamos temprano. Al mediodía
volvemos y, tipo 14, cada uno vuelve a la calle o a sus trabajos”, destacó
Bonalde.
“Actualmente
hay gente de Venezuela, Haití, Brasil y Colombia. Es un espacio ameno y la
convivencia es tranquila. Si uno no tiene algo, el otro lo comparte. Todos los
que estamos aquí tenemos el mismo problema de haber tenido que irnos de nuestro
país y no tenemos un trabajo estable. Está muy lejos de ser un lugar de
turismo”, sintetizó la venezolana María.
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