CAYETANA ÁLVAREZ DE TOLEDO 28 de octubre de 2018
Hijo
único de una humilde costurera soltera de origen palestino, a los 20 años se
convirtió en activista por los Derechos Humanos en su país, Venezuela. El
chavismo lo encarceló y torturó cuatro años, hasta que el pasado 12 de octubre
aceptó trasladarlo a España. En 2017 fue distinguido con el Premio Sajarov.
Esta es la primera entrevista que concede a un periódico ya como un hombre libre.
Pregunta.-
Ha estado cuatro años preso en Venezuela. Más de la mitad, en un lugar
siniestramente llamado La Tumba. ¿Qué es La Tumba?
Respuesta.- La
Tumba es un centro de tortura. Está ubicado cinco pisos bajo tierra, en un
edificio del centro de Caracas llamado Plaza Venezuela, sede del Servicio
Bolivariano de Inteligencia Nacional. Es un laboratorio creado para la
aplicación de un tipo muy particular de torturas. Un lugar sofisticado,
moderno.
P.-
¿Moderno?
R.- Muy
moderno. La gente no lo sabe. Sólo ha visto imágenes de El Helicoide, el otro
gran centro de tortura del régimen chavista.
P.- Un
lugar sórdido.
R.- El
Helicoide es lo criollo, el garrote, la costilla rota, el bate. Es la secuela
de la decadencia de lo que una vez fue la cuarta República venezolana. El
edificio es viejo y su interior es sórdido, sí. Plaza Venezuela es distinto. La
institución es la misma, pero la estética y los métodos son diferentes. La
Tumba es la tecnología y la tortura psicológica. Todo brilla. Todo es limpio y
blanco. El silencio es absoluto; la soledad es completa. Parece un manicomio
futurista. El Helicoide es el hacinamiento, el mal olor, las cucarachas y las
ratas. La Tumba son los espejos, las cámaras, las paredes blancas. Se huele
perfectamente el tufo extranjero.
P.-
¿Cubano?
R.- Ruso-cubano.
No es Venezuela. El venezolano rompe costillas. No te saca la sangre antes de
un interrogatorio para debilitarte. No te expone a la tortura blanca.
P.-
¿Qué es la tortura blanca?
Lorent
Saleh hace una larga pausa mientras mira de reojo hacia su madre, que está
sentada a unos metros, junto a la ventana. Espera que ella abandone la
habitación. Luego se sienta en una silla, con las manos cogidas a la espalda.
R.- ¿Diría
usted que estoy siendo torturado?
P.-
No...
R.- A mí
me tomaron una foto así. Cualquiera hubiera dicho: "No está tan mal
Lorent". ¿Pero qué pasa a las 12 horas de estar en esta posición, con las
manos esposadas y una intensa luz blanca en la cara? ¿Y a las 24? ¿Y a la
semana? Extenuado. Destruido. Haciéndome todo encima. Los mecanismos de
protección y garantías de los derechos humanos han evolucionado en los últimos
70 años, pero menos que los métodos de tortura.
Lorent
se pone de pie. Levanta un brazo a la altura del hombro y lo coloca sobre una
estantería, como si lo tuviera atado.
R.- Esposado
así. Soportando chorros de agua sobre el cuerpo cada hora. La luz blanca,
siempre blanca... Luego la corriente eléctrica... Los golpes. Te rodean las
muñecas de tirro -papel periódico con cinta adhesiva- para que las esposas no
dejen marca. Lo mismo en la cabeza. Y esto en mi caso. Se cuidaban de no dejar
huella. Buscaban métodos alternativos a la violencia a palos, porque no les
convenía. A otros presos directamente les rompían las costillas y los dejaban
morir.
P.- Lo
trasladaron a La Tumba desde Colombia. El ex presidente Santos afirmó en una
entrevista a El Mundo que la suya había sido una extradición legal.
R.- Juan
Manuel Santos, Nobel de la Paz, me secuestró y me entregó en un pacto con
Maduro.
P.-
¿Por qué?
R.- Primero,
porque yo llevaba tiempo denunciando su complicidad con la dictadura. El
proyecto personal de Santos -el acuerdo con las FARC y el premio Nobel- chocaba
con la causa de la democracia en Venezuela. Santos necesitaba complacer a
Maduro, que además lo tenía bajo chantaje a través de la guerrilla. Las FARC,
el ELN y los grupos narcoterroristas con los que Santos buscaba un acuerdo
forman parte del régimen venezolano. Maduro tenía la capacidad de tumbar el
proceso de paz. En segundo lugar, yo llevaba tiempo trabajando en Colombia sobre
un asunto incómodo para Santos en ese momento: la ocultación de víctimas de las
FARC. Durante el proceso de paz, nadie hablaba de los asesinados, los
secuestrados, los desaparecidos. Mi ONG, sí. Las dos cosas se sumaron y Santos
me entregó. No fue una extradición ni una deportación. Nunca hubo orden de
captura de un tribunal venezolano ni una solicitud de Interpol. Nunca me
presentaron ante un tribunal en Colombia. Nunca compareció un fiscal. No me
permitieron defenderme. Santos me secuestró y me entregó a sabiendas de lo que
me pasaría.
P.- Lo
llevaron a La Tumba.
R.- Cuando
llegué me desnudaron. Me fotografiaron. Me raparon. Me pusieron un traje color
caqui. Y empezamos a cruzar puertas. Gruesas. Blindadas. Hasta llegar a una
sala cubierta de espejos y cámaras. Todo estaba limpio, impoluto. Sentí el
poder. Absoluto. Totalitario. Atravesamos dos pasillos estrechos. Puertas y más
puertas. De pronto oí un rugido, como de una turbina. La descompresión. Y luego
otra puerta. La abrieron. Y entramos. Parecía el cuarto de refrigeración de un
matadero. Había sólo siete calabozos. Todos vacíos. Me metieron en uno y
cerraron las rejas. Miré a mi alrededor. La celda era pequeña, de dos metros
por tres. Había una cámara en el techo, que seguía todos mis movimientos. Un
timbre. Un colchón sobre una lámina de cemento. Y dos potes, uno para beber
agua y otro para orinar. Y pensé: Uhhhhh...
P.-
Uh...
R.- La
sensación de haber sido aplastado por el Estado en su mayor expresión de
violencia y terror. Literal y figuradamente. Escuché el ruido del Metro sobre
mi cabeza. Pensé en toda esa gente, esos viajeros más o menos despreocupados.
Me dije a mí mismo: "Ninguno de ellos sabe que yo estoy aquí, debajo,
enterrado en un sarcófago blanco". Y también: "Jamás saldré vivo de
este agujero". En un lugar así, ni siquiera hace falta que te pongan un
dedo encima. Tú deseas que te golpeen.
P.-
¿Deseaba que le golpearan?
R.- Espere.
Necesito terminar la descripción. El frío. Glacial. Lo utilizan para encogerte.
Para que no puedas moverte. Para reducirte a una lámina de piel. Para
jibarizarte. Para que sepas que el individuo, tú, no vales nada. Por más que te
hayas preparado para algo así, y los activistas venezolanos en Derechos Humanos
estamos preparados, te hundes. Yo empecé a llorar.
P.-
¿Cómo sobrevive un hombre en esas condiciones dos años?
Lorent
Saleh levanta una pierna y golpea el zapato contra el suelo, dos, tres, cuatro
veces.
R.- Esto
es lo que hacen: pisarte, pisarte, pisarte. Pero no matarte. Eso es lo peor. No
te matan. Te dejan ahí para poder levantar el zapato y mirarte y reírse. ¿Me
explico?
P.-
Sí, por eso con más motivo le pregunto: ¿cómo sobrevivió?
R.- Mi
madre dice que me robaron cuatro años de vida. Yo creo que no. Ni me los
robaron ni los perdí. El tiempo no se detuvo. Yo entré en la cárcel con 26 años
y salí con 30. Lo que aprendí no me lo quita nadie.
P.-
¿Qué aprendió?
R.- El
poder de la contemplación. El valor de lo esencial que parece invisible. Los
periodistas y los políticos quisieran que yo hablara de otras cosas. Pero para
mí esto es lo fundamental. ¿Cuánto vale el color verde? ¿Y el azul? Yo estuve
en un sarcófago blanco, como un ciego, meses y meses. ¿Y cuánto vale la
conciencia del tiempo? No es que yo no supiera si era de día o de noche. Es que
no sabía si había dormido una hora o diez. ¿Y qué valor tiene un espejo? Cuando
no te ves la cara durante mucho tiempo te olvidas de cómo eres. La primera vez
que me vi en un espejo tuve un 'shock'. Me palpé, susurré... "Éste soy
yo". El cielo no es cualquier cosa. El sol, la luna, la lluvia, las
estrellas... tampoco. Unos zapatos. Una silla. Yo peleé tanto, como un loco,
para conseguir cosas que a cualquiera le parecerían irrelevantes. Hice una
huelga de hambre de 18 días para que me dieran un reloj. La Defensora ¡del
Pueblo! me decía: "¿Dónde está escrito que un reloj es un derecho humano?
¿Dónde dice que debamos dejarle una mesita?".
P.-
Algunas cosas consiguió.
R.- Sí,
aunque luego me las quitaban. Me gusta leer y escribir. Octavio Paz y Borges
son mis autores favoritos. Recuerdo cuando por fin me dieron un lápiz. Gastado.
Como un tapón. Y una hojita. ¡No quería que se acabara nunca! Escribía con
letra diminuta. La giraba. Buscaba rinconcitos blancos donde seguir
escribiendo. El valor de las cosas... Fui sometido a una técnica de aislamiento
celular. Su objetivo es anular, uno a uno, todos los sentidos del preso, hasta
que ya no sabe si está vivo o muerto. ¿Y sabe usted cuál es la única forma de
averiguarlo? El dolor. Por eso quieres que te golpeen. Y por eso te golpeas a
ti mismo. Contra el suelo. Contra los barrotes. Contra lo que sea. Buscando la
sangre. Porque solo la sangre y el dolor te reafirman en que sigues existiendo.
P.-
Usted intentó suicidarse.
Lorent
Saleh se arremanga la camisa y estira el brazo izquierdo. Dos gruesas
cicatrices cruzan sus venas.
R.- Lo
intenté cuatro veces. Pero ahí entró en juego algo distinto. Llevaba más de un
año en La Tumba. Sabía que el régimen no iba a soltarme y que yo no iba a
ceder. Y tomé una decisión: mis carceleros ya no dormirían tranquilos; no
verían relajadamente la televisión mientras yo estuviera ahí. Y así lo anuncié:
"Yo estoy dispuesto a matarme. Y si me mato ustedes van a ir presos. Y a
sus jefes les dará igual. Los sacrificarán como insectos". No era un:
"¡Oh, ah, quiero morirme!". Al contrario. Era mi último recurso. Como
una huelga de hambre, pero más fuerte. Porque ellos debían saber que iba en
serio. Mis intentos de suicidio fueron una forma de desafío a la dictadura.
P.- Se
cortó las venas.
R.- La
primera vez intenté guindarme.
P.-
¿Guindarse?
R.- Sí,
colgarme. Con una sábana. Pero me vieron a través de la cámara. Entonces tuve
que diseñar otra estrategia. Al baño siempre debía ir acompañado de un
funcionario. Cuando por fin permitieron que me afeitara empecé a simular el
mayor sometimiento. Para que cogieran confianza conmigo y bajaran mínimamente
la vigilancia. Y así me fui llevando a mi celda trocitos de cuchilla de
afeitar. Hasta que un día, de madrugada... A partir de entonces, un funcionario
tuvo que dormir en mi celda cada noche. Con un ojo medio abierto, aterrado. Una
noche intenté colgarme de las rejas. Mi carcelero se despertó y se abalanzó
sobre mí para salvarme ¡y salvarse! Otro día, volviendo del baño, le cerré la
puerta en la cara. Le dije: "Estoy cansado. Se acabó". Y me volví a
rajar. A los dictadores hay que desafiarlos. Para que sepan que no son dioses.
Que también pueden sangrar y llorar y sufrir. Y que sus abusos tienen un coste,
no sólo para los demás. Ésa es la verdadera resistencia: el desafío.
P.-
¿En su caso, cuál era el objetivo concreto de las torturas?
R.- Que
denunciara a Antonio Ledezma, María Corina Machado, Leopoldo López o Álvaro
Uribe. Con Uribe tenían una obsesión. Y yo era la pieza que les faltaba en su
delirante narrativa: Colombia, los paramilitares, la oposición venezolana, los
gringos. Algo parecido le ocurrió a Joshua Holt, un mormón americano con el que
coincidí en El Helicoide. Lo detuvieron simplemente por ser catire -rubio- de
ojos azules. El enemigo yanqui... Reforzaba su relato.
P.-
Después de dos años y medio en La Tumba, fue trasladado al Helicoide.
R.- El
cambio fue difícil. Yo estaba acostumbrado al silencio y a la soledad. El
Helicoide era ruido, mugre, hacinamiento, depravación. Presos políticos y
opositores se mezclaban con presuntos corruptos y 200 presos comunes. Me
enfermé.
P.-
¿Cómo es El Helicoide?
R.- El Helicoide
es la pura expresión del Estado mafioso. Ahí reina la extorsión, sobre todo
económica. A niveles que nadie es capaz de imaginar. Hay presos que han llegado
a pagar 200.000 dólares a cambio de una celda un poco mejor. Sus familias se
han endeudado, y sus hijos y sus nietos. Y luego están los corruptos, reales y
presuntos. El SEBIN sabe que Fulano tiene dinero. Le montan un expediente
simulando un hecho punible, igual que a los presos políticos. Lo secuestran. Lo
encierran. Lo torturan. La familia de Fulano no tiene adónde denunciar, claro,
porque es la propia policía la que lo tiene secuestrado. Y entonces le dicen:
"Venga, Fulano, paga tanto". Y Fulano paga.
P.- Y
ellos lo llaman "lucha contra la corrupción".
R.- Es la
peor corrupción. Y es endémica. Para el Gobierno tiene dos ventajas. En plena
ruina económica, le permite pagar a los funcionarios esbirros. Y al mismo
tiempo garantiza que le serán férreamente leales. Si cualquiera de estos
funcionarios decidiese un día hacer lo correcto, bastaría recordarle su
historial para que volviera volando al redil criminal. Así funciona el sistema
de terror en Venezuela. Y por eso yo no podía demostrar la más mínima
debilidad.
P.-
¿Otros sí lo hicieron?
R.- Yo he
visto a hombres arrodillarse para que les golpearan. Y lo peor -lo más terrible
y estremecedor-, he visto a hombres no hacer nada frente al sufrimiento de
otros hombres. He visto presos colgados tres días de una reja. Crucificados. Y
a otros presos pasar a su lado, como si nada. He visto a reclusos prestarse
para maltratar a otros reclusos, creyendo que así evitarían ellos ser
maltratados. Y eso no sucedía, claro. También era maltratados. Y más todavía.
Porque nadie, ni sus carceleros ni sus compañeros, confiaba ya en ellos. Es tan
enfermo, tan trágico: ver al ser humano en su estado más elemental y miserable.
Como el judío que lleva a otro judío al horno. Eso ha conseguido el chavismo,
la deshumanización más abyecta.
P.- No
sé qué decir.
R.- Déjeme
que lo diga yo. Unos se acostumbran a golpear, someter, torturar. Pero lo peor
es que otros se acostumbran a ser golpeados, sometidos, torturados. Es como el
elefante bebé, al que atan de una cadenita con un clavo al suelo. Y el elefante
crece y se hace inmenso, pero sigue ahí, encadenado. Porque no sabe que le
sobra fuerza para romper la cadena con un solo movimiento. El ser humano es
así. Es el animal más doméstico. En El Helicoide tratan a los presos peor que a
los perros y la mayoría lo soporta.
P.-
¿Usted nunca se sometió?
R.- Sí.
Una vez callé. Y fue el peor día de mi estancia en la cárcel. De mi vida. Una
mañana desperté escuchando el llanto de un hombre rogando clemencia. Y luego un
golpe seco. Y otro. Y al mismo tiempo la risa del torturador. Me fui hacia los
barrotes de mi celda. Nadie decía nada. Sentí asco. Empecé a llamar al
funcionario, temblando de miedo. Y el funcionario apareció. Con una naturalidad
absoluta. Llevaba la gota de sudor en la frente. Jadeaba. Tenía una sonrisa en
la cara. Me preguntó, amable: "¿Cómo estás, Lorent? ¿Qué necesitas?"
Y me hundí. La gota, su respiración agitada de tanto golpear, y esa sonrisa...
Era un funcionario al que yo había creído incapaz de hacer algo así, distinto a
los demás. ¿Cómo podía ser tan cruel con otro hombre y tan amable conmigo?
¿Cómo digerir eso? No supe qué decirle. Regresé al fondo de mi celda, como un
perro. Esa noche tuvieron que doparme. Había destruido el calabozo. Me había
dado golpes contra las paredes. Lo había roto todo. Nunca más callé. Pero no me
perdono haber callado ese día. Fue una traición. A ese hombre. A mí mismo. A mi
causa.
P.-
También aprendió.
R.- Muchas
veces, para justificarse, los funcionarios decían: "Éstos a los que
golpeamos son presos comunes, delincuentes". Y aunque lo fueran, ¿qué?
Como si el hecho de que una persona sea un criminal te diera a ti el derecho a
dejar de ser humano. Ahora bien: ¿torturar es de humanos? Piénselo... Yo creía
que no lo era. Pero quizá estaba equivocado. El hombre no es un buen salvaje.
Rousseau se equivocó. El socialismo y el comunismo también, claro. Por cierto,
¿por qué el nazismo está prohibido y el comunismo, no? ¿Lo ha pensado alguna
vez?
P.-
Muchas veces... Usted protagonizó el motín de El Helicoide.
R.- Sí, sé
que las imágenes tuvieron un impacto mundial. El motín se veía venir. Fue la
acumulación de muchos factores: las extorsiones, las torturas, el secuestro de
menores de edad... Muchachos de 16 años hacinados en una celda. Yo no lo podía
soportar. Y El Helicoide explotó. Y se demostró lo que le comentaba hace un
momento, con la metáfora del elefante. El ser humano tiene una fuerza
impresionante, sólo que no lo sabe. Nosotros volamos todas las rejas de ese
maldito lugar. Tomamos todas las cámaras de seguridad. Yo destrocé los tres
candados de mi celda con mis propias manos. Los funcionarios vieron eso y
huyeron. Ese día descubrieron que ellos también sangran, aunque no sufrieron un
rasguño. Ese día se dieron cuenta de que ahí había hombres, no insectos. Lo
mismo ocurre con la sociedad.
P.-
Después del motín, tres grupos de presos fueron liberados. Usted no.
R.- Yo
tuve que asumir el castigo del motín y fue sumamente duro. Vi cómo eran
liberados todos mis compañeros, activistas y presos políticos. Dos personas que
se despiden a través de las rejas, el calor humano dividido por el frío del
acero. No es fácil, no. Cuando sueltas la mano y te quedas solo... Te agarras
la cabeza, esperas el latigazo del huracán y al mismo tiempo piensas: ¿por qué
él sí y yo no, cuando tengo más derecho, cuando llevo más tiempo? Y te sientes
un miserable por pensarlo. Y llegas a la conclusión de que Dios no existe o que
no le importa. Y entiendes que sólo hay una salida para soportar lo que viene:
asesinar cualquier esperanza de salir en libertad.
P.-
¿Cómo lo hizo?
R.- Renunciando
a todo. A lo más importante, incluso al amor a la familia. Yo soy liberal, de
derechas y católico. Pero en esos momentos hubo dos cosas que me ayudaron
especialmente. Estudié el budismo como forma de desprendimiento. Y empecé a
leer los discursos de Pepe Mujica [el ex presidente de Uruguay]. Mandela es la
referencia universal de cualquier preso, pero su tiempo y circunstancias me son
ajenas. Mujica, en cambio, estuvo 13 años preso en una cárcel llamada
precisamente La Tumba. Y leer sus textos era como leer mi mente. Sobre todo una
frase suya, que hago mía: "Descubrí qué tan duro grita la hormiga".
Es decir, el valor de la contemplación. De la concentración en los detalles más
ínfimos como forma de supervivencia.
P.- A
usted lo liberaron pocos días después de la sospechosa muerte del concejal
Fernando Albán, que cayó del décimo piso de Plaza Venezuela. ¿Cree usted que lo
mataron?
R.- Sospecho
que lo lanzaron ya muerto, aunque lo mismo daría si se hubiera tirado él.
También sería una víctima directa de la dictadura. Yo estuve en ese mismo piso
10, junto a esa misma ventana, y conozco la desesperación que podría llevar a
un hombre a saltar.
P.-
¿Por qué ha sido liberado?
R.- Se ha
especulado mucho sobre los motivos. Hasta se ha dicho que fue gracias al ex
presidente Zapatero. Es falso. Zapatero no tuvo nada que ver con mi liberación.
Yo soy libre por un cúmulo de factores. El primero, la lucha de mi madre.
Luego, la presión de los periodistas, cuando ni siquiera los políticos querían
hablar de mi caso. El trabajo de mis abogados. El apoyo del Parlamento Europeo,
que el año pasado me concedió el Premio Sajarov. El debilitamiento del propio
régimen. Y la ayuda de muchos países, incluida España.
P.- No
guarda rencor.
R.- No. La
necesidad de venganza es otra forma de servidumbre. Además, mi celda no está
vacía. En las cárceles chavistas aún quedan muchas personas inocentes por las
que debemos luchar y fuera, un país entero por reconstruir.
P.-
¿Cómo?
R.- Los
venezolanos se sienten derrotados. Yo no voy a decirles, como hacen algunos:
"Ya estamos cerca del final, falta poco". Ni falta poco ni será
fácil. Es y será difícil. Y, además, tiene que serlo. De pequeños nos decían
que las cosas que valen la pena no se consiguen sin esfuerzo y sacrificio. Y
esto por lo que estamos luchando vale la pena. De hecho, es lo más valioso que
tenemos. Es la democracia y es la libertad.
P.-
¿Qué es Venezuela hoy?
R.- Un
Estado terrorista. Definitivamente. El régimen de Maduro se sostiene mediante
el pánico, la violencia y el hambre. El hambre no es la mera consecuencia de un
mal gobierno. Es una estrategia, y de las más efectivas, de sometimiento. El
régimen tiene que subyugar a los venezolanos porque ya es incapaz de
convencerles. ¿Cómo lo hace? Aprovechándose de su nobleza y profunda vocación
democrática. Así se lo comenté al presidente Sánchez.
P.-
¿Qué le dijo?
R.- Le
dije: "Mire, presidente: yo vengo de la línea más radical de la oposición
y jamás se ha valorado como opción la lucha armada. Si se hubiese planteado, la
mitad de los líderes chavistas estarían bajo tierra. Millones de venezolanos
han preferido incluso el exilio antes que la confrontación. El pueblo es
pacífico. El que sí es terrorista es el Gobierno".
P.- ¿Y
qué le contestó?
R.- Me
dijo que también lo entiende así.
P.- ¿Y
le pidió usted algo concreto?
R.- Le
insistí en la importancia de las sanciones. Es falso que las sanciones
perjudiquen a la gente, como ha dicho Zapatero. Al revés. El pueblo agradece
que se castigue a sus torturadores. Pero, además, veamos las cosas más allá de
Venezuela y sus víctimas. ¿Cómo no vamos a sancionar a criminales de este
calibre? ¿Qué mensaje estaríamos trasladando al mundo? Que a máxima crueldad,
máxima impunidad. También le hice al presidente Sánchez otra reflexión: no es
la oposición venezolana la que debe exigir la rendición del régimen. Deben
hacerlo España y las demás democracias del mundo. Son ustedes los que tienen
que decir: "Hasta aquí. Ya no más. Basta".
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