MARIELBA NÚÑEZ y MARÍA ANDREÍNA PERNALETE 28 de octubre de
2018
@marielbanunez
y MARÍA ANDREÍNA PERNALETE
La
diáspora venezolana constituye un drama imposible de ocultar, pero
paradójicamente también representa una oportunidad: la fuerza laboral
calificada es un factor que está impulsando la producción y el consumo en los
países receptores
“No
estaba en mis planes irme”. Eso es lo primero que dice Ronald Villa cuando
habla de la decisión de migrar a Panamá en 2013. “Cuando me fui ya se comenzaba
a ver la escasez, y eso que no vi lo peor, que llegó después”. Había estudiado
Diseño en el Iutirla, en Margarita, y un amigo le ofreció trabajo en el área en
una cadena de hoteles del país centroamericano.
Entró
allí como turista y comenzó a trabajar –de manera ilegal– a cambio de un pago
mensual y una habitación. Debía salir cada seis meses para sellar su pasaporte
y prolongar su permanencia. Sin embargo, poco después recortaron el personal de
la empresa y se quedó en la calle, sin liquidación ni derecho a pataleo.
Desesperado,
en un momento pensó en regresar, “pero no tenía ni para pagar un pasaje de
vuelta”. Estuvo desempeñando algunos empleos a destajo hasta que aprovechó una
medida de regularización migratoria del gobierno panameño que le permitió, con
papeles en regla, postularse para un cargo formal en la empresa de marketing
Idearemos, creada por venezolanos y panameños, donde actualmente es director
creativo.
La
historia de Villa podría reproducirse por miles al hablar de los obstáculos y
oportunidades laborales que ha encontrado la diáspora venezolana, fenómeno que
sin duda ha desafiado a la región, por la escala que alcanza y las necesidades humanitarias de buena
parte de la población que la integra, aquejada de carencias de salud y
nutrición, reconoce la politóloga venezolana Betilde Muñoz, directora de
Inclusión de la Organización de Estados Americanos y quien coordina, junto con
el ex alcalde de El Hatillo David Smolansky, ahora en el exilio, la comisión
designada por el organismo internacional para monitorear las condiciones de los
migrantes del país desperdigados en el continente.
Una de
las interrogantes que intentan responder es el número real del éxodo, pues
organismos internacionales como la Organización Internacional de Migraciones,
lo sitúan en alrededor de 2,3 millones de personas, mientras encuestadoras
locales como Consultores XXI aseguran que superó los 4 millones. “Estamos
hablando, por ejemplo, de que en Colombia hay 935.000 venezolanos y en Perú
cerca de medio millón”, señala. “Es todo un reto por los servicios que hay que
proveer, pero también es indudable que, dado que no se vislumbra que la
situación de Venezuela se revierta en el corto plazo, hay que pensar en
estrategias de respuesta de mediano y corto plazo para garantizar la inclusión
social y laboral de esta población”.
Cambio de papeles. Hasta
hace muy poco, Venezuela seguía siendo considerada una nación receptora de
migrantes. Todavía en mayo de 2017 el informe Coyuntura Laboral en América
Latina, publicado por Naciones Unidas, la Cepal y la Organización Internacional
del Trabajo, aunque alertaba sobre la contracción económica del país y la caída
del empleo, aún lo situaba entre los de mayor cantidad de inmigrantes en la región:
1,1 millones, cerca de 4,2% de la población. Los datos, sin embargo, se
referían a principios de la década, con base en el censo de 2011, que
registraba 28.996.000 habitantes. Para esa época se calculaba que habían
migrado 439.000 venezolanos.
Sin embargo,
ya en 2015 las condiciones estaban cambiando aceleradamente y la salida masiva
del país era un hecho, como venía constatando el investigador del Centro de
Estudios del Desarrollo de la UCV Tomás Páez, fundador del Observatorio de la
Voz dela Diáspora Venezolana, quien se ha interesado por el potencial en
materia de talento de la migración. A partir de los datos obtenidos del
análisis de 900 testimonios recabados en 41 naciones, comenzó a consolidar la
idea de que el éxodo era un beneficio para los países que lo estaban recibiendo
y una esperanza futura para Venezuela.
“Encontré que mucha gente estaba hallando en
otras naciones la oportunidad de actualizarse en conocimientos y en tecnología
para los que en Venezuela ya vamos para 20 años de atraso”, apunta.
El
país de acogida, agrega, se beneficia de la migración incluso cuando esta pueda
tener baja calificación. “Hay una dinamización del consumo de servicios y de
bienes y un enriquecimiento cultural”. No es un fenómeno que solo pueda verse
en el caso venezolano, destaca. “La emigración contribuye a reducir la pobreza
global”.
Su
punto de vista coincide con lo que ha sostenido el investigador del Centro de
Estudios para los Refugiados de la Universidad de Oxford Alexander Betts, que a
partir de estudios de campo desarrollados en asentamientos de refugiados
comenzó a proponer nuevas aproximaciones a la percepción de esa población. Sus
investigaciones en Uganda le permitieron desmontar varios mitos que en ese país
persistían sobre los refugiados: que estaban aislados, que dependían de la
ayuda humanitaria o que eran analfabetos tecnológicos. Por el contrario,
encontró que tejían redes de comunicación, que encontraban pronto formas de
producir y que tenían conocimientos tecnológicos. El potencial de desarrollo de
los refugiados, sostiene, depende de las condiciones que encuentren en el país
de acogida.
La
especialista en derechos humanos Beatriz Borges, directora del Centro de Justicia y Paz,
recuerda que el fenómeno de la migración venezolana es mixto: hay quienes
pueden considerarse emigrantes que se marchan en busca de una mejor calidad de
vida, y hay refugiados que se ven obligados a huir y cuyas condiciones son de
mayor vulnerabilidad. Ambos grupos, sin embargo, se ven arropados por las
condiciones de una migración forzada, causada por una emergencia humanitaria
compleja. “Por tanto, la demanda de protección internacional rige para ambos”.
Al
hablar de soluciones duraderas para el caso de los refugiados, uno de los
aspectos que debe garantizarse es precisamente el derecho al trabajo, añade,
“que debe tomar en cuenta, por supuesto, el perfil del migrante”.
Acelerar oportunidades. En su
carácter de enviada especial del Alto Comisionado de Naciones Unidas para los
Refugiados, la actriz Angelina Jolie atrajo las miradas del mundo hacia la
emigración venezolana durante una visita a Lima. “No quieren caridad, quieren
oportunidades para salir adelante”, dijo, luego de conversar con los migrantes.
Son
las mismas expresiones que ha recogido Muñoz de sus visitas a refugios en
Brasil, Colombia y recientemente en Chile. “Lo que tienen en común es que dicen
que quieren permisos de trabajo porque aunque agradecen la ayuda desean
sentirse miembros contribuyentes de la sociedad a la que están llegando, y por
otra parte necesitan laborar para enviar dinero a sus familias en Venezuela”.
Sobre
las leyes que asisten a los migrantes, Borges recuerda que hay un marco
jurídico internacional que hace que los Estados garanticen los derechos de esa
población, “y los obliga a desarrollar políticas para asistirlos”. Muñoz cita
los convenios 97 y 143 de la Organización Internacional del Trabajo, sobre los
derechos laborales de quienes se desplazan a otros países y cómo prevenir la
explotación y el tráfico de mano de obra.
La
experta de la OEA destaca como positiva la solidaridad regional y las medidas
de regularización, mediante la apelación a convenios internacionales, de
Mercosur o Unasur, por ejemplo, o por la creación de permisos temporales, que
han tomado naciones como Argentina, Brasil, Colombia, Chile, Ecuador y Perú.
“Hay
que reconocer que ningún país estaba preparado para atender este flujo de
población y han hecho un esfuerzo, pero si hay algo que deben mejorar es
agilizar el tiempo que pasa entre la solicitud de regularización de
venezolanos, bien sea en estatus de refugiado, solicitante de asilo o como
migrante, y la entrega del permiso de trabajo; porque mientras más pronto
puedan insertarse en el mercado laboral, más pronto van a recibir beneficios
del Estado receptor y se pueden prevenir problemas como la xenofobia”, indica.
Hacer
encuestas con el fin de determinar el perfil de preparación de quienes llegan
es también un camino adecuado para ofrecer oportunidades. “En Chile, por
ejemplo, saben que 80% de los venezolanos que han llegado son profesionales.
Eso podría facilitar la toma de decisiones acerca de adónde dirigir a esa
población”.
Mauro
Zambrano, dirigente del Sindicato de Hospitales y Clínicas de Caracas,
perteneciente a la Federación Venezolana de Salud, un área gravemente afectada
por la diáspora, señala que afiliados que han migrado aseguran que aun en
ilegalidad encuentran mejores condiciones que en el país.
Sobre
eso, Muñoz agrega que también es recomendable hacer más expeditos los procesos
de reconocimiento de títulos profesionales –trámite que se ha hecho difícil en
Venezuela– y la certificación de conocimientos y de oficios. Borges añade que
la capacitación de los jóvenes en áreas de interés para el país receptor es
otra manera de integrar la diáspora.
Creadores
de empleo. Corina Contreras es una contadora de origen tachirense que, huyendo
de la delincuencia, decidió migrar a Chile, donde encontró trabajo en el área
de auditoría de una empresa telefónica. Sin embargo, paralelamente ha ido
trabajando en la consolidación de un negocio propio, una venta de postres que
comenzó a promover inicialmente a través de redes sociales, llamada Un ratito
dulce, que regenta junto con su esposo. Más que un pasatiempo, es un
emprendimiento que va ganando terreno en su proyecto de vida.
El
caso de Contreras ilustra la otra faceta de la migración laboral venezolana:
20% de la diáspora en 2015 había convertido sus empresas propias en su
ocupación principal, señala Páez. “Hay una relación directa entre migración y
emprendimiento, tiene que ver con que, cuando sales, tienes que reinventarte”,
dice.
Capitales
semilla que impulsen esas empresas nacientes son otro camino que puede seguir
la ayuda humanitaria. “Quien decidió emigrar ya demostró que puede tomar un
riesgo, algo que sin duda caracteriza a un emprendedor”, añade Muñoz.
Un
músico profesional que se ganó un lugar para tocar en el Metro
El
músico venezolano Henry Mora aún recuerda cómo titularon los periódicos la
muerte de uno de sus colegas y amigos: “Matan a politólogo en el centro de
Maracaibo”. Esa noticia le bastó, hace tres años, para llegar a la convicción
de que era insostenible la situación en la que se encontraba el país y tomar la
decisión de emigrar.
Dejaba
atrás a su familia, a sus amigos y a Resiliente, una banda de reggae que había
fundado –de la que era cantante y compositor– y que comenzaba a ganar terreno
en el mercado musical local luego de triunfar en el concurso Talento Emergente,
celebrado en Maracaibo. “Ahora todos estamos separados”, dice.
Siempre
se interesó por la música. Perteneció al coro de Niños cantores del Zulia,
integró el Sistema Nacional de Orquestas y estudió música en la Universidad
Católica Cecilio Acosta. Aunque no terminó la carrera, aprendió a tocar el
instrumento que siempre había deseado ejecutar: el saxofón.
Llegó
a Chile –país donde, según cifras de la Organización Internacional de
Migraciones, residen más de 105.000 venezolanos– sin conocer a nadie en el
mundo musical, con solo un cuatro y un saxofón. Para intentar ganarse la vida,
decidió comprar un parlante y comenzar a tocar, un viernes en la noche, frente
a una estación del Metro de Santiago. A pesar de que sintió vergüenza –“porque
en Venezuela que un músico toque en la calle es mal visto”– se enteró de que
podía pedir permiso a la municipalidad para dedicarse a esa actividad.
Comprendió también que en esa ciudad “los grandes músicos tocan en las vías
públicas”.
Al
poco tiempo, algunos de los espectadores que lo veían tocar en la calle le
hablaron de una oportunidad: el programa Música a un Metro, concurso que
selecciona a artistas de varias procedencias para que se presenten en las
estaciones del subterráneo de acuerdo con una programación.
Decidido
a ganarse un lugar, Mora creó una banda de funk con músicos chilenos y la llamó
Transeúntes, que fue escogida para formar parte del programa en 2016.
Ser
beneficiado de esa iniciativa, aun siendo extranjero, le abrió puertas. Figuras
públicas le ofrecieron su apoyo, entre ellas el fundador de Santiagoadictos,
Rodrigo Guendelman, que escribió en su cuenta de Instagram: “Henry es un
tremendo artista venezolano… uno de tantos grandes talentos que hemos recibido
gracias al fenómeno de la migración”. Además, tocó en la inauguración de la
Línea 6 del Metro y el mismo alcalde de Ñuñoa, Andrés Zarhi Troy, lo felicitó
por su trabajo.
Actualmente
sigue participando en el programa, toca con el grupo Agua Mala y es el
saxofonista de una productora de eventos. Decidió también retomar el proyecto
de Resiliente, ahora integrado por músicos de Chile y Venezuela.
Cuenta
que hay más de ocho músicos venezolanos que como él trabajan en el Metro. En su
caso, siente profunda gratitud por el país que le brindó un nuevo comienzo. “No
me alcanzará la vida para agradecer la oportunidad de poder vivir de mi
música”, expresa. Dice que su estilo no cambia y que sigue llevando un mensaje
de amor y de protesta, “eso es el reggae”. Una de las canciones del último
disco, “Venezuela”, tiene una estrofa
dedicada a su fallecido amigo, ese cuya historia lo impulsó a salir a
reinventarse en otra tierra.
Una
marca que nació afincada en las raíces
“Soy
venezolano de pura cepa”, proclama quien desea subrayar que nació en esta
tierra y pertenece a ella. Y eso fue lo
que quisieron transmitir cinco venezolanas en Perú con su marca Cepa Lounge,
emprendimiento de licores artesanales que se abrió espacio en el comercio de ese
país, donde el número de sus compatriotas de la diáspora supera los 350.000,
según la OIM.
“Nació
en medio de una pelazón hace apenas siete meses”, dice entre risas Valentina
Hernández, una de las fundadoras de la
marca, que vio la luz solo tres meses después de que ella llegara como
migrante. “Un día nos sentamos a hablar de que necesitábamos hacer algo extra
para ganar más dinero, y surgió la idea de vender guarapitas”.
Tenían
todo a su favor. Las cinco chicas, amigas desde antes de migrar, formaban un
equipo de trabajo eficiente: Alexandra Ramírez y Andrea Ávila son diseñadoras;
Yulimet Hernández es administradora; su hermana Valentina es graduada en
comunicación social, y Délany Carrasquel es nutricionista. Ellas mismas se
encargan del diseño, fotografía, comunicaciones, administración, producción y
distribución.
Inspiradas
en las playas venezolanas, crearon su primera línea de bebidas a base de caña
clara, entre las que están Choroní (Piña), Parguito (Parchita), Cata (Chicle),
Chuao (Oreo), Chirimena (Fresa), Yaque (Mango), Cuyagua (Coco), y Mochima
(Limón). Más adelante expandieron su oferta con otras dos líneas de licores:
los Ponches de Crema, con el sabor Tradicional, Chocolate, Caramelo, Chip Ahoy
y Café; y las Panteras, bebidas elaboradas a base de anís, entre las que
figuran Pantera Blanca (Limón), Pantera Naranja (Naranja) y Pantera Rosa
(Yogurt de fresa).
Cuando
se dieron a conocer tenían solo 21 días en el mercado. Y aunque habían
comenzado a vender un par de bebidas a la semana, no fue sino hasta que,
por invitación de un compatriota, se
presentaron en el bazar de El Budare Resto Bar, emprendimiento de comida
venezolana. “Ese día la gente quedó sorprendida de lo que podíamos hacer en
materia de diseño, además de que el producto sabe muy bien”, dice Alexandra.
Ahora
sus productos se venden en cuatro locales venezolanos y tres peruanos. Además,
como muestra de los lazos que hacen los migrantes en cada lugar, en noviembre
estarán auspiciando el concierto de Caramelos de Cianuro, el stand up de Emilio
Lovera, y de Deivis Correa.
Pero
todo no ha sido color de rosa. Desde hace meses se han multiplicado los casos
de xenofobia en Perú, y ellas mismas han sido víctimas. Sin embargo, admiten
que están agradecidas con el país que les abrió las puertas otorgándoles un
permiso para trabajar. “Nos han dado la oportunidad de sacar adelante nuestro
negocio y nos permiten seguir creciendo”, agregan.
Pese a
las dificultades que se les puedan presentar como migrantes, estas mujeres
expresan que “no hay venezolano que no pueda salir adelante”. Así lo hicieron
ellas y ya trabajan para abrir un local en Venezuela.
Lo que
más aman de Perú es la comida, y lo que más extrañan de Venezuela son sus
playas, los “Chinos” (local donde iban a comer y a tomar cerveza), el Ávila y
la familia, pero confían en que todo estará bien. “Si trabajas por lo que
quieres, vas a regresar a todo lo que amas”, dice Andrea. No es casualidad que
residan en la avenida Venezuela de Lima porque, aun estando a miles de
kilómetros de distancia, siguen siendo venezolanas de pura cepa.
Emigrar
como experiencia, viajar como forma de vida
Diana
Rodríguez descubrió su pasión por las aventuras cuando llegó a Caracas desde
Puerto la Cruz, a los 16 años de edad, con el deseo de estudiar Comunicación
Social en la Universidad Central de Venezuela. Esa primera migración la
ayudaría a descubrir una vocación por los viajes, que ahora materializa desde
España, país en el que decidió radicarse y donde, de acuerdo con la
Organización Internacional de Migraciones, vivían más de 208.000 venezolanos a
finales del año pasado.
“Siempre
en las vacaciones tomaba mi mochila y me iba a la Gran Sabana, la Colonia Tovar
o a Tintorero”, expresa. Ese último pueblo del estado Lara y su gente fueron
los protagonistas del proyecto transmedia que desarrolló como trabajo de grado.
Dejó
Venezuela en 2015 por los problemas económicos y sociales que atraviesa el
país, pero también por la oportunidad de hacer prácticas laborales a través de
un proyecto turístico ejecutado por El Ibérico, periódico en español editado en
Londres. Dos años antes había intentado emigrar, pero la inflación no le
permitió completar para pagar el pasaje. “Siempre digo que llegué con 20
dólares en efectivo y una maleta de 10 kilos, pero llevaba otra llena de
ilusiones y sueños”.
Pasados
seis meses decidió irse a España para dedicarse a un proyecto personal que creó
en 2014 en Venezuela: Funtravelven, página web dedicada específicamente al
turismo, en la que comparte notas, tips de los lugares que visita, un
portafolio de fotógrafos de varias partes del mundo y entrevistas a viajeros
que va conociendo. También ha establecido alianzas con periodistas del mundo
para promover el turismo responsable.
No se
desliga de Venezuela, pues es embajadora en España de Uriji Jami, red social
creada en el país que permite compartir sueños e historias y monetizar las
experiencias. Con la ayuda de esa red hizo posible el sueño de ir de España a
Italia por carretera en un viaje que duró 30 días, apoyada por marcas europeas
como Renfe y la empresa de autobuses Marinobus. Así cumplió un sueño que se
llamó “Italia Espresso”.
Luego
fue invitada como ponente del Ignite Madrid, ciclo de conferencias en Campus Madrid, donde compartió su historia
como periodista de viajes, así como la lucha que afrontan las mujeres que
ejercen esa profesión.
Actualmente
vive de su proyecto. Su visión a largo plazo es crear una productora y sigue
trabajando para lograrlo, cultivando y conociendo lugares, porque “no se trata
de ir tachando viajes, sino de vivir y
contar las historias”. Diana ya escribe la suya como migrante venezolana que se
abre paso en España.
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