lunes, 29 de octubre de 2018

En busca de una segunda oportunidad, por @marielbanunez ‏ y MARÍA ANDREÍNA PERNALETE





MARIELBA NÚÑEZ y MARÍA ANDREÍNA PERNALETE 28 de octubre de 2018
@marielbanunez ‏ y MARÍA ANDREÍNA PERNALETE

La diáspora venezolana constituye un drama imposible de ocultar, pero paradójicamente también representa una oportunidad: la fuerza laboral calificada es un factor que está impulsando la producción y el consumo en los países receptores

“No estaba en mis planes irme”. Eso es lo primero que dice Ronald Villa cuando habla de la decisión de migrar a Panamá en 2013. “Cuando me fui ya se comenzaba a ver la escasez, y eso que no vi lo peor, que llegó después”. Había estudiado Diseño en el Iutirla, en Margarita, y un amigo le ofreció trabajo en el área en una cadena de hoteles del país centroamericano.

Entró allí como turista y comenzó a trabajar –de manera ilegal– a cambio de un pago mensual y una habitación. Debía salir cada seis meses para sellar su pasaporte y prolongar su permanencia. Sin embargo, poco después recortaron el personal de la empresa y se quedó en la calle, sin liquidación ni derecho a pataleo.

Desesperado, en un momento pensó en regresar, “pero no tenía ni para pagar un pasaje de vuelta”. Estuvo desempeñando algunos empleos a destajo hasta que aprovechó una medida de regularización migratoria del gobierno panameño que le permitió, con papeles en regla, postularse para un cargo formal en la empresa de marketing Idearemos, creada por venezolanos y panameños, donde actualmente es director creativo.

La historia de Villa podría reproducirse por miles al hablar de los obstáculos y oportunidades laborales que ha encontrado la diáspora venezolana, fenómeno que sin duda ha desafiado a la región, por la escala que  alcanza y las necesidades humanitarias de buena parte de la población que la integra, aquejada de carencias de salud y nutrición, reconoce la politóloga venezolana Betilde Muñoz, directora de Inclusión de la Organización de Estados Americanos y quien coordina, junto con el ex alcalde de El Hatillo David Smolansky, ahora en el exilio, la comisión designada por el organismo internacional para monitorear las condiciones de los migrantes del país desperdigados en el continente.

Una de las interrogantes que intentan responder es el número real del éxodo, pues organismos internacionales como la Organización Internacional de Migraciones, lo sitúan en alrededor de 2,3 millones de personas, mientras encuestadoras locales como Consultores XXI aseguran que superó los 4 millones. “Estamos hablando, por ejemplo, de que en Colombia hay 935.000 venezolanos y en Perú cerca de medio millón”, señala. “Es todo un reto por los servicios que hay que proveer, pero también es indudable que, dado que no se vislumbra que la situación de Venezuela se revierta en el corto plazo, hay que pensar en estrategias de respuesta de mediano y corto plazo para garantizar la inclusión social y laboral de esta población”.

Cambio de papeles. Hasta hace muy poco, Venezuela seguía siendo considerada una nación receptora de migrantes. Todavía en mayo de 2017 el informe Coyuntura Laboral en América Latina, publicado por Naciones Unidas, la Cepal y la Organización Internacional del Trabajo, aunque alertaba sobre la contracción económica del país y la caída del empleo, aún lo situaba entre los de mayor cantidad de inmigrantes en la región: 1,1 millones, cerca de 4,2% de la población. Los datos, sin embargo, se referían a principios de la década, con base en el censo de 2011, que registraba 28.996.000 habitantes. Para esa época se calculaba que habían migrado 439.000 venezolanos.

Sin embargo, ya en 2015 las condiciones estaban cambiando aceleradamente y la salida masiva del país era un hecho, como venía constatando el investigador del Centro de Estudios del Desarrollo de la UCV Tomás Páez, fundador del Observatorio de la Voz dela Diáspora Venezolana, quien se ha interesado por el potencial en materia de talento de la migración. A partir de los datos obtenidos del análisis de 900 testimonios recabados en 41 naciones, comenzó a consolidar la idea de que el éxodo era un beneficio para los países que lo estaban recibiendo y una esperanza futura para Venezuela.

 “Encontré que mucha gente estaba hallando en otras naciones la oportunidad de actualizarse en conocimientos y en tecnología para los que en Venezuela ya vamos para 20 años de atraso”, apunta.

El país de acogida, agrega, se beneficia de la migración incluso cuando esta pueda tener baja calificación. “Hay una dinamización del consumo de servicios y de bienes y un enriquecimiento cultural”. No es un fenómeno que solo pueda verse en el caso venezolano, destaca. “La emigración contribuye a reducir la pobreza global”.

Su punto de vista coincide con lo que ha sostenido el investigador del Centro de Estudios para los Refugiados de la Universidad de Oxford Alexander Betts, que a partir de estudios de campo desarrollados en asentamientos de refugiados comenzó a proponer nuevas aproximaciones a la percepción de esa población. Sus investigaciones en Uganda le permitieron desmontar varios mitos que en ese país persistían sobre los refugiados: que estaban aislados, que dependían de la ayuda humanitaria o que eran analfabetos tecnológicos. Por el contrario, encontró que tejían redes de comunicación, que encontraban pronto formas de producir y que tenían conocimientos tecnológicos. El potencial de desarrollo de los refugiados, sostiene, depende de las condiciones que encuentren en el país de acogida.

La especialista en derechos humanos Beatriz Borges,  directora del Centro de Justicia y Paz, recuerda que el fenómeno de la migración venezolana es mixto: hay quienes pueden considerarse emigrantes que se marchan en busca de una mejor calidad de vida, y hay refugiados que se ven obligados a huir y cuyas condiciones son de mayor vulnerabilidad. Ambos grupos, sin embargo, se ven arropados por las condiciones de una migración forzada, causada por una emergencia humanitaria compleja. “Por tanto, la demanda de protección internacional rige para ambos”.

Al hablar de soluciones duraderas para el caso de los refugiados, uno de los aspectos que debe garantizarse es precisamente el derecho al trabajo, añade, “que debe tomar en cuenta, por supuesto, el perfil del migrante”.

Acelerar oportunidades. En su carácter de enviada especial del Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Refugiados, la actriz Angelina Jolie atrajo las miradas del mundo hacia la emigración venezolana durante una visita a Lima. “No quieren caridad, quieren oportunidades para salir adelante”, dijo, luego de conversar con los migrantes.

Son las mismas expresiones que ha recogido Muñoz de sus visitas a refugios en Brasil, Colombia y recientemente en Chile. “Lo que tienen en común es que dicen que quieren permisos de trabajo porque aunque agradecen la ayuda desean sentirse miembros contribuyentes de la sociedad a la que están llegando, y por otra parte necesitan laborar para enviar dinero a sus familias en Venezuela”.

Sobre las leyes que asisten a los migrantes, Borges recuerda que hay un marco jurídico internacional que hace que los Estados garanticen los derechos de esa población, “y los obliga a desarrollar políticas para asistirlos”. Muñoz cita los convenios 97 y 143 de la Organización Internacional del Trabajo, sobre los derechos laborales de quienes se desplazan a otros países y cómo prevenir la explotación y el tráfico de mano de obra.

La experta de la OEA destaca como positiva la solidaridad regional y las medidas de regularización, mediante la apelación a convenios internacionales, de Mercosur o Unasur, por ejemplo, o por la creación de permisos temporales, que han tomado naciones como Argentina, Brasil, Colombia, Chile, Ecuador y Perú.

“Hay que reconocer que ningún país estaba preparado para atender este flujo de población y han hecho un esfuerzo, pero si hay algo que deben mejorar es agilizar el tiempo que pasa entre la solicitud de regularización de venezolanos, bien sea en estatus de refugiado, solicitante de asilo o como migrante, y la entrega del permiso de trabajo; porque mientras más pronto puedan insertarse en el mercado laboral, más pronto van a recibir beneficios del Estado receptor y se pueden prevenir problemas como la xenofobia”, indica.

Hacer encuestas con el fin de determinar el perfil de preparación de quienes llegan es también un camino adecuado para ofrecer oportunidades. “En Chile, por ejemplo, saben que 80% de los venezolanos que han llegado son profesionales. Eso podría facilitar la toma de decisiones acerca de adónde dirigir a esa población”.

Mauro Zambrano, dirigente del Sindicato de Hospitales y Clínicas de Caracas, perteneciente a la Federación Venezolana de Salud, un área gravemente afectada por la diáspora, señala que afiliados que han migrado aseguran que aun en ilegalidad encuentran mejores condiciones que en el país.

Sobre eso, Muñoz agrega que también es recomendable hacer más expeditos los procesos de reconocimiento de títulos profesionales –trámite que se ha hecho difícil en Venezuela– y la certificación de conocimientos y de oficios. Borges añade que la capacitación de los jóvenes en áreas de interés para el país receptor es otra manera de integrar la diáspora.

Creadores de empleo. Corina Contreras es una contadora de origen tachirense que, huyendo de la delincuencia, decidió migrar a Chile, donde encontró trabajo en el área de auditoría de una empresa telefónica. Sin embargo, paralelamente ha ido trabajando en la consolidación de un negocio propio, una venta de postres que comenzó a promover inicialmente a través de redes sociales, llamada Un ratito dulce, que regenta junto con su esposo. Más que un pasatiempo, es un emprendimiento que va ganando terreno en su proyecto de vida.

El caso de Contreras ilustra la otra faceta de la migración laboral venezolana: 20% de la diáspora en 2015 había convertido sus empresas propias en su ocupación principal, señala Páez. “Hay una relación directa entre migración y emprendimiento, tiene que ver con que, cuando sales, tienes que reinventarte”, dice.

Capitales semilla que impulsen esas empresas nacientes son otro camino que puede seguir la ayuda humanitaria. “Quien decidió emigrar ya demostró que puede tomar un riesgo, algo que sin duda caracteriza a un emprendedor”, añade Muñoz.

Un músico profesional que se ganó un lugar para tocar en el Metro

El músico venezolano Henry Mora aún recuerda cómo titularon los periódicos la muerte de uno de sus colegas y amigos: “Matan a politólogo en el centro de Maracaibo”. Esa noticia le bastó, hace tres años, para llegar a la convicción de que era insostenible la situación en la que se encontraba el país y tomar la decisión de emigrar.

Dejaba atrás a su familia, a sus amigos y a Resiliente, una banda de reggae que había fundado –de la que era cantante y compositor– y que comenzaba a ganar terreno en el mercado musical local luego de triunfar en el concurso Talento Emergente, celebrado en Maracaibo. “Ahora todos estamos separados”, dice.

Siempre se interesó por la música. Perteneció al coro de Niños cantores del Zulia, integró el Sistema Nacional de Orquestas y estudió música en la Universidad Católica Cecilio Acosta. Aunque no terminó la carrera, aprendió a tocar el instrumento que siempre había deseado ejecutar: el saxofón.

Llegó a Chile –país donde, según cifras de la Organización Internacional de Migraciones, residen más de 105.000 venezolanos– sin conocer a nadie en el mundo musical, con solo un cuatro y un saxofón. Para intentar ganarse la vida, decidió comprar un parlante y comenzar a tocar, un viernes en la noche, frente a una estación del Metro de Santiago. A pesar de que sintió vergüenza –“porque en Venezuela que un músico toque en la calle es mal visto”– se enteró de que podía pedir permiso a la municipalidad para dedicarse a esa actividad. Comprendió también que en esa ciudad “los grandes músicos tocan en las vías públicas”.

Al poco tiempo, algunos de los espectadores que lo veían tocar en la calle le hablaron de una oportunidad: el programa Música a un Metro, concurso que selecciona a artistas de varias procedencias para que se presenten en las estaciones del subterráneo de acuerdo con una programación. 

Decidido a ganarse un lugar, Mora creó una banda de funk con músicos chilenos y la llamó Transeúntes, que fue escogida para formar parte del programa en 2016.

Ser beneficiado de esa iniciativa, aun siendo extranjero, le abrió puertas. Figuras públicas le ofrecieron su apoyo, entre ellas el fundador de Santiagoadictos, Rodrigo Guendelman, que escribió en su cuenta de Instagram: “Henry es un tremendo artista venezolano… uno de tantos grandes talentos que hemos recibido gracias al fenómeno de la migración”. Además, tocó en la inauguración de la Línea 6 del Metro y el mismo alcalde de Ñuñoa, Andrés Zarhi Troy, lo felicitó por su trabajo. 

Actualmente sigue participando en el programa, toca con el grupo Agua Mala y es el saxofonista de una productora de eventos. Decidió también retomar el proyecto de Resiliente, ahora integrado por músicos de Chile y Venezuela.

Cuenta que hay más de ocho músicos venezolanos que como él trabajan en el Metro. En su caso, siente profunda gratitud por el país que le brindó un nuevo comienzo. “No me alcanzará la vida para agradecer la oportunidad de poder vivir de mi música”, expresa. Dice que su estilo no cambia y que sigue llevando un mensaje de amor y de protesta, “eso es el reggae”. Una de las canciones del último disco,   “Venezuela”, tiene una estrofa dedicada a su fallecido amigo, ese cuya historia lo impulsó a salir a reinventarse en otra tierra.

Una marca que nació afincada en las raíces

“Soy venezolano de pura cepa”, proclama quien desea subrayar que nació en esta tierra  y pertenece a ella. Y eso fue lo que quisieron transmitir cinco venezolanas en Perú con su marca Cepa Lounge, emprendimiento de licores artesanales que se abrió espacio en el comercio de ese país, donde el número de sus compatriotas de la diáspora supera los 350.000, según la OIM.

“Nació en medio de una pelazón hace apenas siete meses”, dice entre risas Valentina Hernández, una de  las fundadoras de la marca, que vio la luz solo tres meses después de que ella llegara como migrante. “Un día nos sentamos a hablar de que necesitábamos hacer algo extra para ganar más dinero, y surgió la idea de vender guarapitas”.

Tenían todo a su favor. Las cinco chicas, amigas desde antes de migrar, formaban un equipo de trabajo eficiente: Alexandra Ramírez y Andrea Ávila son diseñadoras; Yulimet Hernández es administradora; su hermana Valentina es graduada en comunicación social, y Délany Carrasquel es nutricionista. Ellas mismas se encargan del diseño, fotografía, comunicaciones, administración, producción y distribución.

Inspiradas en las playas venezolanas, crearon su primera línea de bebidas a base de caña clara, entre las que están Choroní (Piña), Parguito (Parchita), Cata (Chicle), Chuao (Oreo), Chirimena (Fresa), Yaque (Mango), Cuyagua (Coco), y Mochima (Limón). Más adelante expandieron su oferta con otras dos líneas de licores: los Ponches de Crema, con el sabor Tradicional, Chocolate, Caramelo, Chip Ahoy y Café; y las Panteras, bebidas elaboradas a base de anís, entre las que figuran Pantera Blanca (Limón), Pantera Naranja (Naranja) y Pantera Rosa (Yogurt de fresa). 

Cuando se dieron a conocer tenían solo 21 días en el mercado. Y aunque habían comenzado a vender un par de bebidas a la semana, no fue sino hasta que, por  invitación de un compatriota, se presentaron en el bazar de El Budare Resto Bar, emprendimiento de comida venezolana. “Ese día la gente quedó sorprendida de lo que podíamos hacer en materia de diseño, además de que el producto sabe muy bien”, dice Alexandra.

Ahora sus productos se venden en cuatro locales venezolanos y tres peruanos. Además, como muestra de los lazos que hacen los migrantes en cada lugar, en noviembre estarán auspiciando el concierto de Caramelos de Cianuro, el stand up de Emilio Lovera, y de Deivis Correa.

Pero todo no ha sido color de rosa. Desde hace meses se han multiplicado los casos de xenofobia en Perú, y ellas mismas han sido víctimas. Sin embargo, admiten que están agradecidas con el país que les abrió las puertas otorgándoles un permiso para trabajar. “Nos han dado la oportunidad de sacar adelante nuestro negocio y nos permiten seguir creciendo”, agregan.

Pese a las dificultades que se les puedan presentar como migrantes, estas mujeres expresan que “no hay venezolano que no pueda salir adelante”. Así lo hicieron ellas y ya trabajan para abrir un local en Venezuela.

Lo que más aman de Perú es la comida, y lo que más extrañan de Venezuela son sus playas, los “Chinos” (local donde iban a comer y a tomar cerveza), el Ávila y la familia, pero confían en que todo estará bien. “Si trabajas por lo que quieres, vas a regresar a todo lo que amas”, dice Andrea. No es casualidad que residan en la avenida Venezuela de Lima porque, aun estando a miles de kilómetros de distancia, siguen siendo venezolanas de pura cepa.

Emigrar como experiencia, viajar como forma de vida

Diana Rodríguez descubrió su pasión por las aventuras cuando llegó a Caracas desde Puerto la Cruz, a los 16 años de edad, con el deseo de estudiar Comunicación Social en la Universidad Central de Venezuela. Esa primera migración la ayudaría a descubrir una vocación por los viajes, que ahora materializa desde España, país en el que decidió radicarse y donde, de acuerdo con la Organización Internacional de Migraciones, vivían más de 208.000 venezolanos a finales del año pasado.

“Siempre en las vacaciones tomaba mi mochila y me iba a la Gran Sabana, la Colonia Tovar o a Tintorero”, expresa. Ese último pueblo del estado Lara y su gente fueron los protagonistas del proyecto transmedia que desarrolló como trabajo de grado.

Dejó Venezuela en 2015 por los problemas económicos y sociales que atraviesa el país, pero también por la oportunidad de hacer prácticas laborales a través de un proyecto turístico ejecutado por El Ibérico, periódico en español editado en Londres. Dos años antes había intentado emigrar, pero la inflación no le permitió completar para pagar el pasaje. “Siempre digo que llegué con 20 dólares en efectivo y una maleta de 10 kilos, pero llevaba otra llena de ilusiones y sueños”.

Pasados seis meses decidió irse a España para dedicarse a un proyecto personal que creó en 2014 en Venezuela: Funtravelven, página web dedicada específicamente al turismo, en la que comparte notas, tips de los lugares que visita, un portafolio de fotógrafos de varias partes del mundo y entrevistas a viajeros que va conociendo. También ha establecido alianzas con periodistas del mundo para promover el turismo responsable.

No se desliga de Venezuela, pues es embajadora en España de Uriji Jami, red social creada en el país que permite compartir sueños e historias y monetizar las experiencias. Con la ayuda de esa red hizo posible el sueño de ir de España a Italia por carretera en un viaje que duró 30 días, apoyada por marcas europeas como Renfe y la empresa de autobuses Marinobus. Así cumplió un sueño que se llamó “Italia Espresso”.

Luego fue invitada como ponente del Ignite Madrid, ciclo de conferencias  en Campus Madrid, donde compartió su historia como periodista de viajes, así como la lucha que afrontan las mujeres que ejercen esa profesión.

Actualmente vive de su proyecto. Su visión a largo plazo es crear una productora y sigue trabajando para lograrlo, cultivando y conociendo lugares, porque “no se trata de ir tachando viajes, sino  de vivir y contar las historias”. Diana ya escribe la suya como migrante venezolana que se abre paso en España.


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