Bram Ebus 07 de septiembre de 2019
@BramEbus
La
frontera entre Brasil y su vecino en crisis, Venezuela, se ha convertido en una
importante ruta de migración, un punto de acceso para el crimen y un sitio
crítico de violencia. Este es el primero de tres comentarios sobre las problemáticas
fronteras de Venezuela.
La
frontera de 2 199 kilómetros entre Venezuela y Brasil, un área de selva y
matorrales escasamente poblada, se ha transformado por la crisis política y
económica que devasta a Venezuela, en una región marcada por la delincuencia
transnacional, el desplazamiento y la violencia. La escalada violenta se
materializó a finales de febrero de 2019, cuando una confrontación entre un
convoy de guardias nacionales venezolanos y un pequeño grupo de residentes del
poblado de Kumarakapay desencadenó una letal serie de eventos que sacudieron a
toda la región.
Según
testigos, los habitantes del poblado, que se encuentra en el venezolano estado
Bolívar, aproximadamente 50 kilómetros al norte de la frontera con Brasil,
estaban profundamente dormidos el 22 de febrero cuando varios vehículos
blindados irrumpieron en la zona. Estos soldados se dirigían al sur para
bloquear la ayuda humanitaria que la oposición venezolana planeaba ingresar al
país al día siguiente como parte de una campaña apoyada por Estados Unidos,
Brasil y varios países latinoamericanos para dividir a los militares y derrocar
al presidente Nicolás Maduro.
Según
algunos informes, los pobladores, pertenecientes a la comunidad indígena Pemón
que goza de autonomía formal en su territorio, pretendían bloquear el paso de
los soldados, ya que querían que esta ayuda ingresara. Según otros informes,
los pobladores simplemente querían hablar con los intrusos y preguntarles qué
estaban haciendo. En cualquier caso, lo que sucedió después es claro: los
soldados del convoy abrieron fuego, matando a una mujer in situ y dejando al
menos quince heridos.
El
incidente desencadenó seis días de enfrentamientos letales. Las fuerzas de
seguridad venezolanas y grupos irregulares se enfrentaron con los manifestantes
a lo largo de la frontera, dando como resultado siete personas asesinadas y al
menos 62 detenidas. Según un defensor de derechos humanos y un amplio número de
pobladores que huyeron a Brasil, alrededor de 70 autobuses escolares se
dirigieron a la frontera a bloquear la ayuda entrante; en estos buses no solo
iban soldados, sino también integrantes de grupos paramilitares aliados al
gobierno, llamados colectivos, y presos liberados para que se movilizaran al
frente. Aún se desconoce la cifra total de víctimas. Después de la
investigación sobre la violencia de febrero, la Alta Comisionada de las
Naciones Unidas para los Derechos Humanos, Michelle Bachelet, citó "informes
de una posible fosa común, que justifica una mayor investigación".
La
frontera parece estar en paz nuevamente, pero las realidades políticas,
económicas y demográficas que alimentaron los enfrentamientos de febrero, y
otros brotes relacionados, se mantienen. Estas realidades se extienden mucho
más allá del enfrentamiento internacional que detonó la confrontación de
Kumarakapay. La región es un hervidero de operaciones mineras ilegales y base
de grupos criminales expansionistas que trabajan en conjunto con fuerzas de
seguridad corruptas. Los pobladores que son objeto continuo de hostigamientos y
extorsión por parte de estos grupos algunas veces los enfrentan, pero en su
mayoría terminan escapando del miedo y el empobrecimiento emigrando a Brasil,
que a su vez lucha por asimilarlos. El tráfico de personas y otras actividades
ilícitas. A medida que aumenta la tensión entre civiles vulnerables y los
grupos que los asechan, la amenaza de violencia nunca está lejos.
El
boom minero y la guardia depredadora
El
reciente aumento de las tensiones entre las fuerzas de seguridad venezolanas y
los pobladores de las inmediaciones de la frontera con Brasil es en cierta
medida, una consecuencia del auge minero en la región de la Gran Sabana en el
estado Bolívar, el cual ha sido impulsado por grupos criminales y por la falta
de liquidez del gobierno, que empuja a acelerar las exportaciones de oro y
diamantes.
En
teoría, las fuerzas armadas del país tienen el control de la industria minera,
pero también trabajan con actores criminales, que han expandido agresivamente
sus intereses mineros con impunidad. Los grupos de crimen organizado
venezolanos llamados sindicatos y las guerrillas colombianas se han convertido
en actores importantes en las minas de Bolívar y del vecino estado Amazonas, y
a menudo trabajan en alianzas volátiles con fuerzas estatales corruptas. A
medida que estos grupos toman de manera hostil las tierras y minas ricas en
minerales operadas por pobladores locales, la violencia algunas veces estalla.
Los sindicatos controlan a sangre y fuego zonas críticas de minería como El
Dorado y Las Claritas.
Líderes
indígenas dicen que los grupos criminales actúan bajo el amparo de altas
esferas del gobierno. De acuerdo con estas fuentes, representantes políticos de
los once municipios del estado Bolívar, leales al gobierno de Caracas y a la
administración regional chavista hacen la vista gorda a sus actividades
criminales y, a cambio, participan en las ganancias de la minería, que a su vez
sirven de salvavidas financiero para el Estado y sus funcionarios en medio de
la crisis económica de Venezuela.
Un
exmiembro de la Guardia Nacional Venezolana que desertó y ahora vive en Brasil
advirtió que empresarios brasileños también hacen parte del problema. Dijo que
estos envían camiones cargados de alimentos a la frontera para alimentar al
ejército y a los mineros venezolanos y que a menudo reciben como pago oro
extraído ilegalmente. Esto puede ayudar a explicar por qué, el estado
fronterizo brasileño de Roraima exporta más oro del que produce.
Por
su parte, las fuerzas de seguridad venezolanas cosechan los beneficios de la
minería no solo al tomar parte de las ganancias ilícitas, sino a través de
diversas actividades criminales. En algunas rutas, trafican mercancías a través
de las fronteras. Junto a grupos ilegales involucrados en el tráfico de
personas, miembros de la Guardia Nacional mal pagados también consiguen dinero
al exigir extorsiones por movimientos transfronterizos de este tipo. En los
meses en que el gobierno venezolano cerró la frontera, del 22 de febrero al 10
de mayo, los guardias exigieron un pago de 150 reales brasileños
(aproximadamente US$ 36) por cada carro que pasara alguno de los cruces
fronterizos ilegales, de acuerdo con el oficial que desertó. Cada presunto
migrante que cruzaba a pie o en automóvil se vio obligado a pagar entre 100 y
150 reales (US$ 24-US$ 46), relató el exguardia.
Pero
los guardias no siempre se pueden quedar con estos botines. Según el desertor
de la Guardia Nacional con quien hablé, los miembros de la Guardia viven bajo
la sombra constante de la extorsión. Explicó que, tanto en la frontera como en
el aeropuerto regional de Santa Elena, un superior exige pagos semanales a sus
subordinados sumando aproximadamente el equivalente de US$ 2 000.
Hartos
de salarios paupérrimos y terribles exigencias en el trabajo, muchos guardias
contemplan abandonar sus puestos. Fuentes de la comunidad diplomática han
reportado, que 77 guardias han desertado y cruzado la frontera desde febrero,
pero para muchos otros el miedo les impide seguir sus pasos. El exguardia con
el que hablé logró esconder a su familia antes de cruzar la frontera e indicó
que las fuerzas de seguridad ya han ido a buscarlos. "Son capaces de
asesinar", dijo. Recordando con vergüenza la brutalidad que presenció
desde dentro de la fuerza, dijo que el día que estalló la violencia en la Gran
Sabana, los guardias recibieron instrucciones de disparar a los miembros de la
población indígena local sin justificación. Él recuerda la orden como:
"Indio que llegue, indio que le disparamos".
Los
pobladores locales confirman que dicho abuso ha alimentado una rabia más
profunda hacia las fuerzas de seguridad en toda la región. Este resentimiento
se ve representado a pequeña escala en la captura ocasional de un guardia por
parte de las comunidades indígenas, que a menudo es seguida por represalias
violentas por parte de los militares contra los civiles. En una mayor escala,
la creciente frustración exacerba las probabilidades de una mayor violencia
como la que se vivió en la región en el mes de febrero.
¿Huida
hacia la seguridad?
En
este contexto, la frontera de Venezuela con Brasil funciona como una válvula de
escape para los venezolanos que buscan seguridad o mayores oportunidades
económicas. Justo al otro lado de la frontera, el estado brasileño de Roraima
es el punto de llegada para la mayoría de venezolanos que huyen hacia el sur.
Pero para muchos, huir a Roraima implica pasar de un tipo de riesgos y peligros
a otros.
En
algunos aspectos, Roraima es atractivo como primer puerto de escala para los
venezolanos que huyen. Los lazos transfronterizos a nivel político, cultural y
comercial entre Roraima y Venezuela son amplios y significativos, al estar
físicamente mucho más cerca de Caracas y otros centros urbanos venezolanos que
de la capital de Brasil, Brasilia; incluso está conectada a la red eléctrica
venezolana (aunque no ha comprado electricidad desde los apagones de marzo de
2019 en Venezuela). El gobernador del estado, Antonio Denarium, es admirador de
Jair Bolsonaro, el presidente de extrema derecha de Brasil y vehemente enemigo
del chavismo, pero ha sido cuidadoso de no alienar a sus vecinos. Cuando se le
pidió en una entrevista elegir entre Maduro y el presidente de la Asamblea
Nacional, Juan Guaidó, quien se proclamó presidente interino, Denarium se negó
a tomar partido. Miembros de la comunidad Pemón en Brasil han acogido a cientos
de sus compañeros indígenas venezolanos que huyeron durante la represión de
febrero.
Sin
embargo, Roraima (una de las regiones más empobrecidas de Brasil), viene
lidiando con la afluencia venezolana. De acuerdo con el ejército brasileño,
ahora hay 40-45 000 venezolanos en todo el estado de Roraima, de una población
total de 520 000. Muchos son altamente vulnerables y sus necesidades están
desatendidas.
La
ciudad fronteriza de Pacaraima cobró notoriedad después de que estallaran
disturbios antinmigrantes en agosto de 2018. Un comerciante fue atacado y
robado por asaltantes desconocidos, lo que provocó un estallido de violencia
xenófoba por parte de los residentes, que sospechaban que los responsables eran
venezolanos, y atacaron a toda la población del campamento de migrantes y
refugiados del pueblo. Cientos fueron forzados a cruzar de regreso a la
frontera.
Ahora,
más de un año después, la calma ha regresado a Pacaraima, donde los visitantes
y migrantes venezolanos a menudo pueden ser identificados por sus mochilas
tricolores, pero ha sido desgastante apoyar la creciente presencia venezolana.
La concurrida calle principal está abarrotada de visitantes de Santa Elena, que
compran productos básicos que no pueden encontrar en Venezuela e intercambian
divisas. Pacaraima también alberga a cientos de migrantes y refugiados
demasiado pobres para continuar su viaje al interior de Brasil. Venden café y
cigarrillos, y cargan equipaje para los migrantes en mejor situación. Al caer
la tarde, muchos venezolanos regresan a su país de origen con sus compras. Los
que se quedan comienzan a recoger cartones entre la basura para dormir, ya que
los refugios locales no dan abasto frente a la gran afluencia.
Una
consecuencia de la necesidad, la miseria y la ilegalidad en la frontera es un
aumento alarmante en la trata de personas. "Las calles son vitrinas de
personas", dice Socorro Santos, una experta en el tema con sede en Boa
Vista, la ciudad capital de Roraima, a tres horas en carro desde la frontera.
Explica que los grupos de crimen organizado conformados por venezolanos y
brasileños, atraen a mujeres pobres y desesperadas de Venezuela a Brasil con
falsas promesas de empleo. Ella y otros expertos también expresan su profunda
preocupación por los venezolanos empleados bajo acuerdos de comida por trabajo
en la zona rural de Roraima, donde los migrantes y los refugiados se ven
obligados a trabajar en grandes propiedades en condiciones esclavizantes y se
les paga solo con comida.
Las
zonas fronterizas brasileñas también exponen a los refugiados a otros riesgos.
Se estima que 2 400 venezolanos pasan la noche en condiciones precarias en Boa
Vista, una ciudad de unas 330 000 personas. Y los once refugios de la ciudad,
que según el ejército brasileño ahora albergan a 6 500 personas, se han
convertido en lugares peligrosos.
Una
gran parte del problema es la falta de recursos. El ejército, que está a cargo
de los refugios junto con la Oficina del Alto Comisionado de las Naciones
Unidas para los Refugiados, tiene dinero para alimentos, pero no lo suficiente
para cubrir la mayoría de las necesidades de educación o salud, o recreativas.
Simplemente no hay empleos informales disponibles para la mayoría. Mientras que
unos 2 500 jóvenes venezolanos están matriculados en escuelas locales, los
maestros a menudo no hablan español. Aburridos e inquietos, los jóvenes
venezolanos en Boa Vista y en otras partes de Roraima son un blanco perfecto
para las pandillas y otros grupos criminales, que pueden usarlos como mulas
para deslizarse discretamente a través de la frontera con contrabando y armas.
Estos grupos criminales dejan una profunda huella en la comunidad:
expandilleros residentes de Boa Vista afirman que tres de las redes más
prominentes de Brasil (Comando Vermelho, PCC y Família do Norte) ahora tienen
presencia local.
Los
problemas con los refugios para migrantes y refugiados no son un secreto. Una
joven inmigrante venezolana (de las pocas afortunadas que obtuvo un permiso de
residencia, apartamento y trabajo), habló con temor sobre el refugio al otro
lado de la calle donde vive. Ella cree que sus residentes están involucrados en
delitos callejeros y ha observado a menores venezolanos, algunos menores de
diez años, traficando drogas en la parada de autobús que usa en la mañana. Un
representante de la "Operação Acolhida" ("Operación
Bienvenida") dirigida por el ejército, a cargo de recibir a los venezolanos
migrantes y refugiados, no le dio gran importancia a estos problemas, pero
tampoco negó los informes de violencia, robo, abuso sexual y uso de drogas en
los refugios. Se quejó de que Venezuela no comparte los nombres de exconvictos
y delincuentes con las autoridades brasileñas, lo que hace imposible controlar
quién cruza la frontera y entra en los refugios.
El
gobierno brasileño ha tratado de ayudar a aliviar parte de la presión en
Roraima creada por la creciente población venezolana. Ya ha organizado transporte
aéreo para miles de desplazados en un esfuerzo por repartir a los migrantes y
refugiados de manera más uniforme en todo el país. Pero el efecto de estos
esfuerzos en el número de migrantes en el estado es limitado. El número de
migrantes que está llegando es mayor al de los migrantes que son transportados
a destinos alternativos, y muchos venezolanos prefieren quedarse cerca de la
frontera para un posible regreso a casa o para poder visitar a sus familias. El
apoyo humanitario internacional para refugios y servicios sociales para los
recién llegados seguirá siendo esencial durante algún tiempo.
Remedios
para la frontera
Examinando
ambos lados de la frontera entre Venezuela y Brasil, actualmente resulta más
fácil ver cómo la situación podría empeorar que imaginar cómo podría mejorar.
El deterioro de las relaciones entre el gobierno y la oposición de Venezuela,
así como el declive económico galopante (se espera que el PIB del país caiga en
un 23 por ciento este año, según la ONU), parecen alinearse para intensificar
la migración en la frontera entre Venezuela y Brasil, impulsar la búsqueda de
riqueza en la minería, estimular la expansión de grupos armados no estatales y
perpetuar las tensiones bilaterales.
El
camino más esperanzador para la región radica en las negociaciones entre el
gobierno y la oposición de Venezuela, sin importar cuán grandes sean los
obstáculos que enfrentan. Si los acuerdos que surjan de esas negociaciones
reconocen el desafío en la frontera sur de Venezuela, la importancia de
protección significativa para las comunidades devastadas por el auge minero y
la necesidad de cooperación transfronteriza para contrarrestar a los grupos
ilegales que se aprovechan de tantos inocentes, podría ser un buen comienzo.
Sin
estos cambios, la frontera con Brasil permanecerá inestable y los residentes de
la región estarán expuestos a actos violentos y criminales, incluso si la lucha
por el control en Caracas cede. Para los miles de venezolanos desplazados que
temen regresar a sus hogares y que a su vez enfrentan un panorama sombrío en
Brasil, este es un escenario difícil de vislumbrar. Recientemente en un día
lluvioso en Pacaraima, un padre venezolano intentó aliviar su dolorosa
situación con una broma. Golpeó su mano sobre una pila de cartón en su regazo y
declaró: "Estos son nuestros colchones". Pero su hijo sentado a su
lado, quien abandonó sus estudios en Venezuela para emigrar a Brasil, no
sonreía.
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