JOHN CARLIN 13 de octubre de 2019
Soñé esta semana con que viajé
de Madrid a Venezuela, me quitaron el pasaporte en el aeropuerto
de Caracas y me deportaron, obligándome a volver a España cuatro
horas más tarde en el mismo avión de Iberia en el que había llegado. Bueno,
creo que fue un sueño. Lo recuerdo como un sueño, pero han ocurrido tantas
cosas en el mundo últimamente que deberían ser un sueño, pero aparentemente son
reales, que ya no sé muy bien qué pensar.
Reconstruyendo el sueño venezolano, lo que pasó fue
que estaba en la cola de migración en el aeropuerto de Caracas sobre las tres
de la tarde, hora local, cuando un joven oficial vestido de verde oscuro
militar me pidió el pasaporte, lo hojeó y me preguntó qué iba a hacer en su
país. Le dije que iba a dar unas charlas sobre la paz y el diálogo y que tenía
una carta de invitación de una universidad que así lo demostraba. “Entonces
usted viene a Venezuela a trabajar”, me dijo. Le contesté que no, que iba no
por iniciativa propia sino invitado por compatriotas suyos a aportar mi granito
de arena para ayudar a su país a resolver sus considerables problemas. Iba a
hablar, según el plan, tanto con delegaciones de la oposición como del Gobierno
chavista.
“Vengo principalmente a contarles cosas
de Nelson Mandela –dije–, una figura que supongo que la
revolución bolivariana no considera hostil, y le aseguro –agregué con énfasis–
que no voy a cobrar ni un peso”.
Pensé decirle también que Venezuela –con una inflación
de un millón por ciento, malnutrición generalizada y tres millones de exiliados
en los últimos dos años– no era exactamente el primer país que se me venía a la
mente para ganarme el pan, pero como soy una persona cortés, incluso cuando
estoy soñando, me mordí la lengua. Igual mi interlocutor no hubiera entendido
de qué hablaba. Al joven agente lo vi no exactamente gordito, pero sí
rechoncho, bien alimentado, como suele ser el caso, según entiendo, con
aquellos afortunados que pertenecen a la secta venezolana que acude al trabajo
vestida de verde.
El joven me dijo que le esperara mientras él entraba
en una oficina con un cartel en la puerta en el que ponía “Jefatura”. Unos
veinte minutos más tarde, reapareció y me informó de que me iban a embarcar en
el vuelo de vuelta de Iberia a Madrid esa misma tarde.
No me habían quitado el teléfono móvil, así que le
mandé un mensaje a la señora venezolana que había venido al aeropuerto a
recogerme explicándole lo que entendía de mi situación. Intercambiamos mensajes
durante un par de horas. Quedó claro que ella estaba haciendo todo tipo de
gestiones para convencer a los señores de migración de que me dejaran entrar.
Creo que habló con la cancillería venezolana, que, según mi borroso recuerdo, respondió
no sólo con sorpresa sino con indignación, y también con las embajadas de
España y el Reino Unido. ¿División en el seno de la gloriosa revolución
obrera?, pensé.
Volvió el rechonchito y me informó de que tenía
asiento en el vuelo de las 18.55 de vuelta a Madrid. Y se fue. Pero sin
devolverme el pasaporte y no sin antes decirme que no me moviera de la zona de
la puerta de embarque del avión de Iberia, como si yo fuera un criminal, como
si me fuera a escapar del aeropuerto si tuviese mis documentos para poder
disfrutar de las bondades de la utopía construida por Hugo Chávez, hoy
presidida por su incluso más cómico heredero, el Trump del
sur, Nicolás Maduro.
Bueno, cómico hasta cierto punto, reflexioné, mientras
me entraban mensajes del otro lado de la frontera aeroportuaria asegurándome
que había habido un malentendido, que todo se iba a resolver. Yo no lo veía tan
color de rosa, pero en ningún momento sentí miedo, o siquiera ansiedad. Tenía
bien claro que por más criminal que haya sido lo que los bolichavistas habían
hecho, y estaban haciendo, a su país, estos no eran criminales al nivel de los
gobiernos militares que yo había conocido demasiado bien en otras épocas
latinoamericanas, por ejemplo, en Argentina o Guatemala. Son
igual de estúpidos, ridículos y mediocres, pero menos inhumanos.
Recuerdo haber esperado sentado un largo rato y que
constantemente me entraban llamadas y mensajes de diplomáticos y otros que me
decían que pronto habría un final feliz. O igual fue un sueño, ya que he soñado
muchas cosas últimamente que tienen que ser imposibles, como que Trump, el
Maduro del norte, sea presidente de Estados Unidos; el impostor
de Boris Johnson, primer ministro del Reino Unido; que haya presos
políticos en la España posfranquista, y que en Argentina vaya a volver a ser
elegida libremente para el gobierno una gente que se postulaba como defensora
de los pobres mientras saqueaba el país.
Igual de improbable, o más, que un país como
Inglaterra, con fama de pragmatismo y sentido común, opte por el suicidio
colectivo del Brexit; o que el presidente de Estados Unidos haya dado el
visto bueno esta semana a que Turquía aniquile a los guerrilleros kurdos,
aliados de Occidente en la lucha contra el Estado Islámico, porque, según
el tuitero en jefe, “los kurdos no lucharon en Normandía en la Segunda
Guerra Mundial”; o que en un lugar que debe estar en el top ten de
los mejores lugares del mundo para vivir, Catalunya, tantos de sus habitantes
sientan la necesidad de cambiar el feliz statu quo y sumarse, vía independencia,
a la locura inglesa de abandonar la Unión Europea.
En el sueño venezolano recibí un mensaje en mi
teléfono de un amigo de Barcelona que me decía que a Maduro deberían
cambiarle el nombre por Podrido . Me subió el ánimo y me subí
al avión. Una vez sentado, me entró un mensaje de alguien en Caracas que me
dijo que me habían negado la entrada no por el motivo oficial, que no tenía
visado para trabajar en Venezuela, sino por un artículo que había escrito en el
diario El País en el 2007 vinculando al Gobierno chavista con
las FARC colombianas en el narcotráfico. No me lo creí. Aunque igual
me equivoco; igual el jefe de migración que me negó la entrada se sintió
aludido.
El comandante del avión tenía instrucciones de las
autoridades venezolanas de no devolverme el pasaporte hasta que estuviéramos en
el aire, lo cual me irritó. Pero por lo demás estaba tranquilo, tan tranquilo
que me acordé de escribir un e-mail a Iberia antes del despegue diciendo que me
anotasen los puntos de viajero frecuente para este inesperado vuelo. El día
siguiente, ya en Madrid, Iberia me contestó que no tenían constancia de que yo
hubiese volado ni de Madrid a Caracas, ni de Caracas a Madrid en las fechas que
había indicado. Menos mal, pienso ahora. Lo de la deportación fue todo un
sueño. Espero que lo de Trump, Johnson, el Brexit, los kurdos, los presos
catalanes y Cristina Kirchner, también.
Tomado
de: https://www.lavanguardia.com/opinion/20191013/47932943055/venezuela-caracas-maduro-chavez.html
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