Pedro Benítez 22 de marzo de 2020
@PedroBenitezF
Dos
décadas de polarización, persecuciones, cárceles, exilios, insultos, venganzas,
miedos, mentiras y sectarismo promovidos por la retórica chavista, y que sus
sucesivos adversarios no han podido (o no han querido) desmontar, han abierto
un abismo de desconfianzas mutuas de tales dimensiones que impide que aun en
una situación límite como la que se encuentra Venezuela cualquier posibilidad
de acuerdo político sea posible.
En ciertos círculos políticos y de opinión venezolanos
se ha despertado en las últimas horas la esperanza de que el devastador impacto
que la pandemia del coronavirus puede tener en el país sea la oportunidad de
algún acuerdo político entre el chavismo y el antichavismo. Entre Nicolás
Maduro y Juan Guaidó.
Pero por lo visto esa es una opción imposible hoy.
Condicionado por un Maduro que ni aun en las presentes circunstancias le da
tregua, el liderazgo del campo democrático que encarna Guaidó tiene muy poco
margen de maniobra para intentar construir un puente hacia el otro país.
En los últimos días Guaidó ha jugado el rol del
liderazgo responsable. Suspendió actividades de calle, designó un comité de altísimo
nivel con varios de los profesionales de la salud más prestigiosos del país, ha
llamado a que se acate la cuarentena y puso a la disposición del público una
página web con la información respectiva. La respuesta del otro lado ha sido
bloquear el acceso a ese sitio web y detener en las últimas horas a médicos, e
incluso pacientes, que denuncian el estado calamitoso de la salud publica en Venezuela.
Ni siquiera ha habido un gesto hacia los 387 presos
políticos recluidos en las distintas cárceles. Por el contrario, la persecución
política no se ha detenido. Todas las semanas alguien relacionado con la
oposición es apresado o debe asilarse en una embajada.
Maduro sigue en su estrategia de neutralizar cualquier
disidencia, reforzando su control militar y policial sobre el país y
aprovechando cualquier crisis para tapar otra con el propósito nada disimulado
de desviar la atención pública. Es lo que está haciendo con la llegada de la
pandemia a Venezuela. La ve como una oportunidad para intentar romper su aislamiento
internacional.
Esto sin importarle la gravedad de la situación
venezolana, que aun cuando el impacto del coronavirus fuera mucho menos de
grave de lo que se espera, no podría escaparse al colapso de los precios
mundiales del petróleo, secuela de la crisis económica que las medidas contra
la pandemia están provocando.
Las finanzas de Maduro para seguir importando cajas de
CLAP y gasolina se agotaron. Incluso antes de la actual coyuntura se le había
acabado el dinero. Por eso la presión para cambiar la directiva de la Asamblea
Nacional (AN) en enero pasado a fin de que la ayuda financiera rusa se
concretara. Ahora se vino esta crisis global sin caja. Eso es lo que hay detrás
de su extraña carta al Fondo Monetario Internacional (FMI) donde se traga 20
años de discursos anticapitalistas del chavismo. Por eso va a insistir.
Necesita dólares.
Por supuesto, tiene una vía más práctica para
conseguirlos; pero esa vía es la opción negada por él y por Diosdado Cabello:
reconocer a la AN. Cualquier cosa (que es lo que estamos viendo) menos eso.
Porque la situación de Venezuela es paradójica. Por un
lado tenemos a Maduro que cuenta con el respaldo de la Fuerza Armada
Nacional (FAN) y el control del país. Control precario, pero control al fin
y al cabo. Pero al mismo tiempo no tiene acceso a recursos de financiamiento
externo por su falta de reconocimiento internacional. Y tampoco con los
recursos humanos para gestionar adecuadamente el país, mucho menos en una
crisis como la presente.
Del otro lado de la acera tenemos a Juan Guaidó que no
cuenta con el respaldo de la FAN, pero tiene la llave que necesita Maduro.
Tiene el reconocimiento internacional. Esta al frente de la única institución
que puede legalmente aprobar esos recursos y de paso tiene el capital humano
del que carece el chavismo.
Una Venezuela frente a la otra
Visto así, un acuerdo político es la necesaria salida
que indica el sentido común. El mecanismo para destrabar la crisis venezolana.
Pero ocurre que el liderazgo chavista no lo ve así. Su estrategia desde 2012
tiene el solo objetivo, la obsesión, de aferrarse al poder a cualquier costo y
ven en cualquier concesión a los adversarios el riesgo de perder el monopolio
de ese poder.
Incluso hasta el año pasado Maduro veía en la más
mínima modificación de las absurdas políticas económicas del régimen un signo
intolerable de debilidad y traición. Sólo el catastrófico choque contra la
realidad ha llevado a algo de pragmatismo.
Pero ese apego a ideas fijas sin importar el costo
parece ser parte sustancial del chavismo. Ese tipo de determinaciones que
llevaron al fundador del movimiento a entregar su salud sin ningún tipo de
reservas al sistema sanitario cubano con el consecuente desenlace fatal. Esa es
la concepción de Maduro. La de aferrarse a su estrategia sin importar el costo.
Ante eso, la opción de “portarse bien” no parece ser
una alternativa realista para lidiar con el chavismo. Allí están los cuatro
gobernadores opositores que pese a haber ganado con votos y haber aceptado
(realistamente) juramentarse ante la írrita Asamblea Nacional Constituyente
(ANC), Maduro igual designó a dedo unos “protectores” en sus respectivos
estados, con más poderes y con más recursos. Allí está la historia de los
candidatos presidenciales que reconocieron las victorias del chavismo en 2006 y
2012, es decir, que jugaron con las reglas democráticas pero terminaron
inhabilitados, y uno de ellos exiliado y luego preso.
Esos antecedentes son los que explican la estrategia
de la Presidencia interina que la Asamblea puso en marcha el año pasado. Se
puede discutir hoy si fue correcta o no. El tiempo lo dirá. Pero detrás de ella
ha habido una lógica.
Sólo un cambio profundo en la correlación de sus
fuerzas internas, o un evento inesperado, puede modificar la estrategia
sectaria que ha caracterizado al chavismo.
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