Ysrrael Camero 22 de marzo de 2020
A
pesar de lo que muchos dicen, las cifras no hablan por sí solas, dicen aquello
que les preguntemos. Así ocurre con los números de la pandemia del coronavirus.
Extendida por todos los continentes y afectando a todas las latitudes, en mayor
o menor medida, presenta una muy alta tasa de contagio y baja de letalidad. El
número que más crece es el de los recuperados, asomando el rostro certero de
nuestra supervivencia como civilización, superaremos este trance, pero lo
haremos transformados. No seremos los mismos.
A
pesar de lo que nos dicen los titulares, esta pandemia no constituye una
novedad en sentido absoluto. La humanidad ha sufrido varias pandemias
importantes que han marcado nuestra historia. La peste negra de 1348 se llevó a
uno de cada tres europeos. Una vez iniciada la conquista de América la viruela,
y otras enfermedades, diezmaron a la población americana en proporciones más
significativas que cualquier encuentro bélico. La denominada “gripe española”
de 1918 acabó con la vida de, aproximadamente, 40 millones de personas tras
finalizar la devastadora guerra europea. La gripe asiática, de 1957 a 1958,
produjo más de un millón de muertos, número similar a la gripe de Honk Kong una
década después. Los casos abundan.
La
ruta de expansión de las epidemias nos habla de la densidad de nuestras
interacciones sociales, económicas y culturales, es la cartografía de nuestros
contactos. El mapa del contagio del Covid-9 nos habla de la densidad de la
globalización. Estamos interconectados en más de un sentido. Esa interacción
nos ha complejizado y enriquecido como humanidad, y aunque nos hace vulnerables
al impacto de nuevos microorganismos, nos hace fuertes en la medida en que nos
permite tener más anticuerpos.
¿En
qué contexto este virus se ha convertido este coronavirus en una pandemia
global? En medio de unas batallas culturales, económicas y políticas de
cuestionamiento tanto al proyecto político liberal, en general, como de la
globalización y el multiculturalismo en lo específico.
En
este contexto, frente a esta pandemia pueden extenderse dos lecturas alternativas
que serán claves para definir el mapa del futuro.
Bien
se puede extender aquella que recalca su carácter de manifestación de lo que
nos une como Humanidad, nuestra fragilidad y nuestra resiliencia compartida,
una vulnerabilidad que nos vincula con un prójimo sobreviviente en Wuhan.
Dentro de esta interpretación caben los esfuerzos de una comunidad científica
global para responder, con sus instrumentos y con sus tiempos, para detener la
expansión de la enfermedad, desarrollar una vacuna y revertir sus efectos.
Asimismo, la preocupación por el cambio climático apela a una conciencia común
de Humanidad que puede ser útil para la recuperación posterior.
Pero
también puede viralizarse aquella interpretación que apela a lo que nos separa
y segrega, que nos invita a mirar al otro con desconfianza, a temer lo que
venga “de fuera” como una potencial amenaza “ajena”, y a preferir un entorno
antiséptico y pasteurizado, homogéneo e inofensivo que sea pulcramente
“nuestro”. El nativismo y el populismo extendido, así como las tendencias
autoritarias, apelan a las identidades cerradas como factor dominante, los
nuevos nacionalismos y un tribalismo xenófobo pueden verse reforzados por la
pandemia.
La
primera perspectiva nos lleva a reconstruir puentes, la segunda a levantar
muros y cavar fosos. Señales de estas lecturas ya se extienden. Como es normal
la primera reacción es la cuarentena y el aislamiento social, por cuestiones de
sanidad pública y para reducir la propagación.
Hasta
ahora las respuestas han sido fundamentalmente nacionales y de protección, la
coordinación ha sido escasa, incluso en el seno de la Unión Europea, que es con
mucho el esquema de integración más avanzada del planeta. Cada quien responde,
informa, y sigue adelante, lo que puede ser una mala señal.
Las
sociedades más integradas con la globalidad son las más afectadas por la
enfermedad, pero aquellas que cuentan con un Estado más eficiente, tanto por la
existencia de un sistema de sanidad pública, como por la presencia de un orden
político con capacidad de coerción más eficiente, saldrán mejor parados de la
presente crisis.
Dos
tendencias podrían reforzarse con las transformaciones, políticas y
socioculturales, vinculadas a la respuesta a la pandemia. En primer lugar
veremos, muy probablemente, un reforzamiento de las tendencias más autárquicas
y nativistas del discurso político mundial, que mira hacia afuera con
desconfianza, que manipula el miedo frente a lo distinto para conseguir
aplausos y votos.
Igualmente,
es posible que vivamos una nueva disputa en torno a las funciones protectoras
de los Estados, sobre todo en lo que se refiere a la atención a los más
vulnerables.
El
impacto económico global se extenderá sin duda durante todo el año, perdiéndose
empleos masivamente, reduciéndose la actividad económica que se alimenta de la
interacción social. Ya se preveía que 2020 sería difícil, la desaceleración de
la economía china, el descenso hacia posturas proteccionistas y la guerra
comercial de Estados Unidos contra el mundo, la ruptura de la multilateralidad
y de la institucionalidad en la economía mundial, eran señales que precedieron
a la pandemia.
Del aprendizaje de crisis anteriores viene la
apelación al rol del Estado y de sus políticas keynesianas, que se extiende
desde EEUU hasta la Unión Europea. Pero estas sólo tienen un efecto
a mediano y largo plazo si generan la confianza en los actores, son punto de
ignición para restablecer la actividad económica, son la chispa que cambia el
sentido del ciclo económico. Ese factor clave dependerá de la lectura
predominante, en ese sentido los puentes enriquecen y los muros empobrecen. Ese
es el otro aprendizaje, el giro autárquico nos perjudica a todos.
¿Y qué pasará en Venezuela?
La consolidación de un giro autárquico y conservador
en la política mundial puede tener consecuencias negativas para una posible
democratización en Venezuela.
Primero,
porque colocará a los actores de la comunidad internacional a priorizar la
estabilidad de su orden interno, la recuperación económica de sus sociedades y
la atención a la población afectada por la recesión.
Segundo,
porque la legitimidad que tienen las respuestas estatales a las crisis
sanitarias funcionaría como un manto de justificación a las prácticas
autoritarias de control social que Nicolás Maduro desarrolla en
Venezuela.
Si los valores democráticos modernos quedan como parte
del legado común que vincula a la Humanidad, como un puente de unión entre los
distintos, el tema de Venezuela podría seguir presente en lo que quede de una
agenda de la comunidad internacional luego de la pandemia. Pero, nuevamente, el
peso del futuro de Venezuela descansa cada vez más en las acciones de los
actores internos, porque los actores externos dedicarán el grueso de sus
esfuerzos a protegerse a sí mismos y a su comunidad. Esto apenas está
iniciando.
Ysrrael
Camero
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