Ismael Pérez Vigil 15 de marzo de 2020
En
momentos de “reflujo político” o “incertidumbre” como el que vivimos en la
oposición, es útil reflexionar sobre algunos temas, políticos, pero que tocan
elementos éticos y organizativos más amplios; sobre todo después del episodio
de la designación del Comité de Postulaciones del CNE, que comente en mi
artículo anterior, y ante la perspectiva de la continuación del proceso de
designación de rectores del organismo, si es que llegare a efectuarse por la
Asamblea Nacional, como todos deseamos. La situación allí planteada nos deja
ver una falta de actualización y modernización de nuestro estamento político
partidista, que puede llegar a ser preocupante.
Da
la impresión de que algunos, o muchos, entienden que hacer política, en
Venezuela, se reduce a la participación en procesos electorales. Pero otros
creemos, al igual que los antiguos griegos, que la política está en el origen
de la sociedad humana, en la propia naturaleza del hombre, que como ser
naturalmente sociable, no puede pretender a la felicidad hallándose aislado.
La
política es la actividad del ciudadano, y para los griegos, desde antes de
Cristo, el ejercicio del poder era algo reservado a los más rectos y de
conducta más irreprochable. Mucha tinta se ha vertido sobre el tema, pero hacer
política sigue siendo plantearse el tema del poder y como conquistarlo…
incluso, mediante la vía electoral. Y para emprender esa vía son necesarios,
sin duda alguna, líderes y partidos, tema del que me ocuparé hoy.
Hace
algún tiempo ya, en los artículos que entrego semanalmente, me pronuncié por la
necesidad de construir para Venezuela organizaciones políticas modernas,
populares, policlasistas y que se planteen claramente la toma del poder sobre
la base de un programa explícito, y un compromiso personal y colectivo con ese
programa. Un programa mínimo de postulados éticos y que deben estar presentes
en cualquier organización política en las que estemos dispuestos a participar;
por ejemplo, la transparencia en el actuar y en las funciones de gestión
pública; la correcta separación entre los legítimos fines privados del
político, los fines del partido y los fines del Estado; la conciencia, en el
político, de que su función pública, es una función educativa.
Establecidos
estos puntos —éticos— fundamentales, es válido que nos plateemos otros
problemas: ¿Cómo hacemos para que nuestro mensaje le llegue a las grandes
mayorías del país? ¿Cómo hacemos para que el pueblo entienda que nuestro
mensaje es el suyo y que el desarrollo capitalista que queremos para el país,
es lo mejor para él, y no solo para nosotros? Ese es nuestro verdadero reto. En
los programas definidos y dados a conocer por la oposición y sus candidatos, al
menos sus aspiraciones globales están claras, definidas. El problema ahora es
como hacemos que llegue a todos los venezolanos, y como lo convertimos en
postulados compartidos con compromiso y en ideales de lucha común. Y para eso
son imprescindibles los partidos.
Pero
no pensemos que las únicas formas de organizarse políticamente son las que
hemos conocido hasta ahora, basadas en los grandes partidos policlasistas y de
masas, organizados bajo el centralismo democrático, y bajo la concepción de
“correas de transmisión”, expresiones organizativas de una conciencia y una
ideología elaboradas por “intelectuales” alienados –como diría un leninista– o
“cuadros de vanguardia”, y que nos
pueden conducir a un nuevo fracaso. No aceptemos fácilmente el chantaje de la
“coordinación”; seamos consecuentes con otros principios en los que también
creemos, como por ejemplo, el de la libre competencia. Que surjan todas las
iniciativas posibles, que –tomando en cuenta los principios enumerados– se
organicen de la forma en que puedan y quieran, que utilicen las formas
modernas, cibernéticas, redes sociales, de comunicación, que se lancen a la
lucha política y a la captación de adeptos y voluntades, y que triunfe el que
mejor sea capaz de expresar los interés e ideales de los grupos sociales a los
que aspire representar.
Esta
es una invitación a organizarse; desde ahora, sin esperar más, con la clara
conciencia y el objetivo político a largo plazo de llegar al poder, pero con la
precaución de no sucumbir al inmediatismo y creer que la única forma posible de
organizarse políticamente es la que ya hemos conocido.
Esto
implica una organización diferente a la de partidos de masas, policlasistas,
como ahora los conocemos, y con los que contamos; aunque tampoco significa que
nos planteemos una organización parecida a los “partidos de cuadros”, siguiendo
la jerga leninista; o un partido de corte militar, como los que intentaron
formar en el país hace algunos años y que no cuajaron o se han convertido en
maquinarias de represión e intimidación.
Un
ejemplo, que ya he esbozado anteriormente, de lo que podría ser una moderna
organización política, más acorde con “los signos de los tiempos”, es la
adoptada por los partidos modernos en muchos países: un núcleo central de
políticos profesionales, y una amplia periferia, que se activa y desactiva de
acuerdo con circunstancias específicas[1]. Así funcionan ahora algunas empresas
y si este esquema funciona para el mundo de los negocios, ¿Por qué no habría de
hacerlo para el de la política?
Ismael
Pérez Vigil
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